¿Rebelión? (II): El despertar de la sociedad civil.

Leía ayer «Una crisis y cinco errores», muy recomendable libro de Carlos Rodríguez Braun y Juan Ramón Rallo (LID Editorial Empresarial, 2009). Como reza el antetítulo, el propósito de la obra es «desmontar cinco supuestas causas y falsas soluciones para superar la crisis». Una de esas «supuestas causas», señalada con sospechosa unanimidad por políticos de toda ideología, es la que achaca la culpa del actual estado de las cosas al liberalismo. Braun y Rallo explican lo que algunos ya sabemos: que no hay tal liberalismo, sino un Estado creciente que se refleja en el incesante aumento de la presión fiscal, las regulaciones, las políticas redistributivas, la proliferación de funcionarios y la elefantiasis burocrática. Valga como dato, para tantos profesionales ahítos de cumplimentar anexos, que el número de páginas de los Boletines Oficiales (estatales y autonómicos) pasó de 100.000 en 1984 a casi 800.000 en 2008. No es poca glosa para un Estado ausente.

Uno de los argumentos que esgrimen los críticos de esa ficción llamada «capitalismo salvaje» es el aumento de las privatizaciones en los años previos a la crisis. Braun y Rallo matizan:

«[…] en no pocos casos los Estados mantuvieron mecanismos de control en las empresas privatizadas, y asimismo no se puede hablar de una auténtica privatización cuando el Estado privatiza pero no desmonopoliza al conceder privilegios anticompetitivos a algunas empresas, o cuando se reserva el control de las tarifas, tal como sucede con bastantes servicios públicos privatizados. […] En la prática los gobernantes controlan empresas y mercados, cosa que los agentes y empresarios saben muy bien, y de ahí la práctica generalizada de la presión a las autoridades para obtener favores…»

Puesto que en realidad no hay tal cosa como un retroceso del Estado, ¿a qué obedecen estos cambios de formas políticas? ¿Son irracionales, o arbitrarios? ¿Se deben a un cambio radical de principios? ¿Por qué se privatizan unos servicios y otros no?

A estas preguntas responden Braun y Rallo con un sencillo y eficaz argumento: «la importancia de la legitimación del poder»:

«Ningún Estado, democrático o no, puede mantenerse ante la rebelión abierta de sus súbditos. El poder, por tanto, siempre busca legitimarse. […] Esto permite explicar la privatización de las empresas públicas, por la sencilla razón de que se había extendido ya en los ochenta un consenso sobre ellas, que solía subrayar aspectos muy negativos: se trataba de gigantes burocráticos notablemente ineficientes y onerosos en manos de mafias políticas y sindicales que hacían allí de su capa un sayo, pero no eran capaces de brindar un servicio mínimamente digno. […] Cuando el balance de legitimidad se desequilibra, los Estados actúan con racionalidad y se desprenden de aquellas actividades en las cuales el ejercicio de su coacción les reporta más inconvenientes que ventajas».

Esto fue lo que ocurrió, por ejemplo, con los servicios de telefonía o las líneas aéreas.

Traslademos estas ideas al ámbito de la Enseñanza. Creo no equivocarme mucho si afirmo que el sistema educativo actual es un «gigante burocrático». Ahí están los BOES, BOJAS y demás Golem de celulosa para atestiguarlo. De hecho, el trabajo de las inspecciones consiste en verificar la corrección normativa de una serie de documentos, la mayoría de ellos completamente inútiles desde un punto de vista funcional. Este furor grafómano se extiende a cualquier actividad que se desarrolle en las escuelas: sanciones, programaciones, planes, actividades, proyectos, grupos de trabajo y hasta planes quinquenales. La peor pesadilla de Bartleby, ni más ni menos.

No creo patinar mucho si califico a este gigante de «ineficiente» y «oneroso». Su ineficiencia ha sido sancionada por enésima vez en el penúltimo informe europeo¹, por el que se verifica un descenso alarmante en los índices de comprensión lectora a la vez que la tasa de abandono escolar aumenta. Es decir, la institución no cumple siquiera con los servicios mínimos, como es enseñar a leer y a escribir. Forzando el símil, esto sería el equivalente de una compañía que no fuera capaz de instalarles una línea telefónica. ¿Les suena? Y, ¿oneroso? Pues claro: cualquier empresa con una productividad tan baja resulta, no cara, sino carísima. Sobre todo cuando se financia con el dinero de los contribuyentes.

«En manos de mafias políticas y sindicales…» Este sintagma también sugiere un escenario que me resulta familiar. Las reformas educativas son cosa de políticos y sindicalistas, nunca de profesores en activo; a quienes, si por ventura se les pregunta su opinión, es para mejor ningunearlos so pretexto de talante democrático (de nuevo, la desesperada búsqueda de legitimidad política, vulgo querencia al cargo). Unos sindicatos que operan como leales siervos del señor que les paga (y no paga mal: unos 30.000 millones anuales de las antiguas pesetas. Pasta gansa, que diría el castizo). Así, a nadie extrañe el silencio y la cerviz humillada con que asisten a la crisis educativa y a la otra, la Crisis con mayúsculas. ¿Cómo rebelarse contra señor tan pródigo?

Cabría, pues, pensar que el diagnóstico de Braun y Rallo podría hacerse extensible a la Enseñanza española, y que el Estado ha perdido toda la legitimidad como gestor de un servicio que se demuestra, día a día, ineficaz y deficitario. Perder la legitimidad significa, así, perder la confianza de los ciudadanos. Por lo que, se colige, la política también responde a los valores morales de dichos ciudadanos. La pregunta es: ¿ocupa la enseñanza un lugar destacado en esa jerarquía de valores? La respuesta es: por el momento, no. Pero quizá muy pronto empiece a escalar posiciones, precisamente cuando la crisis en muchos sectores económicos limita la inserción laboral de individuos poco cualificados. Ocurre que el Estado, lejos de favorecer esa cualificación, nos lleva en barrena al precipicio. Ocurre que uno de los medios para superar la crisis, como es una buena formación académica, es dinamitado de forma implacable por unos gobernantes incapaces de domesticar el monstruo que ellos mismos han creado.

Hay una esperanza, pues, y no va a nacer de las nobles intenciones de nuestros políticos, sino de las demandas de la sociedad civil. Hora es de que reclamemos, pues es nuestro derecho, la responsabilidad de gobernarnos a nosotros mismos. ¿Asusta? Es posible, pero también entusiasma.

En próximas entradas analizaremos en qué puedan consistir tales demandas.

Sigan con salud.

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1. Les recomiendo vayan a la página 74, donde se puede cotejar el im-pre-sio-nan-te descenso en comprensión lectora de los alumnos españoles, tanto más si se compara con el resto de países.

Muñecas rusas

Lunes, 23 de noviembre de 2009. Diario El Mundo.

La Justicia exige «profesión de fe» para escolarizar a hijos en centros concertados

Las noticias, a menudo, son como esas matrioshkas rusas que  esconden réplicas de sí mismas en su interior. Si nos quedamos en la superficie, la tentación de iniciar un debate sobre la posibilidad de que un Juzgado exija pruebas de fe a los ciudadanos nos retrotraería a oscuras épocas inquisitoriales. Lo que no deja de ser irónico en unos tiempos en que la tribuna laica, a menudo erigida sobre el cadáver de Montesquieu, es mucho más coactiva que cualquier institución religiosa.

Si abrimos la primera muñeca, lo que llegamos a saber es que la decisión, todo lo discutible que se quiera desde un punto de vista jurídico, responde a una realidad bastante más mundana. Dicha sentencia

«acaba de poner coto a la avalancha de demandas de padres solicitando plaza para sus hijos en un centro confesional, que en los últimos años había obligado a ampliar la ratio en no pocas instituciones».

Por tanto, la sentencia no exige una prueba de fe en todos los casos, sino que trata de establecer un criterio de selección a partir de un hecho probado: que la demanda de estos centros supera con creces la oferta. El que el criterio elegido observe sólidos fundamentos de derecho es un asunto que no vamos a tratar aquí. Pero sí es pertinente señalarlo:

Los padres de la menor escogieron como segunda opción un colegio público. Esto, a ojos del juez, no demuestra una «clara, inequívoca e incondicional voluntad» de que su hija sea educada en un centro religioso. Es decir, aceptar esta alternativa laica como segunda opción es lo que ha provocado que se desestime inicialmente su petición primera y haya debido entrar en un sorteo que, al fin, excluyó de las listas a la hija de los demandantes.

Sigamos desembarazándonos de más figurillas folclóricas. La pregunta es: ¿Por qué tantos padres solicitan plazas en centros concertados? Aún mejor: ¿Por qué unos padres escogen dos opciones en principio antagónicas? Se nos ocurre pensar que acaso no se muevan por principios morales, sino de eficiencia. Que, en caso de ser firmes, son capaces de arrumbar sus convicciones con tal de que los hijos reciban una enseñanza de calidad. Que muchos de ellos buscan escapar de un sistema público deficiente y que, por tanto, otorgan a la naturaleza confesional del centro una importancia de segundo grado en su jerarquía de prioridades.

La verdadera noticia, como suele ocurrir, no se manifiesta en un debate cuasi teológico sobre la probidad de la fe, controversia no menos folclórica que los sarafanes de las muñequitas rusas. Como en la polémica sobre Ciudadanía, crucifijos y demás, la confrontación Iglesia-Estado es la primera matrioshka bajo cuyo perfil torneado y colorista quedan sepultados los verdaderos problemas de la Enseñanza.

Y el principal problema es que muchos ciudadanos empiezan a desconfiar de las garantías pedagógicas de los centros públicos, lanzándose en masa a los colegios de titularidad privada. Pese a todo, muy pocos parecen poner en cuestión la legitimidad del Estado a la hora de ostentar un monopolio tan infructuoso. En lo que se traduce todo esto es en que aquellos colegios que gozan de un cierto prestigio se ven desbordados por una demanda creciente, hasta el punto de que ciertas sentencias parezcan adentrarse, con una primera lectura, en materia mística y hasta soteriológica.

La última muñequita, la que espera al final de sucesivos vientres hinchados por la hipocresía, el «espectáculo» y la falacia, confía en que alguien la rescate y la llame por su nombre.

Libertad.

La voz liberal de Michael Oakeshott

«La voz del aprendizaje liberal», de Michael Oakeshott (Katz editores, Madrid, 2009) Edición original: «The voice of liberal learning» (Yale University, 1989)

Michael Oakeshott

Es filósofo poco conocido por estos lares, y, sin embargo, sus ideas podrían suscribirlas sin esfuerzo cuantos profesores claman contra la realidad presente de la Enseñanza española. En esta entrada haremos un breve resumen de lo que Michael Oakeshott entiende por aprendizaje liberal. Para quienes les asusta este palabro, ya les anuncio que de lo que aquí se habla no es de privatizaciones y manos invisibles, sino de un aspecto tan inseparable de la condición humana como es el afán de conocer para alcanzar la libertad.

1. Educarse, dice Oakeshott, es, en sí, emanciparse, adquirir auténtica naturaleza humana por la capacidad de elaborar y comprender enunciados sobre uno mismo y sobre lo que le rodea. Hay un precio a pagar por esta libertad, y es, ni más ni menos, el aprendizaje. Escribe Oakeshott: » Ninguno de nosotros nace humano; cada uno es lo que aprende a ser». De ahí que infiera: «La naturaleza humana es llegar a ser por el aprendizaje». Nuestro aprendizaje, a diferencia de la adaptación biológica al medio, es un «compromiso autoconsciente», una «tarea autoimpuesta inspirada por el deseo de comprender». Los seres humanos, sabedores de su condición, crearon lugares diseñados de forma deliberada para el aprendizaje: Familia, Escuela, Universidad.

2. ¿Qué características habrían de tener estos espacios? En primer lugar, el reconocimiento de quienes están allí como sujetos de aprendizaje; un aprendizaje que debe ser el compromiso declarado de aprender algo en particular. No sólo se aprende con afán utilitarista, sino que el aprendizaje es en sí el compromiso, y tiene sus propios criterios de logros y excelencia. Con tal fin, la Escuela debe aislarse del «hic et nunc», de «las contingencias de la vida en curso» (compárese esta idea con la descrita en el post «Adaptación al medio«). Tal aislamiento favorece que el sujeto se libere de las limitaciones de las circunstancias que lo rodean. La Escuela, pues, como «espacio protegido».

3. No existe tal cosa como el «aprendizaje social» o la «comprensión colectiva»: aprendemos las prácticas de individuos expertos. El fin de todo aprendizaje debe ir más allá de del uso de determinadas destrezas y conducirnos a la autocomprensión, a algo que responda a la pregunta: «¿Quién soy?». Esto nos permitirá convertirnos en algo más que simples buscadores de satisfacciones inmediatas, personas capaces de considerar la verdad o falsedad de una proposición.

4. Todo aprendizaje participa de una cultura. Pero la cultura no es una doctrina o un canon cerrado y dogmático, sino un «encuentro conversacional», una variedad de invitaciones a observar, escuchar y reflexionar. La cultura es una mezcla de lo antiguo y de lo nuevo, en la que lo nuevo suele ser una vuelta atrás para buscar lo que se olvidó temporalmente; de lo emergente y de lo recesivo, de lo sólido y lo endeble; de lo común y lo extraordinario. Aprender no es «adquirir información o «expandir las mentes», sino identificar algunas invitaciones concretas de esa cultura. Tal y como fue concebido en Europa Occidental, el aprendizaje liberal consistía en sostener frente a los educandos el espejo de la tradición, para que al verse reflejados en él, pudiesen alcanzar un mejor conocimiento de sí mismos. El aprendizaje es, así, una invitación a no estar exclusivamente interesados en el uso de lo que nos es familiar, sino a desear la comprensión de lo que aún no se aprendió.

5. El gran ataque contra el aprendizaje liberal viene de la rendición del aprendizaje ante la «socialización», que promueve la uniformidad (véase la entrada «La Triple Alianza«).

6. Y, ¿qué es la Enseñanza? Pues la iniciación deliberada e intencional del alumno en el increíble universo de los logros humanos. De paso, Oakeshott recuerda una sentencia de Jean Paul Richter: «Al enseñar a un niño de dos años, uno debería hablarle como si tuviera seis». Iniciar a un alumno en el mundo que conforma su herencia es conseguir que acceda a muchas cosas que no existen en su propio mundo.

7. La tarea del maestro es liberar al alumno de la servidumbre de los sentimientos, las emociones, las imágenes, las ideas o las creencias que son preponderantes en ese momento, no mediante la invención de alternativas más deseables para él, sino poniendo a su alcance una parte de la totalidad de su herencia.

8. Y, por fin, ¿qué es el conocimiento?: conjuntos de capacidades muy diversas, en cada una de las cuales se da una mezcla de «información» y «discernimiento». Estos dos componentes no se pueden dar por separado: el» saber cómo» y el «saber qué» constituyen las dos caras de una misma moneda llamada «conocimiento genuino». Tan infructuoso es hacer algo con ignorancia de las reglas, como pensar que las reglas por sí solas nos invisten de la capacidad para hacer o explicar algo. Además de la información, necesitamos la comprensión que nos permita interpretarla.

En sucesivas entradas iremos analizando cada una de estas ideas a la luz de lo que hoy se entiende por aprendizaje.

Que, como el lector sagaz ya habrá deducido, es algo muy, pero que muy distinto de lo que describe el profesor inglés.

Sigan con salud.