El poema burocrático
A Fray Josepho, cantor satírico
A usted, Interventor de la aporía,
Feliz Gobernador de voluntades,
sabiendo de antemano que no puedo
soñar ni merecer benevolencia,
expóngole los hechos como sigue:
Perdida mi tarjeta identitaria
(en raras circunstancias que le ahorro)
me encuentro innumerado y como ausente
de todos los registros oficiales.
En fin, que, por descuido o por ensalmo,
mi nombre se ha borrado de la historia
(la cual que, por muy mínima que sea,
es mía y no carece de aventura).
Llegado a la debida ventanilla,
apenas apuntado un aspaviento
de muda turbación, casi zozobra,
me dice una muchacha berroqueña
(su roca es la certeza indestructible
que observa en cuanta cláusula profiere)
que no es que no figure, es que no existo,
ni nunca que he existido, ni es posible
que exista en el futuro.
Un virus informático es culpable
(ya sabe que el silicio es delicado,
y suele empapuzarse con nonadas)
de habérseme esfumado la existencia.
Y ahora que soy nada y cuanto tengo
son leves capitales de fantasma,
me hallo de tal forma que no hallo
la huella de mi paso por el mundo.
Que quien desaparece,
por lo visto,
es un aparecido.
Tiene gracia.
No acaba aquí la cosa, porque, ¿sabe?,
mi espíritu es sensible y se resiente
de ver que alrededor todo se torna
sombrío trampantojo.
Lea y juzgue:
Descubro en mis amigos desengaño,
pues, siendo como soy una entelequia,
sospechan que sus ojos les traicionan
y toman este cuerpo por hechizo
(son fieles camaradas, pero entienda
que quieran divertirse, en lo posible,
con seres de este lado de la orilla:
humanos de papel y carne y hueso).
Mi novia, que es de suyo delicada,
me dice y me maldice que no siente
lo mismo que sentía en el pasado
(no puede soportar que haya fingido
la impropia brevedad de mis caricias;
que sea un impostor de soledades,
capaz de simular el estar vivo).
Y ya me ha amenazado con marcharse
de casa, más por miedo que por rabia,
medrosa ante la extraña maravilla
de ver que me evaporo por las noches.
Así que mis jornadas se parecen
al sueño de un artífice bromista:
tan largas como sombra de sudario,
tan cortas como Láquesis resuelva.
Bien sé que prevarica si exceptúa,
volviendo a hacer de mí lo que ya era.
Que grande es el favor que me prodiga
si accede a consentirme este capricho
de ser por la manía de servirle
a usted y a cuantos velan por nosotros
(espíritus en regla que se azoran
y pierden, como niños, los papeles)
mas vea que es sincera pesadumbre
la puesta por escrito en esta carta,
plegaria, contrición – si no poema –
que quiero dedicarle, con afecto,
a usted, sea quien sea,
Feliz Interventor de voluntades,
Feroz Gobernador de la aporía.

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