El poema bucólico
A María Jesús González e Irene Villa
Fijaos por un instante en el pastor.
Madrugado a la escarcha, feliz sobre la roca
que esconde los secretos de la tierra.
Guardando a su pacífico rebaño
de los impuros lobos, cuyas garras
acechan la pureza de la estirpe.
Y esa boina, como un interrogante
alzado al limbo.
El vino del país en odres nuevos,
la siringa
que le respinga el alma
y al estilo de Marsias enmudece
el pánfilo mugir de su ganado.
Decidme si no es vieja esta retórica
de danzas populares, de atambores;
si el locus no ha perdido, con los años,
la amena condición de sus riberas.
Miradlo.
Por los prados bravíos, primordiales,
(musitando sus nanas neolíticas
sobre el sordo roncón de los cencerros),
gobierna el vaquerizo la manada.
Alguna vez, clamando a lo divino,
lo vemos celebrando su impostura
de extático, piadoso coribante
que baila con atávica grandeza
los ritmos circulares del presente.
Y nos hace reír el nemoroso
con el grave,
sombrío soliloquio que recita:
…la sangre de mi tierra,
la tierra profanada…
Reiríamos a gusto si no fuese
porque el tacto del odre conmemora
la piel fosilizada de los muertos.
Reiríamos a gusto con sus fábulas
de bárbaros y príncipes,
de padres fundadores,
su hacha y su serpiente,
la jerga parabólica y el chiste,
la jerga parabélica y el chiste
de la sangre que corre, positiva.
Miradlo.
¿Qué nuevos sacrificios habrá urdido
la parca fantasía que lo arropa?
¿Tendrá sueños? ¡Oh, sí!,
acaso sólo uno,
un sueño de ingeniosas geografías,
de ruinas ancestrales,
de Arcadias endogámicas que engendren
hijos tontos
como herbívoros
de sangre
coagulada.
Un dulce gorigori al mediodía.