El poema con Botas

 

El poema con Botas

                                        A Víctor Botas, in memoriam. Y a Fabio,  que finge no tenerla.

 

Cada mañana, Fabio

mastica el filo rubio de las primeras luces.

Así, como un pedazo de pan que no quisiera.

Así, como un ovillo de lana fugitiva.

Abre sus fauces de animal estéril

y bosteza de cara a los espejos,

acaso sin pensar que sea ésta

la penúltima aurora que despunte.

Acaso sin temor de que se ausente

su equívoco reflejo cristalino,

esa imagen

que nunca identifica como suya.

 

Come sin ganas, duerme todo el día.

Quizá debió tener su compañera

cuando, más joven y robusto,

se figuraba un tigre encarcelado.

Pero hoy ha amanecido siendo viejo;

y no es capaz de impresionar a nadie,

y está perdiendo pelo sin respiro.

Y son sus pasos lentos

 

como un peregrinaje hacia la muerte.

 

Si, con terca y empírica crueldad,

no hubiese refutado la experiencia

que en sus ojos de bestia sometida

lata un alma,

palpite una sustancia,

diría que está oliendo su destino,

que un celemín de luz lo ha despertado

a los mundos posibles que él ignora.

 

Así parece cuando mira, absorto,

las sombras que atraviesan el jardín:

procurando apresar cualquier instante

que cruce su nublado entendimiento.

No obstante, un cazador tardío,

débil,

sin otra vocación

que repetirse.

 

Estoy acostumbrado a su mesura,

a que se acerque a mí con el sigilo

de un mar sin oleaje.

Alguna vez,

quizás porque ha perdido facultades,

lo acusa el crepitar de la madera:

pisadas como sal echada al fuego

que ardía con frecuencia en sus pupilas.

 

Y no puedo dejar de preguntarme

qué busca en mi precaria lealtad,

qué debo descifrar en sus palabras

cuando dice:

“Te envidio el privilegio

de no saber ni esperar

nada

de este mundo”.

 

También incognoscible, yo maúllo.

 

Por si acaso.

El poema burocrático

 

 

El poema burocrático

                                                                           A Fray Josepho, cantor satírico

A usted, Interventor de la aporía,

Feliz Gobernador de voluntades,

sabiendo de antemano que no puedo

soñar ni merecer benevolencia,

                           expóngole los hechos como sigue:

Perdida mi tarjeta identitaria

(en raras circunstancias que le ahorro)

me encuentro innumerado y como ausente

de todos los registros oficiales.

En fin, que, por descuido o por ensalmo,

mi nombre se ha borrado de la historia

(la cual que, por muy mínima que sea,

es mía y no carece de aventura).

Llegado a la debida ventanilla,

apenas apuntado un aspaviento

de muda turbación, casi zozobra,

me dice una muchacha berroqueña

(su roca es la certeza indestructible

que observa en cuanta cláusula profiere)

que no es que no figure, es que no existo,

ni nunca que he existido, ni es posible

que exista en el futuro.

Un virus informático es culpable

(ya sabe que el silicio es delicado,

y suele empapuzarse con nonadas)

de habérseme esfumado la existencia.

Y ahora que soy nada y cuanto tengo

son leves capitales de fantasma,

me hallo de tal forma que no hallo

la huella de mi paso por el mundo.

Que quien desaparece,

por lo visto,

es un aparecido.

Tiene gracia.

No acaba aquí la cosa, porque, ¿sabe?,

mi espíritu es sensible y se resiente

de ver que alrededor todo se torna

sombrío trampantojo.

Lea y juzgue:

Descubro en mis amigos desengaño,

pues, siendo como soy una entelequia,

sospechan que sus ojos les traicionan

y toman este cuerpo por hechizo

(son fieles camaradas, pero entienda

que quieran divertirse, en lo posible,

con seres de este lado de la orilla:

humanos de papel y carne y hueso).

Mi novia, que es de suyo delicada,

me dice y me maldice que no siente

lo mismo que sentía en el pasado

(no puede soportar que haya fingido

la impropia brevedad de mis caricias;

que sea un impostor de soledades,

capaz de simular el estar vivo).

Y ya me ha amenazado con marcharse

de casa, más por miedo que por rabia,

medrosa ante la extraña maravilla

de ver que me evaporo por las noches.

Así que mis jornadas se parecen

al sueño de un artífice bromista:

tan largas como sombra de sudario,

tan cortas como Láquesis resuelva.

Bien sé que prevarica si exceptúa,

volviendo a hacer de mí lo que ya era.

Que grande es el favor que me prodiga

si accede a consentirme este capricho

de ser por la manía de servirle

a usted y a cuantos velan por nosotros

(espíritus en regla que se azoran

y pierden, como niños, los papeles)

mas vea que es sincera pesadumbre

la puesta por escrito en esta carta,

plegaria, contrición – si no poema –

que quiero dedicarle, con afecto,

a usted, sea quien sea,

Feliz Interventor de voluntades,

                 

Feroz Gobernador de la aporía.