El metapoema
Estás leyendo este poema.
Otro poema, como si no hubiese
ya bastantes. Comprendo tu recelo:
ambigua es la razón de los poetas,
tan velada y aérea su amenaza
que fueron declarados no hace mucho
mortales enemigos de la polis.
Pero eres indulgente y determinas
abrir otra hondonada a la esperanza,
de nuevo penetrar en la sintaxis
hasta uncir los dorados arquetipos
al yugo cautelar de su apariencia.
Pretendes resolver la analogía
de los signos, atar cabos, buscar
correspondencias misteriosas.
Llegar a alguna parte, donde sea,
seguro de pagar, en cualquier caso,
el precio de adentrarse en campo ajeno.
Tus ojos te delatan: participas
del engaño con muda fruición.
Vas persiguiendo huellas imposibles,
como un explorador el monumento
de una cultura arcaica, tan remota
que acaba confundida con el mito.
Tal vez se cimentase su liturgia
en un tiempo anterior a la palabra,
cuando la máquina del mundo ardía,
feroz e indivisible, en las tinieblas
de un eterno presente de antinomias;
y, claro, así no te es posible, dices,
saber a qué designio encomendarte.
Pero, ¿qué voy a descubrirte
que no sepas? El arte es experiencia,
y tú le das sentido a cada paso.
Aunque el pie, desviándose del ritmo,
se hunda en los resquicios minerales
del silencio. Aunque a veces se te olvide
que Ítaca es la excusa para el viaje,
y el canto la inaudita circunstancia
de un yo que se desliza hacia el vacío.
Dispensas realidad a sus asuntos
(aunque, pensándolo con calma,
¿tenías más opciones que leerlo?)
ahora que has leído este poema.