Si las entradas de esta bitácora se han espaciado tanto en los últimos tiempos es porque a quien esto escribe le parecía redundante seguir levantando acta del lento pero imparable hundimiento de la enseñanza española. Como, además, las propuestas que podían surgir de este espacio se oponían frontalmente al pensamiento hegemónico, tras cada publicación quedaba flotando en el aire un incómodo olor a catacumba: la sospecha de que este incienso subterráneo sólo iban a olerlo, una vez más, los convencidos, las mismas y cada vez menos numerosas narices que asoman por aquí tras haber constatado el hedor que desprende aquello que convenimos en llamar “escuela”.
Durante este tiempo, no es que las cosas hayan cambiado mucho. La nueva ley educativa se ha demostrado tan chapucera e ineficaz como cualquiera de sus predecesoras de los últimos veinticinco años. El fracaso escolar apenas se ha reducido, y, si lo ha hecho, obedece más a un maquillaje estadístico que a la imperturbable realidad. Las, así llamadas, nuevas pedagogías siguen bombardeando a los profesores en ejercicio con teorías de antiguo y de moderno cuño, la mayoría de ellas sin mayor fundamento científico que una baraja del tarot. Los políticos siguen hablando de pacto, y las nuevas tecnologías son el flamante becerro de oro.
Sin embargo, hay algo que sí ha cambiado. Algo que se veía venir, pero que nunca imaginamos que pudiera estallar como lo ha hecho. Estas discusiones pedagógicas, que antes se restringían al ámbito académico, se han convertido, como cualquier otro objeto de consumo, en un espectáculo para las masas. Lo que antes se reservaba para el debate especializado ahora es motivo de tertulia, concurso o telerrealidad en horarios de máxima audiencia. No hay cadena que no emita algún programa dedicado al asunto educativo, casi siempre a partir de un análisis superficial y profundamente sesgado de los problemas que padece eso que aún acordamos denominar “escuela”. Hasta Cuarto Milenio ha enfocado su objetivo parapsicológico para mejor iluminar las bondades de la neopedagogía, lo que quizá sea comprensible, después de todo: las pseudociencias se reconocen mutuamente sin dificultad alguna. Han proliferado tertulias, documentales, hasta concursos como “Poder Canijo”, un adefesio pagado con dinero público que la audiencia, por fortuna, ha castigado como merece. Por tener, tenemos hasta estrellas mediáticas como César Bona, con cuya invocación parecen solucionarse todos los males de la enseñanza, aunque no sepamos con certeza cuál es su método, ni siquiera si tiene uno. Y puesto que hay un héroe, y si queremos que el espectáculo continúe, los popes del entretenimiento televisivo nos proporcionan, cómo no, un villano. Ese papel le ha tocado en suerte al profesor Alberto Royo, el único en esos platós de la España cainita y bullanguera que se ha atrevido a señalar la impudicia del rey: A la escuela, ha dicho, se va, en primera instancia, para formarse, y no para ser felices. Semejante máxima le ha costado la reprobación, más o menos explícita, de presentadores, colegas, padres y hasta de monjas nada recatadas como la apelesiana Lucía Caram.
Los medios de comunicación han sido quienes, finalmente, han derribado los muros de la escuela. Pero no para ensanchar horizontes, sino para arrojar sobre ella una mirada frívola y desprovista de la menor capacidad analítica. La felicidad, los deberes, la creatividad, el acoso escolar, la educación de género…. Muchos son los temas que tienen como fondo el sistema educativo, y cuantos más se apilan sobre la mesa del profesor, menos posibilidades hay de que alguien repare en el viejo elefante que ocupa el centro mismo del aula. Ese elefante blanco, y en vías de extinción, que es el conocimiento.
Aunque parezca inverosímil, el saber ya no es la prioridad de la escuela. De hecho, cuando alguien como el profesor Royo reivindica su importancia, empiezan a arrugarse las naricillas políticamente correctas, se fruncen los entrecejos igualitarios y los guionistas televisivos coinciden en que, con tales mimbres, no están en condiciones de garantizar espectaculares subidas del share. El conocimiento no está de moda, y, por tanto, no vende. Aburre. Todo lo más se le puede conceder el papel de chivo expiatorio, de simpático pelele sobre el que descargar todos los palos, con el fin de que la audiencia sepa, a su vez, dónde debe descargar su odio.
Podría pensarse, al decir de algunos, que simplemente estamos ante un “cambio de paradigma”, como sucedió cuando se generalizó la escritura o cuando las lenguas vulgares acabaron con la hegemonía del latín. Que la era digital impone otros modos de adquirir el saber. Si así fuera, la discusión se limitaría a una cuestión metodológica. Pero de lo que aquí se trata es de un cuestionamiento radical del conocimiento en sí mismo.
Algo que ya denunciaba en 1988 Jean François Revel, y que podría trasladarse a nuestros días, palabra por palabra:
A partir de 1968 y de las revueltas inspiradas por la contracultura norteamericana que se desencadenaron ese año, un segundo componente ideológico se añadió a las groseras prácticas de la pueril y cínica censura, a saber, que la simple transmisión del conocimiento era reaccionaria. Por lógica vía de consecuencia, aprender también lo era. Asistimos a la expansión de la pedagogía llamada no directiva, que, en quince años, consiguió llevar a cabo la proeza de que una tercera parte de los niños que se presentaban al ingreso en el segundo ciclo, después de cinco o seis años de «instrucción» elemental, eran casi analfabetos, y que una parte apenas minoritaria de los estudiantes que llegaban a la universidad podían leer, pero muy pocos podían comprender lo que descifraban. Esta decadencia no puede atribuirse más que parcialmente al aumento de los efectivos y a la falta de personal docente cualificado. Es consecuencia principalmente de una doctrina de las más oficiales, de una opción deliberada, según la cual la escuela no debe tener por función transmitir conocimientos. […]
Según tales directrices, la escuela debe dejar de transmitir conocimientos para convertirse en una especie de falansterio «de convivencia», de «lugar de vida» donde se despliega la «apertura al prójimo y al mundo». Se trata de abolir el criterio considerado reaccionario de la competencia. El alumno no debe aprender nada y el profesor puede ignorar lo que él enseña.
¿No es éste el método más expeditivo para suprimir el fracaso escolar? Los defensores de la nueva pedagogía niegan, en efecto, que ese fracaso sea escolar. Lo atribuyen a una sola y única causa: las desigualdades sociales. No existen, según ellos, las desigualdades de capacidades o de dotes, o de energía, entre los hombres, ni diferencias cualitativas entre sus disposiciones. Las diferencias que se observan entre sus resultados escolares proceden de que han sido favorecidos o desfavorecidos social y culturalmente. Conviene, pues, ante todo impedir que esas diferencias se produzcan, porque podrían crear la ilusión y difundir la errónea convicción de que ciertos alumnos tienen más éxito que otros porque son más inteligentes o más diligentes o tienen un profesor mejor que los demás. Pero no es así. Sólo la clase social, el privilegio económico y la ventaja cultural concedida por el ambiente explican esas diferencias. Todo lo que sucede en la escuela se deriva de factores exteriores a la escuela. La escuela no tiene, pues, más que una sola misión: neutralizar la influencia de esos factores restableciendo en su seno la rigurosa igualdad de resultados que, por desgracia, no se encuentra fuera de su recinto. (El conocimiento inútil, Ediciones Austral, páginas 390-391).
Este fragmento, que podrían suscribir muchos profesores de enseñanza media españoles, hace referencia a la situación en Francia a finales de los 80, precisamente por los años en que aquí también se empezaba a poner en solfa la autoridad de los enseñantes y la pertinencia de una escuela pensada para trasmitir conocimientos. Revel atribuye a la izquierda el igualitarismo radical que lamina los planes de estudios y transforma los colegios en inmensas guarderías emocionales. Otros prefieren culpar al utilitarismo capitalista o al interés del Leviatán estatal por mantener a sus ciudadanos en una conveniente ignorancia. Lo cierto es que, sea como fuere, esta filosofía disparatada es la que se está imponiendo, ya no sólo en despachos y claustros, sino también en la opinión pública. El psicólogo, el sociólogo, y ahora el terapeuta afectivo, han ocupado el lugar del sabio, que ya sólo es el retrato en sepia de un antepasado poco menos que extravagante.
Casi veinte años más tarde que Revel, Alessandro Baricco publicó su ensayo “Los bárbaros”. En él, el escritor italiano concibe Google como el campamento en el que se custodian los valores de esta mutación asombrosa:
[…] la superficie en vez de la profundidad, la velocidad en vez de la reflexión, las secuencias en vez del análisis, el surf en vez de la profundización, la comunicación en vez de la expresión, el multitasking en vez de la especialización, el placer en vez del esfuerzo.
Baricco, a diferencia del ensayista francés, no cree que exista una estrategia oculta, ni siquiera una lucha de intereses, sino una progresiva mutación, por lo que los llantos apocalípticos carecerían de sentido. Los bárbaros, mutados en mayor o menor grado, somos nosotros. A la barbarie se opone, claro, la civilización, constituida por el legado cultural que la escuela debería transmitir. Si se renuncia a ello, se perderá algo que un día fue muy preciado, una riqueza inabarcable que se remonta hasta Grecia y más allá. Podemos elegir, dice Baricco, entre rendirnos a los valores de los nuevos surfers o buscar el modo de que esa herencia les resulte atractiva sin cometer el error de trivializarla. A él, mutante confeso, le parece un reto extraordinario.
Pero, ¿qué opinará Baricco de la velocidad con que está empezando a romper la ola? En Finlandia se plantean suprimir la escritura del plan de estudios y eliminar la tradicional compartimentación en asignaturas. En las universidades campea la corrección política, lo que impide hablar abiertamente de casi nada. Todos deben ser preservados de aquellas opiniones que puedan poner en peligro su autoestima o su conciencia individual. La superficialidad y las demandas constantes de placer, en todas partes del mundo civilizado, parecen constituir una regresión a un estadio de felicísima irresponsabilidad infantil. Quizá ese sea el propósito, más o menos consciente, de los bárbaros: ir hacia delante, a toda prisa, para, finalmente, no abandonar nunca el jardín cerrado de la niñez.
Lo cierto es que defender en la plaza pública, como lo hacen el profesor Royo y algunos otros valientes, el valor intrínseco del conocimiento es, hoy en día, un ejercicio ingrato. Pero ni la televisión ni los motores de búsqueda son los culpables primeros de esta coyuntura. Los medios no han hecho sino amplificar el ruido de cascos de la caballería bárbara, que ya estaba instalada en colegios, institutos y campus universitarios. Poco ha cambiado desde que Revel publicó aquel magnífico libro en 1988.
La diferencia es que ahora lo sabe todo el mundo.