Todo, todo, todo está en YouTube

 

El conocimiento, ay, el conocimiento.

Podríamos ponerle música del Maestro Quintero y nos quedaría una copla de lo más apañá. Aunque parezca increíble, en las redes se debate si el conocimiento ha de constituir (o no) el núcleo de la enseñanza. Esto vendría a ser lo mismo que discutir si el balón es materia imprescindible en el ejercicio del balompié. Ciertamente, jugar sin pelota conseguiría el ideal igualitario de que los partidos acabasen en un salomónico empate. Trasladado al ámbito educativo, significaría que todos los alumnos habrían de alcanzar las mismas metas, con independencia de su talento y dedicación: eliminado el objeto de estudio, ¿qué queda sino el calorcito agradable de saberse un miembro más de la feligresía?

Hay quienes aseguran que el profesor ya no es necesario. Es más, que sea reemplazado por YouTube o por cualquier motor de búsqueda supone uno de los grandes progresos de la civilización occidental. Obviemos el hecho de que quienes esto afirman lo hacen con un tono marcadamente escolástico. El problema es que, poco a poco, estos mensajes han ido calando como gota china, y el común se los cree: muchos padres, profesores y alumnos han comprado este discurso a los vendedores de crecepelo competencial. O criterial, que tanto monta.

En una charla auspiciada por la Junta de Extremadura, se ha dicho:

«Los alumnos lo van a aprender todo en YouTube. No nos necesitan.» A los profesores, se entiende.

Dicho lo cual, resulta inexplicable que sobre esas figuras prescindibles que son los docentes recaiga la responsabilidad de rellenar tantísimos informes dizque académicos. ¿Para qué? ¿No sería mejor despedirlos a todos y dejar que las redes hagan su magia? ¿Qué sentido tiene mantener una institución que se reconoce inútil? ¿Es la única misión del profesor espiar los juegos de los niños?

Uno se sonríe al pensar en la ingenuidad de ciertos colegas. Adultos capaces de imaginar que el adolescente medio va a desbrozar una herencia cultural milenaria entre anuncios de inglés sin esfuerzo y chascarrillos de Ibai Llanos. ¿De verdad? A veces, dan la sensación de habitar un mundo tan infantil que, a su lado, el de los muchachos parece una novela de Cormac McCarthy. No admiten que su misión principal sea la de transmitir conocimientos porque ya han asumido el carácter asistencial y terapéutico de la escuela. Una escuela que, vaya por Dios, carece tanto de terapeutas como de asistentes sociales. Dicen: «El conocimiento no se transmite, se construye. Dejad que los niños construyan su conocimiento», con la voz casi estrangulada por la emoción de la epifanía. Y dicen bien: su conocimiento, personal e intransferible. Un conocimiento que se parece mucho a la mera opinión, y muy poco a la episteme de los clásicos griegos. La posverdad educativa.

El caso es que, con la excepción de algunas mentes preclaras, el conocimiento es algo que se adquiere. Solo unos pocos son capaces de construir un conocimiento original, si bien este se edifica sobre las bases epistemológicas de quienes los precedieron. Si alguna misión tiene la escuela (al menos, alguna que la haga distinta de cualesquiera otras instituciones) es la de transmitir una herencia. Y esa herencia consiste en el acúmulo de saberes que otros, a lo largo de los siglos, nos han legado. La tarea del profesor es entregar al alumno ese patrimonio, estructurando, de una manera metódica y aprehensible, la ingente cantidad de información atesorada. Y no se trata, como falsamente denuncian los neopedagogos, de arrojar sobre el joven un indiscriminado montón de datos. Estos son apenas la primera piedra, la materia prima de lo que llamamos información. Cuando esta información se maneja de tal modo que es aplicable a cualquier contexto análogo, podemos decir que el alumno conoce. Pongamos un ejemplo.

En una clase de Música, se explica el compás de 4/4 diciendo que el numerador señala el número de pulsos, mientras que el denominador indica que la figura equivalente a un pulso es la negra. Datos.

Poniendo estos en contexto, sería de justicia desentrañar por qué un denominador 4 equivale a una negra. Para ello, habría que referirse a la pirámide de valores de las figuras musicales:

En el árbol de figuras, comprobamos que una redonda equivale a cuatro negras. Es decir, la negra es un cuarto de la redonda. Pues a eso mismo se refiere el indicador de compás. 4/4 significa que el ritmo es de cuatro pulsos de ¼ de redonda (esto es, de negra). Del mismo modo, un 4/8, significaría que el ritmo se distribuye en cuatro pulsos de 1/8 de redonda (es decir, de corchea). Con esta sencilla explicación, el denominador de compás deja de ser un número aparentemente arbitrario o caprichoso para responder a una lógica más compleja. De hecho, los anglosajones llaman a la negra quarter note; y a la corchea, eighth note, estableciendo, desde el mismo nombre, la relación de cada figura con la redonda.

Podríamos discutir si esto es ya un conocimiento o solo una información. En el plano teórico, se acercaría más a lo primero. Pero si quisiéramos aplicar de forma práctica dicho conocimiento, nos decantaríamos por una actividad en la que se materializara la abstracción numérica. Por ejemplo, escuchando o cantando una canción de los Beatles como A hard day´s night, en riguroso 4/4.

Descubrir esto apenas llevaría media hora de cualquier clase. Y claro que es posible encontrar en YT a quienes lo expliquen, pero, por lo general, no admiten preguntas y difícilmente se ponen a cantar contigo. Por otra parte, a ciertas edades no resulta sencillo saber cómo buscar lo que previamente ignoras.

Puestos a encontrar, lo más fácil es que el algoritmo te conduzca, con didáctico determinismo, a un vídeo de Ibai.

 

Te quiero verde

Cualquier observador externo podría deducir, con solo asomarse a la calle, que la mayoría de profesores aprueba la nueva ley educativa. Constataría el tránsito peatonal de un día cualquiera y, por fortuna, no advertiría rastro alguno de batucadas o tamborileos al uso. Es más: viendo cómo prolifera la demanda de cursillos y tutoriales, podría concluir que el propósito del didacta hispano no es tanto cuestionar la ley como aplicarla hasta el límite de sus fuerzas. Así pues, se iría por donde vino, admirado por la profesionalidad de un gremio que no duda en acatar cuantas órdenes procedan de las cabezas legislantes.

Claro que si nuestro observador hubiera abierto la ventana hace unos pocos años habría visto esa misma calle teñida de un verde mareante, chillón y bullanguero. Habría comprobado la cólera del maestro por la pública, un tipo indócil y comprometido que lucha contra los poderes fácticos de la casta neoliberal. En su informe, describiría a estos trabajadores como adalides del espíritu crítico, refractarios a cualquier signo de servidumbre voluntaria. Valerosos, independientes. Íntegros.

Lo que hacen unas siglas. De la LOMCE a la LOMLOE, basta el poder taumatúrgico de un par de letras para que los ánimos se aplaquen y se haga de nuevo el silencio claustral. Los sindicatos ya no convocan otra cosa que elecciones, y, si acaso, intentan hacer pasar por grandes conquistas lo que no son sino victorias pírricas. Las administraciones, entretanto, aprovechan para pasar el rodillo y laminar la poca dignidad que les queda a los docentes. Diríamos que asistimos a la derrota definitiva si no fuera porque la experiencia nos enseña que siempre se puede caer más bajo.

A la Ley Wert se le reprochaba el que, una vez más, se hubiese concebido a espaldas de la comunidad educativa. La LOMLOE no solo redunda en el mismo vicio, sino que cuenta con el baldón de haberse tramitado en mitad de una pandemia. Sin embargo, parece que en esta ocasión los políticos nos han leído el pensamiento y han urdido por nosotros la ley apetecida. Qué fortuna la nuestra. Poco importa que una burocracia omnipresente ocupe ahora el sitio que antes le correspondía a la humilde tarea de enseñar. O que la libertad de cátedra desaparezca por decreto. Esto, por lo que se ve, no nos quita el sueño tanto como para desplegar la pancarta y ponernos la camiseta.

De la LOMCE se dijo que era poco inclusiva y que las reválidas suponían un retroceso a tiempos dictatoriales. Así que, a juzgar por el asentimiento generalizado, la LOMLOE ha de ser el colmo de la inclusión y un sendero luminoso hacia el nirvana democrático. No es algo que deba sorprendernos. La nueva ley se ajusta como un guante al docente del siglo XXI, acostumbrado a interpretar la escuela no como un espacio para la instrucción pública, sino como un laboratorio de transformación social. Enseñar, además de una impudicia, se queda en poca cosa cuando uno puede participar de la utopía: solo por un servicio a causa tan noble se explica que llevemos tantos años asistiendo a la degradación imparable del oficio.

Así que, en efecto, con la cosmética que proporcionan unas siglas, seguimos dispuestos a tragar con todo. Continuaremos fingiendo que somos psicólogos, vigilantes jurados, expertos en trabajo social y riesgos laborales, conserjes a media jornada y hasta supervisores de letrinas. Lo que sea con tal de no revelar nuestro verdadero rostro, no vaya a ser que se nos tache de transmisores del conocimiento: bastante hemos tenido ya con una peste. Como mucho, podremos conservar el privilegio de lamentarnos por los pasillos, o en el descanso virtuoso del cafelito y la entera con jamón. Más pronto que tarde, vendrán otras siglas y otros políticos, y entonces será el momento de volver a sentir los colores y sudar la camiseta.

Verde esperanza, claro.

 

Un modelo para gobernarlos a todos

 

En el colegio donde estudié BUP había un profesor de Historia al que guardábamos un gran respeto. Era un hombre serio, de voz grave y timbrada, que se ayudaba de un bastón para caminar. Manejaba los silencios de tal modo que uno podía oír la circulación de su propia sangre helándose en las venas. Y su mirada: fija, penetrante. Implacable. Cuando Don Isaac entraba en un aula, los muchachos bulliciosos que éramos adoptábamos de forma inconsciente una efímera apariencia de adultos civilizados.

La consideración que le teníamos, sin embargo, no nacía solo del temor que pudiera infundir su porte severo. Había algo más. Don Isaac disertaba sin necesidad de apuntes, con un verbo diáfano y persuasivo. Ninguna idea, por compleja que fuese, escapaba a su esclarecimiento. En la medida en que un adolescente es capaz de admitirlo, podíamos reconocer en él las hechuras de un sabio. Por las tardes, después de la jornada escolar, dirigía un pequeño grupo de teatro formado por alumnos de los últimos cursos. Los valientes condiscípulos que pasaban las tardes con el gran hombre nos contaban que también reía y hasta se mostraba afable entre escena y escena de Bertolt Brecht.

Un año, para nuestra sorpresa, Don Isaac decidió abandonar la elocuencia y delegó en nosotros el trabajo de conocer la Historia. Solo ahora entiendo que alguien sensible a la obra de Brecht estaba condenado a escuchar los cantos de sirena de los Movimientos de Renovación Pedagógica, esa cohorte de misioneros laicos que nos trajo la LOGSE como un bálsamo de Fierabrás posmoderno e igualitario. Así que, durante ese curso, el profesor pasaría a convertirse en mero guía, y nosotros seríamos los encargados de construir nuestro propio conocimiento. Entonces no lo sabíamos, pero lo que íbamos a experimentar era una metodología innovadora que respondía al nombre de trabajo por proyectos.

  • Aún hoy, mis conocimientos de la Edad Moderna se resienten de aquel curso caótico al que nos abocaron las buenas intenciones pedagógicas de Don Isaac. Tuvimos que formar equipos de trabajo y repartirnos los diferentes apartados del itinerario que el profesor estipulaba, no ya con la perspicacia de su análisis, sino a partir de someros epígrafes. Las clases se desarrollaban en medio de una algarabía ingobernable, divididos los alumnos en grupos de seis. Por lo común, se empleaba más tiempo en reprochar la pereza de algunos compañeros que en desentrañar las consecuencias de la invención de la imprenta o las causas de la Reforma protestante. Como el estudio de la época se disgregaba en lo que pudiera aportar cada alumno, con mucha frecuencia nos faltaban claves para entender los procesos que conducían de un fenómeno a otro. Unas veces, completábamos el apartado político sin entender el sistema económico; otras, sucedía al contrario. Lo que construíamos era una enorme bola de nieve que se deslizaba por una pendiente de datos inconexos. De cuando en vez, Don Isaac se veía obligado a poner orden en aquella historia que habíamos pergeñado, tan parecida al cuento lleno de ruido y furia que se dice en Macbeth es la vida. Nosotros, claro, éramos los idiotas que lo relataban.

Más allá de la anécdota, el propósito del artículo no es cargar contra una metodología concreta: cada modelo de enseñanza puede encontrar su justificación en algún momento del aprendizaje. En un contexto que primaba el modelo de instrucción directa, Don Isaac apostó por otro que creyó más inspirador y eficiente. Y si perdió la apuesta, lo hizo en el ejercicio de su libertad de cátedra. Con la LOMLOE, la flamante y hermética ley educativa, esa libertad ha dejado de existir. Por primera vez, el legislador prescribe para todos los docentes, y con independencia de la materia, un modo obligatorio y estandarizado de impartir clase. La diversidad y el pensamiento crítico que se desean para los alumnos están vedados a quienes deben servirles de guía, lo cual supone una extraña paradoja. Poco importan los detalles de este método, al que han dado en llamar situaciones de aprendizaje y que no es sino un refrito de experiencias previas, muy arraigadas en la enseñanza primaria, que ahora se pretenden de aplicación universal. Ni siquiera es lo más grave que el nuevo procedimiento abunde en becerros dorados tan del gusto neopedagógico como la motivación, el constructivismo y los centros de interés. Lo peor de todo es que la aspiración del político sea la muy totalitaria de ceñir a todos el mismo corsé didáctico, y que aquí no pase nada. Los sindicatos callan, los profesores obedecen y las asociaciones de padres no saben o no quieren saber. Todo esto parece importar a muy pocos, a pesar de que se puedan estar demoliendo algunos principios constitucionales.

Hoy, en este escenario educativo donde tanta tolerancia se predica, Don Isaac ya no podría, aunque quisiera, hacernos el regalo de su prodigiosa oratoria.

El fantasma de Séneca y las tragaderas

Un fantasma recorre los claustros andaluces. A cualquier hora del día, se oyen en las salas de profesores sus lúgubres parlamentos de alma atrapada entre dos mundos, el penoso arrastrar de hierros y el roce del sudario sobre las cabezas atribuladas de los docentes. Se llama Séneca. Pero no es el filósofo y político romano oriundo de Corduba, sino la aplicación informática de gestión educativa que lleva su nombre. Me consta que su influencia se extiende a muchas otras comunidades españolas, lo que nos ilustra acerca de la ubicuidad del espectro. Lleva ya mucho tiempo entre nosotros, pero desde hace un par de cursos acapara toda la atención de quienes nos dedicamos a la cada vez más complicada tarea de dar clase.

Y no es que sea una mala herramienta administrativa, no. La interfaz es ahora más limpia, las funciones se han ampliado con el transcurso de los años y su implantación ha permitido que dejen de amarillear legajos en carpetas analógicas que nadie mira. Como toda creación humana, es su uso – y las intenciones que preceden a tal uso – lo que tiene a los profesores sumidos en una pesadilla tecnológica. La inmediatez que es propia de tales aplicaciones ha favorecido la multiplicación de tareas estrictamente burocráticas. Ya es una rareza sorprender a un profesor leyendo un libro, consultando un manual o preparando clases. Todos estamos conectados al fantasma en la máquina, que es cosa muy antigua y cartesiana. Con la peculiaridad de que el susodicho fantasma funciona como una conciencia externa que nos dispensa de cualesquiera decisiones morales para enfrascarnos en un tableteo automático y funcionarial. Dicho de forma (solo un poco) exagerada, y que así se entienda: el profesor ha recibido la orden de no pensar. Y ahora registra, ordena y clasifica.

Huyamos de la jeremiada y el rasgar de vestiduras. Como funcionarios, debemos llevar una contabilidad, lo más transparente posible, de nuestras acciones: nada que objetar a ello. El problema radica en que esa es la única dimensión valorada en nuestro oficio. Si un observador de otro planeta pasara unos días con un grupo de profesores, sin duda le sorprendería el hecho de que jamás hablaran de literatura, música o matemáticas, sino de oscuros atajos digitales con los que agilizar un trabajo que saben, en su mayor parte, inútil. Si los siguiera hasta sus casas, comprobaría cómo la tarea de compilar datos se extiende a su tiempo de ocio, abrumados a veces por plazos imposibles, jergas enigmáticas y leyes tan alambicadas como un atractor de Lorenz. Seguramente, regresaría a su planeta preguntándose cuándo demonios sacan tiempo para el estudio tan infortunados seres.

Los jóvenes tiktokean y nosotros, como corresponde a unos carrozas, senequeamos. Son dos formas complementarias de tener al personal dándole a la tecla. Si acaso, aquellos se divierten un poco más que sus tutores y acumulan subidones de dopamina con cada like. Séneca funciona más bien como sedante de las pulsiones contestatarias, porque mientras uno está perdido en el laberinto solo puede soñar con encontrar cuanto antes la salida. En este sentido, el nombre del programa resulta muy pertinente: se precisan toneladas de disciplina estoica para no sucumbir al desaliento.

Claro que, como ya hemos dicho, Séneca es solo el mensajero que nos martillea con la mala noticia. Y, hoy en día, las malas noticias son ley. Concretamente, una a la que han bautizado con nombre de monstruo lovecraftiano: LOMLOE. Si definimos al monstruo como una entidad extraña e inexplicable desde el punto de vista científico, la LOMLOE podría ser su plasmación más acabada. Para evitarles espantos, voy a enseñarles solo la colita:

Los descriptores operativos de las competencias clave constituyen, junto con los objetivos de la etapa, el marco referencial a partir del cual se concretan las competencias específicas de cada materia o ámbito. Esta vinculación entre descriptores operativos y competencias específicas propicia que de la evaluación de estas últimas pueda colegirse el grado de adquisición de las competencias clave definidas en el Perfil competencial y el Perfil de salida y, por tanto, la consecución de las competencias y objetivos previstos para cada etapa.

A esto nos enfrentamos. Otra neolengua indescifrable para la enésima ley educativa. Cuando ya nos habíamos acostumbrado al recio dialecto de la LOMCE, ahora debemos reproducir los tonos delicuescentes de su heredera, que oscilan entre la homilía laica y un manual de instrucciones checo. La LOMLOE, más allá de la grandilocuencia propagandística de su preámbulo, es el intento definitivo de cuadrar el círculo y primarizar para los restos la enseñanza secundaria. Es cierto que la palabra conocimiento se nos aparece aquí y allá, pero cuando lo hace la encontramos irreconocible, como si fuera otro espíritu extraviado en un mundo que le es ajeno: el mundo «gaseoso», como diría el profesor Alberto Royo, de las emociones, las competencias y la Agenda 2030.

A los profesores de instituto se nos está advirtiendo: hay que desterrar el examen como instrumento de evaluación, atender a los intereses particulares del alumno y a las contingencias de su contexto socioeconómico, adaptar los niveles de enseñanza hasta donde sea necesario con tal de que el muchacho (o la muchacha, no vaya a ser) apruebe. Tenemos que emular a los colegios y renunciar a la especialización y al concepto de asignatura. El mismo libro de texto que a bombo y platillo subvencionan las comunidades se convierte en un artículo abyecto si el profesor lo adopta como herramienta de trabajo. De la instrucción general hemos pasado, en pocos años, a la seducción espectacular y la experiencia personalizada. Y es que se nos pide, sin llegar a verbalizarlo, que tratemos a los estudiantes como si fueran consumidores. Por eso es preciso desterrar de la ley educativa todo atisbo de razón: para que, como corresponde a cualquier cliente merecedor de tal nombre, aquella sea patrimonio exclusivo del alumno. Incluso se nos sugiere que la violencia desplegada contra nosotros obedece a deficiencias didácticas que deberíamos subsanar. El profesor es sospechoso hasta que se demuestre lo contrario. Y esa demostración solo se concreta cuando el porcentaje de aprobados resulta del gusto de las administraciones.

Quizá comparado con la guerra, la inflación y tantas amenazas pandémicas, climáticas y nucleares, el fantasma de este artículo le produzca al lector más risa que miedo. No se lo reprocho: yo mismo me río por no llorar. Además, siempre es posible escapar del sistema y hacer lo que hacen nuestros ministros: matricular a la prole en el Liceo Francés. Habrá que rascarse el bolsillo, pero seguro que allí aún aprecian el valor de despejar incógnitas.

Hablando de incógnitas, permanece en el aire una duda, entre existencial y matemática: ¿conocen algún límite las tragaderas de los profesores?

Una profesión de riesgo

(Sobre la actuación de la Inspección educativa en relación al caso del IES Burguillos)

Noticias en prensa:

  1. Agresión al profesor
  2. Respuesta de Delegación
  3. Agresión en el IES Azahar

Cuando un profesor es objeto de una agresión, tiene la posibilidad de exceder los límites de la administración educativa y poner una denuncia: este es el procedimiento habitual si de por medio hay un parte de lesiones.  Sin embargo, hay veces en que el agredido, por no haberse ocasionado quebranto físico, renuncia a los trámites policiales y se confía a los protocolos establecidos por la normativa escolar.

No entraremos a juzgar aquí si la actuación del profesor es más o menos afortunada desde el punto de vista jurídico. Hay ocasiones en que la víctima prefiere no añadir más leña al fuego, o considera que la sanción máxima prevista por las autoridades educativas es una medida lo bastante justa como para contentar a todos. Esa sanción supone la expulsión cautelar por un mes y el inmediato cambio de centro. No olvidemos que esos docentes han podido compartir muchas horas de aula con sus agresores, y que, en algunos casos, la valoración de las circunstancias personales del alumno atenúan la indignación que pueden sentir por haber sido atacados. Desde julio de 2021, cualquier amenaza, coacción o agresión física hacia un profesor se considera atentado contra una autoridad pública, lo que dice mucho acerca de la generosidad mostrada por el docente que no emprende acciones por la vía judicial.

En el caso del IES Burguillos, el profesor agredido confió en sus superiores: la Dirección del Instituto y el Servicio de Inspección. Hasta donde se sabe, los primeros cumplieron con su deber, mientras que los segundos faltaron a él clamorosamente. A MR, empujado y zarandeado en mitad de clase por un conflictivo y reincidente alumno de 15 años, le bastaba con saber que el muchacho no volvería a pisar su aula. Por supuesto, no sucedió así: el alumno volvió al cabo del mes de suspensión cautelar y permaneció escolarizado en el centro otros dos meses, justo hasta dos horas después de que los medios recogieran la noticia. En ese tiempo, el muchacho tuvo ocasión de provocar nuevos incidentes, jactarse ante el profesor de la inmunidad conseguida y ser expulsado un par de veces más.

En sí misma, esta situación ya es lo bastante grave. Demuestra un mal funcionamiento de la máquina administrativa, que permite dejar en un limbo legal, ¡durante un trimestre!, a un alumno al que se le ha tramitado un expediente de cambio de centro. Tal lentitud no solo perjudica la normal convivencia en el instituto, sino que menoscaba el derecho del estudiante a seguir con su formación académica en los plazos estipulados por ley.

Sin embargo, el aspecto más sorprendente de la actuación inspectora radica en el trato recibido por el profesor de Matemáticas. Si la demora en el traslado del alumno se puede explicar, mal que bien, por el esclerotizado mecanismo del gigante burocrático, más difícil resulta entender las razones que llevan a nuestra inspectora asignada a invertir la carga de la prueba y poner en entredicho la metodología del profesor MR. La Delegada de Educación puede repetir tantas veces como quiera que no existe una relación de causa y efecto entre la agresión y la fiscalización pedagógica del agredido. La realidad es bien distinta, y el plan de intervención impuesto a MR, profesor de Ciencias Aplicadas I en Formación Profesional Básica, no se fundamenta en reclamaciones previas del alumnado, ni tan siquiera en unos bajos resultados académicos, habida cuenta de que, en el momento de la intervención, ni siquiera se habían convocado las sesiones de evaluación del primer trimestre.

Muy al contrario, era sabido por todos que el clima de convivencia en 1º de FPB era, desde el inicio de curso, insostenible. De hecho, en ese primer trimestre se produjeron 16 expulsiones del centro solamente en esa clase, concentradas en 7 alumnos. Si a alguien aún le parecen pocos, suponen más del 50% del total de estudiantes en 1º de FPB. Algunas de estas faltas disciplinarias incluían amenazas, injurias y coacciones, siendo los destinatarios de tanto cariño profesores distintos de MR. Estos datos refutan los argumentos de la Administración, que, de forma artera, quieren dejan entrever algún tipo de carencia didáctica en el desempeño laboral de MR.

Lo escandaloso de este asunto es que un profesor sea golpeado y que desde la inspección no solo se omita el protocolo de asistencia psicológica y jurídica a que obliga la ley, sino que además se convierta a la víctima, por arte de birlibirloque, en presunto culpable. El claustro del IES Burguillos ha reaccionado a esta actuación con la dignidad debida, firmando de forma unánime un escrito de protesta dirigido al Servicio de Inspección. No hemos recibido más argumentos que esa desfachatada respuesta pública recogida por la prensa en boca de la Delegada. Nuestro objetivo como profesionales de la enseñanza es alertar a la opinión pública de estas medidas correctoras, cuya consecuencia fatal es la de responsabilizar al profesor de la violencia ejercida por los alumnos sobre su persona. Baste imaginar que se justificase la paliza a un médico por no emitir un diagnóstico del agrado del paciente, o que las injurias a un magistrado se disculparan por la sencilla razón de que el fallo no nos fue favorable.

Una actuación de este tipo no puede servir de precedente. Frente a la violencia, la Administración debe responder sin vacilaciones. Y no solo cuando, como en el caso del IES Azahar, la noticia llega a los medios de comunicación y a la profesora implicada ya le han partido el labio, sino en todos los casos en que se atente contra un servidor público. Solo si se atajan de raíz estos estallidos de violencia, y solo si el trabajador percibe el amparo de sus superiores, se podrá restablecer la normalidad en aquellos centros donde la enseñanza se ha convertido, por desgracia, en una profesión de riesgo.

Nacho Camino, profesor de Música del IES Burguillos desde 2004 hasta la fecha.

P.D.: desde aquí, queremos dar gracias a todos aquellos que, en las redes sociales, han mostrado su apoyo al profesor afectado y al claustro del IES Burguillos.

 

Profesores con capirote (o de cómo la administración pública aplasta a sus empleados)

 

(El texto que se transcribe más abajo es parte de un correo que me envía un profesor anónimo. Para quienes sean profanos en la materia, FPB son las siglas de Formación Profesional Básica, algo así como el último reducto de aquellos estudiantes que no tendrían perspectivas de futuro de perseverar por la vía académica. Por desgracia, también es el cajón de sastre donde acaban los alumnos con graves problemas de disciplina. )

 

Estimado Individuo:

Sé que hace tiempo que no publica y que, acaso, las razones que me llevan a ponerme en contacto con usted no constituyan un estímulo suficiente para retomar la escritura. Hasta es posible que esté hablando solo, como quien le pide a un pozo vacío que le conceda un deseo. No importa. A la aridez de los soliloquios nos tiene acostumbrados el silencio administrativo, y, con usted, al menos, conservo una mínima esperanza de que todavía exista.

Quiero contarle algo que le está sucediendo a X, un compañero de trabajo. Digamos que X y yo ejercemos el oficio en el Instituto Usher. El pseudónimo no obedece a capricho, sino a que las muchas grietas de sus paredes amenazan caída. Hace un par de meses, un alumno de FPB (al que llamaremos Z) insultó, golpeó y zarandeó a mi compañero en el transcurso de una clase. Z, un mozallón de quince años largos, tenía ya un prolijo historial disciplinario y ninguna inclinación hacia el estudio. La agresión, como es lógico, se consideró falta grave, tanto como para merecer la sanción máxima: un mes de expulsión y el subsiguiente cambio de centro. Se realizó la instrucción prevista para estos casos y se comunicó el fallo a los tutores legales, quienes se mostraron de acuerdo con el veredicto. Mi compañero, hombre bondadoso y cercano a la jubilación, lo dio por bueno y se abstuvo de poner una denuncia en el juzgado. Para qué, pensó.

Hasta aquí, nada que no suceda con más frecuencia de la debida en muchos institutos españoles. Sin embargo, cuatro semanas después (es decir, cuando el chicarrón ya había cumplido su mes de asueto) Z volvió a la clase del profesor agredido. X, como es lógico, lo recibió con tanta resignación como sorpresa. ¿Qué hacía allí el muchacho, si la decisión última había sido el cambio definitivo de instituto? Tras exigir las necesarias explicaciones, la directora del IES Usher le dijo a X que se pondría en contacto con la inspectora para preguntar qué había pasado. Y lo que pasó, al parecer, es que la inspectora había olvidado firmar algún documento imprescindible para el traslado de expediente. Es decir, una negligencia fácilmente reparable.

Pues bien, más tarde que temprano, la inspectora se presentó en el instituto. ¿Quizá para interesarse por el estado del profesor? No. El motivo de su visita era muy distinto. La inspectora entró en la clase de X para supervisar su interacción con los alumnos, su metodología y hasta la idoneidad de su programación didáctica. Por supuesto, el vigoroso e impulsivo Z seguía allí, sin duda moralmente reforzado al ver que quien era objeto de escrutinio era el adulto agredido y no el adolescente agresor.

Una vez que el claustro supo de estos pormenores, se aprobó por mayoría abrumadora la redacción de un escrito dirigido a la inspección educativa. Le transcribo alguno de los párrafos:

[Suponemos que es fácil detectar] la nula correspondencia que se establece entre los hechos y la actuación inspectora. Un profesor es agredido en clase y, como medida de supervisión, se decide examinar la calidad de su desempeño educativo. Es decir, ante una flagrante vulneración de sus derechos laborales, la respuesta consiste en poner en duda su capacidad pedagógica. ¿Acaso pretende corregirse una grave falta disciplinaria con disquisiciones académicas? ¿Desde cuándo una competencia clave o una adaptación curricular sirven de escudo para detener los golpes? Imaginemos, subiendo unos peldaños en la pirámide jerárquica, que el agresor fuera un docente y el agredido un director de instituto. O un inspector. Nadie en su sano juicio esperaría que quien ha sido objeto de violencia fuera, finalmente, el sujeto investigado. Las palomas disparando a las escopetas, o, dicho en jerga jurídica, una escandalosa inversión de la carga de la prueba.

Igualmente escandaloso resulta que dicha actuación se haya llevado a cabo más de un mes después de haberse producido los hechos. ¿Qué dice al respecto el Protocolo en caso de agresión al profesorado? Pues que la inspección educativa, una vez le es comunicado el incidente, debe personarse en el centro o, al menos, ponerse en contacto telefónico con el docente agredido. Además, ha de ofrecerle asistencia jurídica y psicológica y trasladar un informe a la Delegación Provincial de Educación. ¿Se ha hecho alguna de estas cosas? Ninguna de la que tengamos conocimiento. Y ello a pesar de que, como consta en la página 15 del informe elaborado por el centro, la información fue trasladada a nuestra inspectora de referencia el 4 de noviembre, apenas un día después del suceso. Durante más de un mes, el silencio fue toda la respuesta que obtuvo el profesor X por parte de quien estaba obligada a prestarle auxilio. Transcurrido ese periodo de tiempo, la inspectora se presentó finalmente a nuestro compañero; no para mostrarle su apoyo y brindarle ayuda, sino para exigirle pruebas que determinaran su competencia profesional.

¿Qué reconocimiento podemos esperar de una administración que nos condena a semejante estado de abandono? ¿Cómo es posible que la violencia pueda justificarse por la aplicación más o menos rigurosa de unos criterios de evaluación o, en general, por el desarrollo de una u otra metodología? ¿Es esta la clase de «apoyo permanente» que recoge la ley? De ningún modo puede permitirse que una actuación de esta naturaleza (arbitraria, inoportuna y, sobre todo, falta de tacto) sirva de precedente.

El profesor X podrá aportar datos que ilustren de forma prolija el disparate. Pero nosotros, al menos, debemos constatar una certeza: recibir golpes e injurias no es más bochornoso que verse obligado, aún con el susto en el cuerpo, a demostrar la propia inocencia.

Al regreso de las vacaciones navideñas, aún no hemos recibido una respuesta formal al escrito, pero sí hemos sabido, con sorpresa, que a nuestro compañero se le va a someter a un Plan de Intervención. Y, según consta en dicho plan, es ahora el equipo directivo quien asume la iniciativa de fiscalizar la labor pedagógica de X. Entre otras cosas, se obliga al profesor a una reunión semanal con la orientadora y la dirección del centro, para «evaluar el desarrollo de las clases y tratar la planificación semanal que el profesor tenga prevista». Esto supone recordarle, de forma humillante, los objetivos de su propia asignatura al tiempo que se le sugieren nuevas sendas metodológicas. Por si esto fuera poco, el escrito arbitra la necesidad de «escuchar el sentir del alumnado» y recoger el testimonio de los, así llamados, «alumnos radares». En ningún caso se vela por el bienestar del trabajador, que queda a merced de la efebolatría oficial.

No hace falta que insista en la gravedad de los hechos. Usted ha referido sucesos similares en otras ocasiones, aunque quizá el paso del tiempo nos esté brindando la pintura grotesca de lo que antes era solamente un esbozo. A día de hoy, sucede en España que un profesor cualquiera puede ser objeto de vejaciones e, inmediatamente, pasar a engrosar la nómina de los sospechosos y los inadaptados. A día de hoy, sucede en España que los adultos a los que se les confía la instrucción de los jóvenes no son merecedores siquiera de la presunción de inocencia, incluso cuando todas las pruebas y testimonios demuestran que ellos han sido las víctimas. A día de hoy, sucede en España que ciertos miembros de la inspección educativa tratan a sus empleados como súbditos y a los alumnos como clientes. A día de hoy, sucede en España que los equipos directivos están renunciando a cualquier facultad autónoma de juicio para plegarse a los dictados de unas normativas delirantes y populistas. A día de hoy, en España, si te pegan tienes que pedir perdón y encasquetarte el capirote cónico confeccionado por los nuevos inquisidores.

Podría extenderme mucho más y compartir con usted detalles que le helarían la sangre, pero prefiero, por ahora, ser discreto. Si tiene curiosidad por el caso, ya sabe dónde localizarme.

Hasta donde haya que llegar, llegaremos.

Atentamente,

B.

 

Vacas de dos cabezas

vaca

Siendo un escándalo, la noticia no es que la Delegación conceda el título de ESO a un alumno con cinco asignaturas suspensas. Tal cosa no es sino el último extravío de un sistema que tiene la aberración como norma. Así, el estupefaciente dictamen de los burócratas educativos podría compartir página con la vaca de dos cabezas o las caras de Bélmez: un suceso que pone a prueba nuestra capacidad de admitir lo inverosímil. La noticia, en realidad, es que a los técnicos junteros les bastó con dar el aprobado a dos asignaturas (Lengua e Inglés) para ceñirse a los requisitos que la obtención de dicho título exige. Dicho en corto: en España, con tres asignaturas suspensas se consigue el Graduado Escolar.

Excepcionalmente, dice la ley. Pero ya se sabe que, en determinadas condiciones, la excepción se convierte en norma. Y, a día de hoy, en muchos institutos se aplica la interpretación más políticamente correcta, por laxa. La salvedad que se contempla para casos especiales acaba extendiéndose a cualquier otro, de manera que, al final, a nadie le sorprende encontrarse por los pasillos con un hato de rumiantes bicéfalos. El alumno en cuestión, además de las dos disciplinas señaladas, también se había dejado por el camino la Biología, la Física y las Ciencias Sociales. Paparruchas. Para la Delegación, esas tres materias suspensas «no impiden la titulación ni menoscaban la formación académica y las competencias necesarias que permitirán al alumno reclamante afrontar una brillante carrera en cualquiera de los objetivos académicos o laborales que se proponga». Como ven, el absurdo es una debilidad de los garantes de la ley. Lógico, puesto que la ley misma se funda en el absurdo. Un estudiante que ha demostrado su incompetencia tanto en la rama humanística como en la científica es, sin embargo, competente para afrontar cualquier reto intelectual que se proponga. Y de manera “brillante”, no vayan a creer. Cuesta imaginar a qué aspirarán los muchachos que aprueban todo en junio, aunque parece probable que el MIT y la NASA estén rondándolos con irresistibles cantos de sirena.

Esto es, simple y llanamente, un fraude. Una gran estafa cuyo motor empezó siendo la mediocridad y a la que ahora sustituye, ufana como acostumbra, la ignorancia. La lección que enseñan nuestros políticos es parecida a la de esos padres que les compran una moto a sus hijos por aprobar el recreo y las excursiones a la Feria del Caballo: no te premiamos por tu valía, ni siquiera por tu esfuerzo. Lo hacemos para que seas feliz. Y nos quieras. Y nos votes. Guapo.

Los profesores asisten al espectáculo con su habitual cautela, ese estupor de los bóvidos simplemente unicéfalos. Rumian su desazón como el que traga sapos, aunque a veces interpongan denuncias y salgan en los periódicos. El complejo de culpa, el hostigamiento más o menos sutil de la inspección, el miedo a verse en la picota de las reclamaciones: muchos son los motivos por las que este gremio aún no ha dado el paso al frente que se precisa para combatir un engaño de semejante calibre. Sin embargo, ejemplos como el del IES Los Álamos hacen pensar que el tiempo de silencio ha terminado, y que el futuro de la enseñanza dependerá, en buena medida, de la resistencia que los profesores ofrezcan a esta infatigable persecución del mérito.

Por fortuna, los padres de Bormujos se han alineado con el claustro frente a la imposición administrativa. Ellos tampoco creen que pueda conseguirse en un despacho lo que no se alcanzó en las aulas, ni que un “defecto de forma” – consecuencia, las más de las veces, de una legislación laberíntica e incomprensible – consiga invalidar la “autoridad magistral y académica” que esa misma ley confiere a los profesores. Como nosotros, no conciben que la estadística y el interés político se antepongan al justo reconocimiento de la valía.

La pregunta es:

–          ¿Habrá alguien en Torretriana capaz de entender esta demanda?

–          Mu.

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ESCRITO DE QUEJA DEL CLAUSTRO DEL IES “LOS ÁLAMOS” POR LA TITULACIÓN EN SECUNDARIA DE UN ALUMNO QUE TENÍA CINCO ASIGNATURAS SUSPENSAS
El claustro de profesores del IES Los Álamos de Bormujos (Sevilla) quiere manifestar su malestar por la resolución del expediente de reclamación 170/2012 que desde la Delegación Provincial de la Consejería de Educación se ha dictado y en la que se aprueban al reclamante las asignaturas de Lengua castellana y Literatura e Inglés (de las cinco que tenía suspensas). Los principales motivos de nuestra queja se fundamentan en que:
• De dicha resolución se desprende que la atención al alumno y su proceso evaluador han sido deficientes, como reclaman sus progenitores; sin embargo, no se tienen en cuenta las aportaciones por parte de la tutora y del equipo educativo sobre la negligencia de los padres que, tras recibir las calificaciones de su hijo con resultados poco alentadores en las dos primeras evaluaciones, no mostraron la preocupación que el hecho requería.
• Quienes han visto y entendido la reclamación se permiten no solo hacer observaciones que ponen en duda la profesionalidad de los docentes, sino afirmar que las copias de los exámenes de Inglés remitidas como documentación han sido manipuladas, lo que supone -aparte de un acto de difamación- imputar un delito a las profesoras de dicha asignatura.
• La argumentación sobre el inadecuado proceso de evaluación según la normativa vigente no se sostiene por las siguientes razones:
1. Los fundamentos para aprobar al demandante en Inglés y mantener el suspenso en Biología y Geología son básicamente los mismos.
2. Nuestro centro vivió el pasado curso 2011-12 un proceso de actuación prioritaria por parte de la inspección educativa y -salvo recomendaciones para la paulatina homogeneización de criterios e instrumentos de evaluación- no se requirió la supresión o corrección de los criterios de evaluación y calificación de las programaciones de los distintos departamentos didácticos.
3. Se insiste en la necesidad de priorizar la observación diaria del alumno para su evaluación y, cuando se analizan los cuadernos de clase de los profesores, se consideran inválidas las anotaciones referidas a la actitud y competencias mostradas por el alumno. Ahora bien, nunca se propone desde tan estrictos y pedagógicos estamentos de la administración educativa un método fiable y entendible para todo el mundo, docentes o no, cuya validez cuantitativa y cualitativa esté fuera de toda duda.
4. Carece de criterio y razonado fundamento calificar al alumno en las materias aprobadas (Lengua e Inglés) con un 5, ¿por qué no un 6 o un 7? ¿Es que los errores detectados en el desarrollo de la labor docente solo suman la cantidad necesaria para aprobar? Parece inferirse además que, cuando se solicita revisión del examen a un departamento, solo se puede corregir al alza, no a la baja.
5. En ningún caso se dan orientaciones o recomendaciones para que, en futuros casos similares, el proceso evaluador sea el correcto y no se corra el riesgo de que cualquier defecto de forma, por mínimo que este sea, prevalezca por encima de la actividad docente -llevada a cabo en contacto diario con los alumnos- y de los méritos contraídos por estos.
• No se entiende, ni es de recibo, que quien tarda más de tres meses para resolver una reclamación cuando el plazo estipulado es de quince (15) días, califique la actividad de otros compañeros de poco profesional.
• La parcialidad con que se contemplan derechos y deberes -a qué se está obligado según se sea padre o profesor- raya en la prevaricación.
• Sin menoscabo del derecho que todo ciudadano tiene a reclamar cuando cree que puede y debe hacerlo ante la administración educativa, no debe perderse de vista que la labor docente no es un mero ejercicio burocrático, sino una labor encaminada a contribuir en la formación de individuos competentes para la sociedad. Más aún, cuando se enseña a los alumnos que, tanto para adquirir las oportunas competencias como para lograr cualquier meta en la vida, el camino debe ser el del esfuerzo, el trabajo y la aplicación.
• Nos parece un ejercicio de fariseísmo que desde los distintos estamentos de la administración educativa y desde la misma sociedad se clame por la honorabilidad, el respeto y el prestigio de la labor docente, así como por la autoridad del profesorado y que, llegado el caso, todos estos valores se desprecien y ninguneen.
Bormujos, 11 de febrero de 2013
El Claustro de Profesores del IES Los Álamos

P.S.: Antes de remitir este escrito a la Delegación Provincial de Educación, se ha recibido una nueva resolución con fecha 12 de febrero de 2013 que, ante la reclamación interpuesta por la madre del alumno motivada por la no titulación de su hijo, decide otorgarle al alumno reclamante el titulo de Graduado en Secundaria. Por tanto, desde la administración educativa se considera que las tres materias que no se le aprobaron en reclamaciones anteriores (Biología y Geología, Ciencias Sociales y Física y Química) no impiden la titulación ni menoscaban la formación académica y las competencias necesarias que permitirán al alumno reclamante afrontar una brillante carrera en cualquiera de los objetivos académicos o laborales que se proponga.

Habrá que esperar a que te mueras

Telefónica y sus cositas

Por lo común, se tiende a pensar que el político al mando es el peor enemigo de la enseñanza. Que exista semejante prevención no es algo que pueda sorprender a nadie, teniendo en cuenta el modo, sectario y partidista, en que los sucesivos gobiernos han hecho uso de la escuela. Sin embargo, en el cotarro educativo abunda una figura incluso más perniciosa, aquella que suministra a los gobernantes la carnaza doctrinal para sus leyes. Hablamos, claro está, del experto pedagógico.

Se trata de una especie que abunda en nuestro país, donde el grado de tolerancia al disparate es tan alto como inveterada la costumbre de opinar, precisamente, de lo que no se sabe. Así, no es infrecuente la convocatoria de superferolíticas jornadas y no poco rimbombantes congresos en los que esta inagotable estirpe de apparatchiks diagnostica los males de escuela a mayor gloria de sus patrocinadores. El procedimiento a seguir en tales eventos se resume en una sola frase: no invitar jamás a un profesor en activo. Cosa rara, en verdad, prescribir milagrosas recetas cuando apenas se ha tenido contacto con el paciente. Uno diría que esto sólo ocurre en las ficciones televisivas, pero en España sucede a diario sin que nadie ponga el grito en el cielo.

La Consejería de Educación andaluza también disfruta, claro está, de sus particulares vehículos de propaganda. Uno de ellos es el periódico Escuela, financiado por el contribuyente al módico precio de 300.000 euros anuales. En sus páginas, la vieja ortodoxia logsiana se recalienta una y otra vez, echando mano de sus ingredientes favoritos: inclusión, igualdad, motivación, transversalidad. Y, por supuesto, formación.

Sobre este último particular versa uno de los últimos reportajes  publicados en este curioso Granma docente: Cuando la vocación sí importa. El texto informa de un Encuentro Internacional sobre Educación auspiciado por la Fundación Telefónica. Los ponentes son una Orientadora, una Doctora en Filosofía y un Catedrático de Sociología. A pesar de sus cargos, todos saben perfectamente lo que acontece en las aulas de Primaria y Secundaria. Es natural: son expertos.

Expertos en falacias, se entiende. La filósofa se adscribe a la corriente maniquea para decir, en un alarde de profundidad analítica, que los maestros de Primaria “son mucho mejores” que los profesores de Secundaria. Sobre estos, afirma que “saben mucho de su materia, pero poco de cómo enseñarla”. Cabría preguntar a la Doctora si por ventura le parece más conveniente lo contrario, esto es: saber poco de una materia, pero mucho de cómo enseñarla. De hecho, habría que preguntarle si tal cosa le parece posible. Llevadas hasta sus últimas consecuencias, conclusiones de este tenor acabarían por impedir el paso de Stephen Hawking a una clase de Conocimiento del Medio, al carecer el eminente físico del imprescindible salvoconducto pedagógico.

El Catedrático va más allá cuando sostiene que “los profesores llegan a las aulas de rebote y se nota”. Uno juraría que, hasta el momento de pisar un aula, los profesores han tenido tiempo suficiente para madurar sus decisiones, empezando por los años que se precisan para aprobar una oposición, los cursos de adaptación pedagógica y el año en prácticas previo a formalizar su condición de funcionario. Para el sociólogo, en cambio, se trata de una cuestión inercial, pura fatalidad cósmica.

La filósofa tercia para incurrir en su segunda falacia del día. “Ni las oposiciones ni la Inspección sirven para hacer una selección”. ¿Por qué?, se preguntará quien esté leyendo estas líneas. ¿Acaso porque las pruebas son de un paupérrimo nivel? ¿Quizá es que, como en la endogámica Universidad española, se confeccionan a la medida de un opositor concreto? ¿O sucede, tal vez, que los inspectores colocan “digitalmente” a quienes les viene en gana? Nada de eso. El problema es que, en ningún caso, “está garantizada la vocación de los aspirantes”. Así, el único criterio válido se reduce a algo tan científico como una prueba de fe, vaya por Dios. La Doctora, como era de esperar, exime de esta duda a los maestros de Primaria, pues, según reza el dogma, todo estudiante de Magisterio es un ente puro que ha oído la llamada. El profesor de Instituto, en cambio, es un descreído que, ante la imposibilidad de satisfacer sus ambiciones profesionales, se ha dado de bruces con un aula de la ESO. La filósofa, como mejor explicación, aduce que el maestro empieza a “construir su identidad” como docente a los dieciocho años. “Sin embargo”, continúa, “el profesor de instituto estudia una carrera distinta a la de Magisterio y la identidad profesional no le viene, sino que le sobreviene en muchos casos ante la imposibilidad de dedicarse a lo que quiere”.  Argumentos de una finura dizque exquisita, y que, como siempre, excluyen las interpretaciones a contrario. Por ejemplo: que a los dieciocho años lo que se toma por vocación pueda no ser más que una pasión efímera. O que los veinticinco años del profesor en ciernes reporten una madurez y una formación adecuadas para encarar el ejercicio de la enseñanza. Tampoco se le ocurre pensar que el desencanto de muchos docentes pueda venir por la falta de estímulos laborales o por el estado calamitoso en el que ciertos axiomas de imposible demostración han dejado el patio educativo. En realidad, su escaso nivel dialéctico es sólo comparable a su falta de empatía. Preguntada acerca de qué pueda hacerse con un mal profesor, esta luminaria responde: “Esperar a que se jubile o directamente a que se muera”. Sin comentarios.

El sociólogo, por su parte, ofrece una solución no tan fúnebre: despedir al profesor que no se adapte al “modelo cambiante”. Aquí aparece el tópico de la sociedad vertiginosa y la adaptación al medio, asunto recurrente en la cháchara de los expertos. La escuela debe asumir, de forma acrítica, lo que dictan las pautas sociales del momento, sin tan siquiera discriminar lo que tiene de valioso para la enseñanza y lo que no es más que una moda pasajera. De esta forma, se despoja a la escuela de una de sus funciones primordiales, como es la de instalar el espíritu crítico y la reflexión pausada entre sus miembros, la de ser un espacio a salvo de las contingencias del “aquí y ahora”. Por el contrario, los gurús pedagógicos abogan por una velocidad punta que se parece mucho a la que alcanzan ciertas pulsiones consumistas.

Toda esta inquina hacia la figura del profesor tiene una fácil explicación. El profesor de Instituto es depositario de un conocimiento concreto. A este conocimiento, en ocasiones exhaustivo (también hay doctores entre ellos), se añade la experiencia acumulada en las aulas, hora a hora. Día a día. En condiciones que un Doctor de la Complutense no estaría dispuesto a soportar ni cinco minutos. Son, en suma, auténticos expertos. Así que es lógico que en estos chiringuitos que organizan Fundaciones y Consejerías se evite, escrupulosamente, su presencia. Su testimonio difícilmente habría de plegarse al de quienes, sin haber catado la ESO,  saben mucho de cómo enseñar… nada.

Dramatis personae:

La Orientadora: Ana Cobos (IES Miguel Romero Esteo, Málaga).

La Filósofa: Maite Larrauri (Universidad de Valencia).

El Sociólogo: Mariano Fernández Enguita (Universidad Complutense de Madrid).

Servicios Públicos

Hace tiempo que no me pregunto quién solucionará el problema de la enseñanza española, sino si hay alguien con la voluntad de intentarlo. Pasan los años, pasan las leyes, y nada progresa, excepto la magnitud entrópica del absurdo. Como los personajes de Beckett, algunos profesores esperamos a Godot aunque seamos conscientes de que Godot no existe. Lo que ocupa su lugar es un montón de siglas – legislativas, sindicales, metodológicas – que sustituyen y dan extravagantes nombres al vacío.

A pesar de todo, seguimos escribiendo el informe de los daños, como si a través de la inspección forense pudiéramos dar cuenta de lo que será el futuro. No podemos. Pero, como diría Vladimir, ¿quién sabe?

A día de hoy, así están las cosas:

1. Asistimos a los últimos coletazos de unas leyes progresistas cuyo principal bagaje consiste en haber fulminado cualquier asomo de meritocracia. Sin embargo, el borrador de la nueva ley, la de quienes aducían el mérito como condición necesaria, parece apuntar a la continuidad del orden establecido. Mucho nos tememos que los cambios nominales prevalecerán sobre los sustanciales.

2. Las condiciones de trabajo de los profesores empeoran, es un hecho. Pero ya eran malas desde que el sistema convirtió los Institutos de Enseñanza Media en fantásticas guarderías pseudocarcelarias. Las responsabilidades asumidas por los docentes comenzaron a traspasar los límites de lo que razonablemente podía exigírseles. Como ejemplo, transcribo el texto que PIENSA estampó en unas célebres camisetas, mucho antes de que el personal descubriera las arrobas y el color verde doncella:

… vigilo pasillos, catalogo libros, soy enfermero, carcelero, consejero familiar, policía de recreos, relleno documentos oficiales de mis alumnos, reparo los equipos informáticos, acarreo mapas, vigilo las puertas del centro, soy bibliotecario, profesor sustituto en guardias, orientador laboral, acarreo equipos de sonido, detecto fumadores, cumplimento informes que detallan todo lo que hago, asisto a reuniones diarias, soy motivador, y ejecuto cualquier otra tarea que el director quiera encomendarme…

Sobre este encadenamiento de faenas destacaba, en letras rojas, una pregunta: ¿Y cuándo enseño?

En efecto, el espíritu antimeritocrático e igualitarista de la LOGSE consiguió que la de enseñar se convirtiera en una labor subsidiaria de la verdaderamente importante: cuidar niños. Lo peor de todo es que los profesores acabaron por aceptar este rol de canguros altamente cualificados. Y hemos llegado al punto de que a nadie le sorprende ver a un Doctor en Filosofía abriendo los retretes y custodiando la entrada con resignación estoica. Sólo falta el cestillo de mimbre y la monedita arrojada con insuperable desdén adolescente. Cabe suponer que esta es la contribución que se espera de nosotros a los servicios públicos.

Lo más irónico es que esta prohibición de laureles, peanas y tarimas, esta chabacana impugnación de la auctoritas, no ha traído consigo la igualdad prometida, sino el oscuro reverso de la marginación social: titulaciones inservibles, un 50% de paro juvenil y un tartufismo desvergonzado. El anteproyecto de Wert, con sus muchísimos defectos, sólo puede ser acusado de “segregacionista” si se es un perfecto ingenuo o un cínico de diamantina pureza. Nada más excluyente que el sistema logsiano. En primer lugar, porque con su generalizado descenso de niveles ha contribuido a que la escuela deje de ser el ascensor social de los más desfavorecidos. En segundo lugar, porque en su seno se han cometido todo tipo de arbitrariedades, al calor de una impostada equidad redistributiva. ¿Hay algo más segregador que los Centros de Atención Preferente, a cuyas instalaciones se derivan los alumnos conflictivos que nadie quiere? ¿Hay algo más injusto que confinar en un solo centro a estudiantes cuyo rasgo compartido es el de no mostrar ningún interés por el estudio? ¿Hay algo más escandaloso que condenar a un grupo de profesores a una vida profesional de escarnios, amenazas y coacciones? Y qué decir del bilingüismo… ¿No se da en tales programas una artificial separación de alumnos en función de su rendimiento, tanto más adulterada cuanto que el pretendido bilingüe lo es sólo sobre el papel y casi nunca en la praxis? ¿Qué son los grupos de diversificación, sino una forma velada de señalar al pelotón de los torpes?

3. Pese a las evidencias, los sindicatos mayoritarios y otros grupos de presión querrán hacernos creer que hasta ahora habitábamos el paraíso igualitario. Nada puede conseguirse al rebufo de estas organizaciones, cuyo principal objetivo es defender sus propios intereses. Empezando por las subvenciones que, aun en época de crisis, siguen manando para sufragar cursos y proyectos cuya rendición de cuentas jamás se verifica. A la mayoría de sindicatos les gusta la LOGSE, la LOE y cualquier otra Ley que se trabaje bien la retórica coeducativa y socialistoide de la izquierda española. Sus gustos son coherentes con sus acciones: la degradación profesional consignada en el segundo punto les debe mucho. Y cuando dicen defender a los empleados públicos, no les quepa duda de que eso incluye a todos los clientes enchufados en la manirrota Administración Paralela.

4. El futuro no es halagüeño, y es muy probable que la reparación del destrozo precise del trabajo de muchas generaciones. Pero ese proceso de reconstrucción ni siquiera ha empezado, y las últimas decisiones de los gobiernos central y autonómico contribuirán a que se demore todavía más. La razón es que, como dije, quienes se dicen abanderados de la meritocracia, están cometiendo errores muy semejantes a los de sus adversarios políticos. Transcribo unos párrafos elocuentes de Juan Antonio Rodríguez Tous en su columna de El Mundo:

En pro del ahorro, Rajoy podría haber optado por cobrar matrículas, o implantar un sistema de bonus/malus que castigara pecuniariamente a repetidores y absentistas. En cambio, ha elegido lo fácil, lo cutre: poner en la calle a una legión de interinos de lujo.

Y es que muchos profesores interinos, desde hace algunos años, no lo son por casualidad o por cuota. Han aprobado duras oposiciones varias veces, pero sin plaza. No se verían en esta situación de cesantía forzosa si el sistema de acceso vigente, de inspiración socialista, hubiera sido estrictamente libre y meritocrático: si apruebas, accedes al funcionariado. Pero no: amén de aprobar el concurso libre, debían acumular puntos por “experiencia docente”. Ahora no podrán. El mundo al revés: damnificados por un sistema de acceso que no premia a los que estudian son ahora castigados por los que defienden que se premie a los que estudian.

Sumemos a todo esto los recortes en las nóminas, la constante pérdida de poder adquisitivo, el incremento horario y el baile de asignaturas que se espera cuando la nueva Ley entre en vigor. Imagino que se hacen una idea del cuadro completo.

5. ¿Qué hacer, por tanto? En primer lugar, averiguar si aún pervive un rescoldo de resistencia en el cuerpo de profesores, y si estamos dispuestos a quitarnos la venda de los ojos. Si es así, hacernos oír en los Claustros y en los Consejos Escolares tanto como sea posible, decir en voz alta lo que sólo se murmura en los pasillos. Recordar lo que uno ha estudiado y para qué. Recuperar la dignidad perdida. Solicitar por escrito las órdenes e instrucciones que nos parezcan arbitrarias y no ajustadas a derecho. No asumir más tareas de las imprescindibles para realizar nuestro trabajo con totales garantías. Comprender que la degradación de nuestro desempeño profesional es inseparable de la degradación general de la enseñanza.

En segundo lugar, aquellas asociaciones y sindicatos que aún se tengan por independientes harían bien, como se ha sugerido en algún foro, en robustecer sus gabinetes jurídicos, cursar denuncias y demandar un Estatuto donde queden perfectamente claros los derechos y deberes de los docentes. Es hora de romper el silencio. Es hora de la verdadera Ley. Cualquier cosa antes que esta espera lacónica y vencida a las puertas de los urinarios.

Godot nunca viene, y menos si es para sustituirte en una guardia de recreo.

Colega.

Wert se pasa a la Competencia

Con el Sr. Wert uno tiene la obligación de actualizarse casi a diario. Cuando pensamos tener una idea aproximada de lo que se propone, el ministro nos sorprende con una larga cambiada y reduce los análisis previos a la obsolescencia de una crónica deportiva. Wert habla mucho, y, cuanto más habla, más poderosa es la sensación de que lo hace siguiendo criterios demoscópicos antes que convicciones propias. Lamentablemente, este es el signo de los demagogos. Y su método, la improvisación.

Viene esto a cuento de una entrevista en ABC, donde el ministro explica los pormenores de su incipiente LOMCE. En la edición impresa, el sociólogo afirma:

Cuando se hace una referencia, a mi juicio mal intencionada y completamente equivocada, a las reválidas, lo que se está intentando poner de manifiesto es que se están creando barreras para dificultar el progreso del alumno. Y esto es absolutamente falso. […] Nuestro esfuerzo tiene que ir dirigido no solo a que aprenda cosas, sino a que esté en disposición de seguir aprendiéndolas toda la vida. Y de ahí que las evaluaciones externas no tienen nada que ver con las reválidas, porque no van a ser pruebas de conocimiento, van a ser pruebas de competencias. (23 de septiembre de 2012).

Quiero recordarle al lector que de estas pruebas tenemos de sobra, nacionales e internacionales. Pruebas de diagnóstico, Pruebas ESCALA, PISA, PIRLS, etc. No están concebidas para detectar la excelencia, sino para establecer el porcentaje de analfabetos funcionales que moran en el sistema educativo. Es evidente que un burócrata o un pedagogo no le dirán esto, pero se lo digo yo. Los asiduos de esta bitácora conocen mi parecer sobre lo que se ha dado en llamar “competencias básicas”, cuyo propósito no es otro que dispensar una formación de baratillo a generaciones de futuros currelas. Si las pruebas de las que habla Wert se parecen a las que yo mismo he debido corregir, efectivamente, no tienen nada en común con una reválida “de las de antes”. Como tampoco guardan relación alguna con cualquier examen de una mínima exigencia académica. En estos carísimos cuadernillos abundan las fotitos, las flechas, las crucecitas y las respuestas monosilábicas. Algunas cuestiones sonrojan por su simpleza y por el afán de insertar sus contenidos en contextos “chachis”, “mú daquí” y “mú dahora”. De vez en cuando, claro, se cuela alguna pregunta nutritiva, precisamente cuando presupone algún conocimiento concreto y se omiten las pistas escandalosas del tipo “une los puntos en línea”.

Pero nada escandaliza más que un Ministro de Educación abjurando del “conocimiento”, esa bicha inmunda, como si transmitírselo a los estudiantes fuera algo tan vergonzoso como pasarles jaco. “¿Conocimiento? No, tío, yo no sé nada de esa mierda. Te equivocas de hombre”. No, no, Wert no suministra ese tipo de mercancías, ¿cómo se le ocurre?: él también receta metadona en el Sanatorio Competencial.

Es triste admitir que cuanto uno pueda leer en los sucesivos borradores de la nueva Ley puede ser refutado en cuestión de segundos por el propio hacedor de la martingala. ¿Qué credibilidad tiene un código cuyos principios son impugnados por el principal responsable de su cumplimiento? No obstante, es todavía más triste comprobar cómo el legislador de la excelencia asume poco a poco el lenguaje del adversario: sus modismos de political correctness, su talante equitativo, su aversión a las ideas vigorosas y las palabras fuertes.

Seguiremos a la espera de noticias, aunque uno ya teme que, a este paso, lo que se apruebe próximamente en el Congreso sea… la LOE.