Profesores hasta la mismísima LOMLOE (situación de aprendizaje)

 

 

Ante la confusión y el malestar generados por la LOMLOE, me he permitido traerles aquí un sencillo modelo de situación de aprendizaje que, si lo desean, pueden ustedes difundir en sus respectivos centros.

Libre de derechos.

Confío en que les sea de la mayor utilidad.


DATOS TÉCNICOS DE LA SITUACIÓN DE APRENDIZAJE

  • Autoría: maestros y profesores críticos con la LOMLOE.
  • Centro educativo: cuantos más, mejor.
  • Tipo de situación de aprendizaje: simulación.
  • Estudio: exhaustivo.
  • Materia: gris.

IDENTIFICACIÓN

  • Sinopsis: con esta situación de aprendizaje, nos pondremos en la piel de un colectivo profesional que reivindica sus derechos laborales. Consultaremos la bibliografía legal disponible con el fin de trabajar la comprensión lectora. Más adelante, será el momento de redactar un escrito en el que se recojan, de forma clara y concisa, los despropósitos de la normativa vigente. El fin de esta actividad es alentar el trabajo cooperativo. Posteriormente, se procederá a una recogida de firmas, procurando que el respaldo a nuestro manifiesto sea el más amplio posible. Actitud emprendedora, que no se diga.

Una vez completada la primera fase del trabajo, se enviará el texto, por registro, a las instancias educativas pertinentes: Inspección, Delegación, Consejería. Si se quieren reforzar los aprendizajes adquiridos, se recomienda cursar un envío al Defensor del Pueblo.

Justificación: toda.


FUNDAMENTACIÓN CURRICULAR

  • Criterios de evaluación:

    ALFA
    Producir textos escritos que demanden la recuperación de la libertad de cátedra recogida en el artículo 20 de la Constitución española.

    BETA
    Leer y (tratar de) comprender decretos, instrucciones y artículos representativos de la LOMLOE, con especial atención a las muestras creadas por las administraciones autonómicas.

    GAMMA
    Reconocer, identificar y comentar la intención del autor (si existiere), el tema y los rasgos propios del género, con el fin de propiciar la reflexión sobre el vínculo existente entre la jerga legislativa y un castellano inteligible: ninguna.


FUNDAMENTACIÓN METODOLÓGICA/CONCRECIÓN

  • Modelos de enseñanza:

Expositivo: las primeras sesiones serán de carácter teórico. En ellas se suministrará información sobre el género legislativo en su variante educativa. Autores recomendados: Franz Kafka, George Orwell, Aldous Huxley y Edgar Alan BOE.

Organizadores previos: proceso de planificación de la escritura (guion) que permita adquirir una panorámica general de los puntos a incluir en el manifiesto.

  • Fundamentos metodológicos: experiencia directa en el aula.

FUNDAMENTACIÓN METODOLÓGICA

  • Recursos adjuntos: ejemplo práctico.
  • Observaciones: no, no. Más observaciones no, por favor.
  • Propuestas: solicitar a las autoridades competentes una reformulación de la ley que corrija, en el plazo más breve posible, las deficiencias encontradas.

    EJEMPLO PRÁCTICO

Los abajo firmantes, profesores del IES ________, manifiestan su disconformidad tanto con la LOMLOE como con las Instrucciones sobre dicha ley dictadas por la Consejería de Educación _________, por las siguientes razones:

1.       La falta de un mínimo consenso político, como ya es costumbre en la legislación educativa española.

2.       El agravante de que dicha ley se haya aprobado, a marchas forzadas, en mitad de una pandemia.

3.       El desprecio a la comunidad educativa, a la que, una vez más, se le niega la posibilidad de participar en el trámite de la reforma. Muy en particular, el desprecio a maestros y profesores, que son quienes merecen ser calificados como los verdaderos expertos.

4.       La abrumadora carga burocrática que provocan un articulado incomprensible y la constante elaboración de informes completamente inútiles, lo que conlleva una mengua del horario laboral destinado a preparación de clases, investigación y formación didáctica, estudio, etc. Es decir, a todo aquello que, de forma directa, revierte en beneficio de los alumnos.

5.       Aparejado al anterior punto, la falta de empatía que el legislador demuestra con dichos alumnos y con sus tutores legales, quienes, al igual que los docentes, deberán enfrentarse a unos criterios de evaluación tan confusos como subjetivos.

6.       La imposición de un modelo pedagógico único (situaciones de aprendizaje), de eficacia universal más que discutible, que menoscaba la libertad de cátedra recogida en el artículo 20 de la Constitución y contradice las supuestas garantías de diversidad que la ley explicita para el alumnado.

Una ley que impide a los profesionales realizar con eficiencia lo que es consustancial a su oficio es una ley condenada a su propia extinción. El hecho de que tengamos el deber de aplicarla no significa que suspendamos el ejercicio del mismo espíritu crítico que se pretende para nuestros alumnos. Lo que sí sospechamos es que la comunidad educativa no tardará en traducir el actual descontento en protestas de mayor calado, las cuales podrían afectar al normal funcionamiento de las instituciones escolares.

Por estas razones, los abajo firmantes solicitan a las autoridades competentes una reformulación de la ley que corrija, en el plazo más breve posible, las deficiencias señaladas en los puntos anteriores.

En ________, a ________ de noviembre de 2022

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Todo, todo, todo está en YouTube

 

El conocimiento, ay, el conocimiento.

Podríamos ponerle música del Maestro Quintero y nos quedaría una copla de lo más apañá. Aunque parezca increíble, en las redes se debate si el conocimiento ha de constituir (o no) el núcleo de la enseñanza. Esto vendría a ser lo mismo que discutir si el balón es materia imprescindible en el ejercicio del balompié. Ciertamente, jugar sin pelota conseguiría el ideal igualitario de que los partidos acabasen en un salomónico empate. Trasladado al ámbito educativo, significaría que todos los alumnos habrían de alcanzar las mismas metas, con independencia de su talento y dedicación: eliminado el objeto de estudio, ¿qué queda sino el calorcito agradable de saberse un miembro más de la feligresía?

Hay quienes aseguran que el profesor ya no es necesario. Es más, que sea reemplazado por YouTube o por cualquier motor de búsqueda supone uno de los grandes progresos de la civilización occidental. Obviemos el hecho de que quienes esto afirman lo hacen con un tono marcadamente escolástico. El problema es que, poco a poco, estos mensajes han ido calando como gota china, y el común se los cree: muchos padres, profesores y alumnos han comprado este discurso a los vendedores de crecepelo competencial. O criterial, que tanto monta.

En una charla auspiciada por la Junta de Extremadura, se ha dicho:

«Los alumnos lo van a aprender todo en YouTube. No nos necesitan.» A los profesores, se entiende.

Dicho lo cual, resulta inexplicable que sobre esas figuras prescindibles que son los docentes recaiga la responsabilidad de rellenar tantísimos informes dizque académicos. ¿Para qué? ¿No sería mejor despedirlos a todos y dejar que las redes hagan su magia? ¿Qué sentido tiene mantener una institución que se reconoce inútil? ¿Es la única misión del profesor espiar los juegos de los niños?

Uno se sonríe al pensar en la ingenuidad de ciertos colegas. Adultos capaces de imaginar que el adolescente medio va a desbrozar una herencia cultural milenaria entre anuncios de inglés sin esfuerzo y chascarrillos de Ibai Llanos. ¿De verdad? A veces, dan la sensación de habitar un mundo tan infantil que, a su lado, el de los muchachos parece una novela de Cormac McCarthy. No admiten que su misión principal sea la de transmitir conocimientos porque ya han asumido el carácter asistencial y terapéutico de la escuela. Una escuela que, vaya por Dios, carece tanto de terapeutas como de asistentes sociales. Dicen: «El conocimiento no se transmite, se construye. Dejad que los niños construyan su conocimiento», con la voz casi estrangulada por la emoción de la epifanía. Y dicen bien: su conocimiento, personal e intransferible. Un conocimiento que se parece mucho a la mera opinión, y muy poco a la episteme de los clásicos griegos. La posverdad educativa.

El caso es que, con la excepción de algunas mentes preclaras, el conocimiento es algo que se adquiere. Solo unos pocos son capaces de construir un conocimiento original, si bien este se edifica sobre las bases epistemológicas de quienes los precedieron. Si alguna misión tiene la escuela (al menos, alguna que la haga distinta de cualesquiera otras instituciones) es la de transmitir una herencia. Y esa herencia consiste en el acúmulo de saberes que otros, a lo largo de los siglos, nos han legado. La tarea del profesor es entregar al alumno ese patrimonio, estructurando, de una manera metódica y aprehensible, la ingente cantidad de información atesorada. Y no se trata, como falsamente denuncian los neopedagogos, de arrojar sobre el joven un indiscriminado montón de datos. Estos son apenas la primera piedra, la materia prima de lo que llamamos información. Cuando esta información se maneja de tal modo que es aplicable a cualquier contexto análogo, podemos decir que el alumno conoce. Pongamos un ejemplo.

En una clase de Música, se explica el compás de 4/4 diciendo que el numerador señala el número de pulsos, mientras que el denominador indica que la figura equivalente a un pulso es la negra. Datos.

Poniendo estos en contexto, sería de justicia desentrañar por qué un denominador 4 equivale a una negra. Para ello, habría que referirse a la pirámide de valores de las figuras musicales:

En el árbol de figuras, comprobamos que una redonda equivale a cuatro negras. Es decir, la negra es un cuarto de la redonda. Pues a eso mismo se refiere el indicador de compás. 4/4 significa que el ritmo es de cuatro pulsos de ¼ de redonda (esto es, de negra). Del mismo modo, un 4/8, significaría que el ritmo se distribuye en cuatro pulsos de 1/8 de redonda (es decir, de corchea). Con esta sencilla explicación, el denominador de compás deja de ser un número aparentemente arbitrario o caprichoso para responder a una lógica más compleja. De hecho, los anglosajones llaman a la negra quarter note; y a la corchea, eighth note, estableciendo, desde el mismo nombre, la relación de cada figura con la redonda.

Podríamos discutir si esto es ya un conocimiento o solo una información. En el plano teórico, se acercaría más a lo primero. Pero si quisiéramos aplicar de forma práctica dicho conocimiento, nos decantaríamos por una actividad en la que se materializara la abstracción numérica. Por ejemplo, escuchando o cantando una canción de los Beatles como A hard day´s night, en riguroso 4/4.

Descubrir esto apenas llevaría media hora de cualquier clase. Y claro que es posible encontrar en YT a quienes lo expliquen, pero, por lo general, no admiten preguntas y difícilmente se ponen a cantar contigo. Por otra parte, a ciertas edades no resulta sencillo saber cómo buscar lo que previamente ignoras.

Puestos a encontrar, lo más fácil es que el algoritmo te conduzca, con didáctico determinismo, a un vídeo de Ibai.

 

Te quiero verde

Cualquier observador externo podría deducir, con solo asomarse a la calle, que la mayoría de profesores aprueba la nueva ley educativa. Constataría el tránsito peatonal de un día cualquiera y, por fortuna, no advertiría rastro alguno de batucadas o tamborileos al uso. Es más: viendo cómo prolifera la demanda de cursillos y tutoriales, podría concluir que el propósito del didacta hispano no es tanto cuestionar la ley como aplicarla hasta el límite de sus fuerzas. Así pues, se iría por donde vino, admirado por la profesionalidad de un gremio que no duda en acatar cuantas órdenes procedan de las cabezas legislantes.

Claro que si nuestro observador hubiera abierto la ventana hace unos pocos años habría visto esa misma calle teñida de un verde mareante, chillón y bullanguero. Habría comprobado la cólera del maestro por la pública, un tipo indócil y comprometido que lucha contra los poderes fácticos de la casta neoliberal. En su informe, describiría a estos trabajadores como adalides del espíritu crítico, refractarios a cualquier signo de servidumbre voluntaria. Valerosos, independientes. Íntegros.

Lo que hacen unas siglas. De la LOMCE a la LOMLOE, basta el poder taumatúrgico de un par de letras para que los ánimos se aplaquen y se haga de nuevo el silencio claustral. Los sindicatos ya no convocan otra cosa que elecciones, y, si acaso, intentan hacer pasar por grandes conquistas lo que no son sino victorias pírricas. Las administraciones, entretanto, aprovechan para pasar el rodillo y laminar la poca dignidad que les queda a los docentes. Diríamos que asistimos a la derrota definitiva si no fuera porque la experiencia nos enseña que siempre se puede caer más bajo.

A la Ley Wert se le reprochaba el que, una vez más, se hubiese concebido a espaldas de la comunidad educativa. La LOMLOE no solo redunda en el mismo vicio, sino que cuenta con el baldón de haberse tramitado en mitad de una pandemia. Sin embargo, parece que en esta ocasión los políticos nos han leído el pensamiento y han urdido por nosotros la ley apetecida. Qué fortuna la nuestra. Poco importa que una burocracia omnipresente ocupe ahora el sitio que antes le correspondía a la humilde tarea de enseñar. O que la libertad de cátedra desaparezca por decreto. Esto, por lo que se ve, no nos quita el sueño tanto como para desplegar la pancarta y ponernos la camiseta.

De la LOMCE se dijo que era poco inclusiva y que las reválidas suponían un retroceso a tiempos dictatoriales. Así que, a juzgar por el asentimiento generalizado, la LOMLOE ha de ser el colmo de la inclusión y un sendero luminoso hacia el nirvana democrático. No es algo que deba sorprendernos. La nueva ley se ajusta como un guante al docente del siglo XXI, acostumbrado a interpretar la escuela no como un espacio para la instrucción pública, sino como un laboratorio de transformación social. Enseñar, además de una impudicia, se queda en poca cosa cuando uno puede participar de la utopía: solo por un servicio a causa tan noble se explica que llevemos tantos años asistiendo a la degradación imparable del oficio.

Así que, en efecto, con la cosmética que proporcionan unas siglas, seguimos dispuestos a tragar con todo. Continuaremos fingiendo que somos psicólogos, vigilantes jurados, expertos en trabajo social y riesgos laborales, conserjes a media jornada y hasta supervisores de letrinas. Lo que sea con tal de no revelar nuestro verdadero rostro, no vaya a ser que se nos tache de transmisores del conocimiento: bastante hemos tenido ya con una peste. Como mucho, podremos conservar el privilegio de lamentarnos por los pasillos, o en el descanso virtuoso del cafelito y la entera con jamón. Más pronto que tarde, vendrán otras siglas y otros políticos, y entonces será el momento de volver a sentir los colores y sudar la camiseta.

Verde esperanza, claro.

 

Un modelo para gobernarlos a todos

 

En el colegio donde estudié BUP había un profesor de Historia al que guardábamos un gran respeto. Era un hombre serio, de voz grave y timbrada, que se ayudaba de un bastón para caminar. Manejaba los silencios de tal modo que uno podía oír la circulación de su propia sangre helándose en las venas. Y su mirada: fija, penetrante. Implacable. Cuando Don Isaac entraba en un aula, los muchachos bulliciosos que éramos adoptábamos de forma inconsciente una efímera apariencia de adultos civilizados.

La consideración que le teníamos, sin embargo, no nacía solo del temor que pudiera infundir su porte severo. Había algo más. Don Isaac disertaba sin necesidad de apuntes, con un verbo diáfano y persuasivo. Ninguna idea, por compleja que fuese, escapaba a su esclarecimiento. En la medida en que un adolescente es capaz de admitirlo, podíamos reconocer en él las hechuras de un sabio. Por las tardes, después de la jornada escolar, dirigía un pequeño grupo de teatro formado por alumnos de los últimos cursos. Los valientes condiscípulos que pasaban las tardes con el gran hombre nos contaban que también reía y hasta se mostraba afable entre escena y escena de Bertolt Brecht.

Un año, para nuestra sorpresa, Don Isaac decidió abandonar la elocuencia y delegó en nosotros el trabajo de conocer la Historia. Solo ahora entiendo que alguien sensible a la obra de Brecht estaba condenado a escuchar los cantos de sirena de los Movimientos de Renovación Pedagógica, esa cohorte de misioneros laicos que nos trajo la LOGSE como un bálsamo de Fierabrás posmoderno e igualitario. Así que, durante ese curso, el profesor pasaría a convertirse en mero guía, y nosotros seríamos los encargados de construir nuestro propio conocimiento. Entonces no lo sabíamos, pero lo que íbamos a experimentar era una metodología innovadora que respondía al nombre de trabajo por proyectos.

  • Aún hoy, mis conocimientos de la Edad Moderna se resienten de aquel curso caótico al que nos abocaron las buenas intenciones pedagógicas de Don Isaac. Tuvimos que formar equipos de trabajo y repartirnos los diferentes apartados del itinerario que el profesor estipulaba, no ya con la perspicacia de su análisis, sino a partir de someros epígrafes. Las clases se desarrollaban en medio de una algarabía ingobernable, divididos los alumnos en grupos de seis. Por lo común, se empleaba más tiempo en reprochar la pereza de algunos compañeros que en desentrañar las consecuencias de la invención de la imprenta o las causas de la Reforma protestante. Como el estudio de la época se disgregaba en lo que pudiera aportar cada alumno, con mucha frecuencia nos faltaban claves para entender los procesos que conducían de un fenómeno a otro. Unas veces, completábamos el apartado político sin entender el sistema económico; otras, sucedía al contrario. Lo que construíamos era una enorme bola de nieve que se deslizaba por una pendiente de datos inconexos. De cuando en vez, Don Isaac se veía obligado a poner orden en aquella historia que habíamos pergeñado, tan parecida al cuento lleno de ruido y furia que se dice en Macbeth es la vida. Nosotros, claro, éramos los idiotas que lo relataban.

Más allá de la anécdota, el propósito del artículo no es cargar contra una metodología concreta: cada modelo de enseñanza puede encontrar su justificación en algún momento del aprendizaje. En un contexto que primaba el modelo de instrucción directa, Don Isaac apostó por otro que creyó más inspirador y eficiente. Y si perdió la apuesta, lo hizo en el ejercicio de su libertad de cátedra. Con la LOMLOE, la flamante y hermética ley educativa, esa libertad ha dejado de existir. Por primera vez, el legislador prescribe para todos los docentes, y con independencia de la materia, un modo obligatorio y estandarizado de impartir clase. La diversidad y el pensamiento crítico que se desean para los alumnos están vedados a quienes deben servirles de guía, lo cual supone una extraña paradoja. Poco importan los detalles de este método, al que han dado en llamar situaciones de aprendizaje y que no es sino un refrito de experiencias previas, muy arraigadas en la enseñanza primaria, que ahora se pretenden de aplicación universal. Ni siquiera es lo más grave que el nuevo procedimiento abunde en becerros dorados tan del gusto neopedagógico como la motivación, el constructivismo y los centros de interés. Lo peor de todo es que la aspiración del político sea la muy totalitaria de ceñir a todos el mismo corsé didáctico, y que aquí no pase nada. Los sindicatos callan, los profesores obedecen y las asociaciones de padres no saben o no quieren saber. Todo esto parece importar a muy pocos, a pesar de que se puedan estar demoliendo algunos principios constitucionales.

Hoy, en este escenario educativo donde tanta tolerancia se predica, Don Isaac ya no podría, aunque quisiera, hacernos el regalo de su prodigiosa oratoria.

El fantasma de Séneca y las tragaderas

Un fantasma recorre los claustros andaluces. A cualquier hora del día, se oyen en las salas de profesores sus lúgubres parlamentos de alma atrapada entre dos mundos, el penoso arrastrar de hierros y el roce del sudario sobre las cabezas atribuladas de los docentes. Se llama Séneca. Pero no es el filósofo y político romano oriundo de Corduba, sino la aplicación informática de gestión educativa que lleva su nombre. Me consta que su influencia se extiende a muchas otras comunidades españolas, lo que nos ilustra acerca de la ubicuidad del espectro. Lleva ya mucho tiempo entre nosotros, pero desde hace un par de cursos acapara toda la atención de quienes nos dedicamos a la cada vez más complicada tarea de dar clase.

Y no es que sea una mala herramienta administrativa, no. La interfaz es ahora más limpia, las funciones se han ampliado con el transcurso de los años y su implantación ha permitido que dejen de amarillear legajos en carpetas analógicas que nadie mira. Como toda creación humana, es su uso – y las intenciones que preceden a tal uso – lo que tiene a los profesores sumidos en una pesadilla tecnológica. La inmediatez que es propia de tales aplicaciones ha favorecido la multiplicación de tareas estrictamente burocráticas. Ya es una rareza sorprender a un profesor leyendo un libro, consultando un manual o preparando clases. Todos estamos conectados al fantasma en la máquina, que es cosa muy antigua y cartesiana. Con la peculiaridad de que el susodicho fantasma funciona como una conciencia externa que nos dispensa de cualesquiera decisiones morales para enfrascarnos en un tableteo automático y funcionarial. Dicho de forma (solo un poco) exagerada, y que así se entienda: el profesor ha recibido la orden de no pensar. Y ahora registra, ordena y clasifica.

Huyamos de la jeremiada y el rasgar de vestiduras. Como funcionarios, debemos llevar una contabilidad, lo más transparente posible, de nuestras acciones: nada que objetar a ello. El problema radica en que esa es la única dimensión valorada en nuestro oficio. Si un observador de otro planeta pasara unos días con un grupo de profesores, sin duda le sorprendería el hecho de que jamás hablaran de literatura, música o matemáticas, sino de oscuros atajos digitales con los que agilizar un trabajo que saben, en su mayor parte, inútil. Si los siguiera hasta sus casas, comprobaría cómo la tarea de compilar datos se extiende a su tiempo de ocio, abrumados a veces por plazos imposibles, jergas enigmáticas y leyes tan alambicadas como un atractor de Lorenz. Seguramente, regresaría a su planeta preguntándose cuándo demonios sacan tiempo para el estudio tan infortunados seres.

Los jóvenes tiktokean y nosotros, como corresponde a unos carrozas, senequeamos. Son dos formas complementarias de tener al personal dándole a la tecla. Si acaso, aquellos se divierten un poco más que sus tutores y acumulan subidones de dopamina con cada like. Séneca funciona más bien como sedante de las pulsiones contestatarias, porque mientras uno está perdido en el laberinto solo puede soñar con encontrar cuanto antes la salida. En este sentido, el nombre del programa resulta muy pertinente: se precisan toneladas de disciplina estoica para no sucumbir al desaliento.

Claro que, como ya hemos dicho, Séneca es solo el mensajero que nos martillea con la mala noticia. Y, hoy en día, las malas noticias son ley. Concretamente, una a la que han bautizado con nombre de monstruo lovecraftiano: LOMLOE. Si definimos al monstruo como una entidad extraña e inexplicable desde el punto de vista científico, la LOMLOE podría ser su plasmación más acabada. Para evitarles espantos, voy a enseñarles solo la colita:

Los descriptores operativos de las competencias clave constituyen, junto con los objetivos de la etapa, el marco referencial a partir del cual se concretan las competencias específicas de cada materia o ámbito. Esta vinculación entre descriptores operativos y competencias específicas propicia que de la evaluación de estas últimas pueda colegirse el grado de adquisición de las competencias clave definidas en el Perfil competencial y el Perfil de salida y, por tanto, la consecución de las competencias y objetivos previstos para cada etapa.

A esto nos enfrentamos. Otra neolengua indescifrable para la enésima ley educativa. Cuando ya nos habíamos acostumbrado al recio dialecto de la LOMCE, ahora debemos reproducir los tonos delicuescentes de su heredera, que oscilan entre la homilía laica y un manual de instrucciones checo. La LOMLOE, más allá de la grandilocuencia propagandística de su preámbulo, es el intento definitivo de cuadrar el círculo y primarizar para los restos la enseñanza secundaria. Es cierto que la palabra conocimiento se nos aparece aquí y allá, pero cuando lo hace la encontramos irreconocible, como si fuera otro espíritu extraviado en un mundo que le es ajeno: el mundo «gaseoso», como diría el profesor Alberto Royo, de las emociones, las competencias y la Agenda 2030.

A los profesores de instituto se nos está advirtiendo: hay que desterrar el examen como instrumento de evaluación, atender a los intereses particulares del alumno y a las contingencias de su contexto socioeconómico, adaptar los niveles de enseñanza hasta donde sea necesario con tal de que el muchacho (o la muchacha, no vaya a ser) apruebe. Tenemos que emular a los colegios y renunciar a la especialización y al concepto de asignatura. El mismo libro de texto que a bombo y platillo subvencionan las comunidades se convierte en un artículo abyecto si el profesor lo adopta como herramienta de trabajo. De la instrucción general hemos pasado, en pocos años, a la seducción espectacular y la experiencia personalizada. Y es que se nos pide, sin llegar a verbalizarlo, que tratemos a los estudiantes como si fueran consumidores. Por eso es preciso desterrar de la ley educativa todo atisbo de razón: para que, como corresponde a cualquier cliente merecedor de tal nombre, aquella sea patrimonio exclusivo del alumno. Incluso se nos sugiere que la violencia desplegada contra nosotros obedece a deficiencias didácticas que deberíamos subsanar. El profesor es sospechoso hasta que se demuestre lo contrario. Y esa demostración solo se concreta cuando el porcentaje de aprobados resulta del gusto de las administraciones.

Quizá comparado con la guerra, la inflación y tantas amenazas pandémicas, climáticas y nucleares, el fantasma de este artículo le produzca al lector más risa que miedo. No se lo reprocho: yo mismo me río por no llorar. Además, siempre es posible escapar del sistema y hacer lo que hacen nuestros ministros: matricular a la prole en el Liceo Francés. Habrá que rascarse el bolsillo, pero seguro que allí aún aprecian el valor de despejar incógnitas.

Hablando de incógnitas, permanece en el aire una duda, entre existencial y matemática: ¿conocen algún límite las tragaderas de los profesores?

Una profesión de riesgo

(Sobre la actuación de la Inspección educativa en relación al caso del IES Burguillos)

Noticias en prensa:

  1. Agresión al profesor
  2. Respuesta de Delegación
  3. Agresión en el IES Azahar

Cuando un profesor es objeto de una agresión, tiene la posibilidad de exceder los límites de la administración educativa y poner una denuncia: este es el procedimiento habitual si de por medio hay un parte de lesiones.  Sin embargo, hay veces en que el agredido, por no haberse ocasionado quebranto físico, renuncia a los trámites policiales y se confía a los protocolos establecidos por la normativa escolar.

No entraremos a juzgar aquí si la actuación del profesor es más o menos afortunada desde el punto de vista jurídico. Hay ocasiones en que la víctima prefiere no añadir más leña al fuego, o considera que la sanción máxima prevista por las autoridades educativas es una medida lo bastante justa como para contentar a todos. Esa sanción supone la expulsión cautelar por un mes y el inmediato cambio de centro. No olvidemos que esos docentes han podido compartir muchas horas de aula con sus agresores, y que, en algunos casos, la valoración de las circunstancias personales del alumno atenúan la indignación que pueden sentir por haber sido atacados. Desde julio de 2021, cualquier amenaza, coacción o agresión física hacia un profesor se considera atentado contra una autoridad pública, lo que dice mucho acerca de la generosidad mostrada por el docente que no emprende acciones por la vía judicial.

En el caso del IES Burguillos, el profesor agredido confió en sus superiores: la Dirección del Instituto y el Servicio de Inspección. Hasta donde se sabe, los primeros cumplieron con su deber, mientras que los segundos faltaron a él clamorosamente. A MR, empujado y zarandeado en mitad de clase por un conflictivo y reincidente alumno de 15 años, le bastaba con saber que el muchacho no volvería a pisar su aula. Por supuesto, no sucedió así: el alumno volvió al cabo del mes de suspensión cautelar y permaneció escolarizado en el centro otros dos meses, justo hasta dos horas después de que los medios recogieran la noticia. En ese tiempo, el muchacho tuvo ocasión de provocar nuevos incidentes, jactarse ante el profesor de la inmunidad conseguida y ser expulsado un par de veces más.

En sí misma, esta situación ya es lo bastante grave. Demuestra un mal funcionamiento de la máquina administrativa, que permite dejar en un limbo legal, ¡durante un trimestre!, a un alumno al que se le ha tramitado un expediente de cambio de centro. Tal lentitud no solo perjudica la normal convivencia en el instituto, sino que menoscaba el derecho del estudiante a seguir con su formación académica en los plazos estipulados por ley.

Sin embargo, el aspecto más sorprendente de la actuación inspectora radica en el trato recibido por el profesor de Matemáticas. Si la demora en el traslado del alumno se puede explicar, mal que bien, por el esclerotizado mecanismo del gigante burocrático, más difícil resulta entender las razones que llevan a nuestra inspectora asignada a invertir la carga de la prueba y poner en entredicho la metodología del profesor MR. La Delegada de Educación puede repetir tantas veces como quiera que no existe una relación de causa y efecto entre la agresión y la fiscalización pedagógica del agredido. La realidad es bien distinta, y el plan de intervención impuesto a MR, profesor de Ciencias Aplicadas I en Formación Profesional Básica, no se fundamenta en reclamaciones previas del alumnado, ni tan siquiera en unos bajos resultados académicos, habida cuenta de que, en el momento de la intervención, ni siquiera se habían convocado las sesiones de evaluación del primer trimestre.

Muy al contrario, era sabido por todos que el clima de convivencia en 1º de FPB era, desde el inicio de curso, insostenible. De hecho, en ese primer trimestre se produjeron 16 expulsiones del centro solamente en esa clase, concentradas en 7 alumnos. Si a alguien aún le parecen pocos, suponen más del 50% del total de estudiantes en 1º de FPB. Algunas de estas faltas disciplinarias incluían amenazas, injurias y coacciones, siendo los destinatarios de tanto cariño profesores distintos de MR. Estos datos refutan los argumentos de la Administración, que, de forma artera, quieren dejan entrever algún tipo de carencia didáctica en el desempeño laboral de MR.

Lo escandaloso de este asunto es que un profesor sea golpeado y que desde la inspección no solo se omita el protocolo de asistencia psicológica y jurídica a que obliga la ley, sino que además se convierta a la víctima, por arte de birlibirloque, en presunto culpable. El claustro del IES Burguillos ha reaccionado a esta actuación con la dignidad debida, firmando de forma unánime un escrito de protesta dirigido al Servicio de Inspección. No hemos recibido más argumentos que esa desfachatada respuesta pública recogida por la prensa en boca de la Delegada. Nuestro objetivo como profesionales de la enseñanza es alertar a la opinión pública de estas medidas correctoras, cuya consecuencia fatal es la de responsabilizar al profesor de la violencia ejercida por los alumnos sobre su persona. Baste imaginar que se justificase la paliza a un médico por no emitir un diagnóstico del agrado del paciente, o que las injurias a un magistrado se disculparan por la sencilla razón de que el fallo no nos fue favorable.

Una actuación de este tipo no puede servir de precedente. Frente a la violencia, la Administración debe responder sin vacilaciones. Y no solo cuando, como en el caso del IES Azahar, la noticia llega a los medios de comunicación y a la profesora implicada ya le han partido el labio, sino en todos los casos en que se atente contra un servidor público. Solo si se atajan de raíz estos estallidos de violencia, y solo si el trabajador percibe el amparo de sus superiores, se podrá restablecer la normalidad en aquellos centros donde la enseñanza se ha convertido, por desgracia, en una profesión de riesgo.

Nacho Camino, profesor de Música del IES Burguillos desde 2004 hasta la fecha.

P.D.: desde aquí, queremos dar gracias a todos aquellos que, en las redes sociales, han mostrado su apoyo al profesor afectado y al claustro del IES Burguillos.

 

Profesores con capirote (o de cómo la administración pública aplasta a sus empleados)

 

(El texto que se transcribe más abajo es parte de un correo que me envía un profesor anónimo. Para quienes sean profanos en la materia, FPB son las siglas de Formación Profesional Básica, algo así como el último reducto de aquellos estudiantes que no tendrían perspectivas de futuro de perseverar por la vía académica. Por desgracia, también es el cajón de sastre donde acaban los alumnos con graves problemas de disciplina. )

 

Estimado Individuo:

Sé que hace tiempo que no publica y que, acaso, las razones que me llevan a ponerme en contacto con usted no constituyan un estímulo suficiente para retomar la escritura. Hasta es posible que esté hablando solo, como quien le pide a un pozo vacío que le conceda un deseo. No importa. A la aridez de los soliloquios nos tiene acostumbrados el silencio administrativo, y, con usted, al menos, conservo una mínima esperanza de que todavía exista.

Quiero contarle algo que le está sucediendo a X, un compañero de trabajo. Digamos que X y yo ejercemos el oficio en el Instituto Usher. El pseudónimo no obedece a capricho, sino a que las muchas grietas de sus paredes amenazan caída. Hace un par de meses, un alumno de FPB (al que llamaremos Z) insultó, golpeó y zarandeó a mi compañero en el transcurso de una clase. Z, un mozallón de quince años largos, tenía ya un prolijo historial disciplinario y ninguna inclinación hacia el estudio. La agresión, como es lógico, se consideró falta grave, tanto como para merecer la sanción máxima: un mes de expulsión y el subsiguiente cambio de centro. Se realizó la instrucción prevista para estos casos y se comunicó el fallo a los tutores legales, quienes se mostraron de acuerdo con el veredicto. Mi compañero, hombre bondadoso y cercano a la jubilación, lo dio por bueno y se abstuvo de poner una denuncia en el juzgado. Para qué, pensó.

Hasta aquí, nada que no suceda con más frecuencia de la debida en muchos institutos españoles. Sin embargo, cuatro semanas después (es decir, cuando el chicarrón ya había cumplido su mes de asueto) Z volvió a la clase del profesor agredido. X, como es lógico, lo recibió con tanta resignación como sorpresa. ¿Qué hacía allí el muchacho, si la decisión última había sido el cambio definitivo de instituto? Tras exigir las necesarias explicaciones, la directora del IES Usher le dijo a X que se pondría en contacto con la inspectora para preguntar qué había pasado. Y lo que pasó, al parecer, es que la inspectora había olvidado firmar algún documento imprescindible para el traslado de expediente. Es decir, una negligencia fácilmente reparable.

Pues bien, más tarde que temprano, la inspectora se presentó en el instituto. ¿Quizá para interesarse por el estado del profesor? No. El motivo de su visita era muy distinto. La inspectora entró en la clase de X para supervisar su interacción con los alumnos, su metodología y hasta la idoneidad de su programación didáctica. Por supuesto, el vigoroso e impulsivo Z seguía allí, sin duda moralmente reforzado al ver que quien era objeto de escrutinio era el adulto agredido y no el adolescente agresor.

Una vez que el claustro supo de estos pormenores, se aprobó por mayoría abrumadora la redacción de un escrito dirigido a la inspección educativa. Le transcribo alguno de los párrafos:

[Suponemos que es fácil detectar] la nula correspondencia que se establece entre los hechos y la actuación inspectora. Un profesor es agredido en clase y, como medida de supervisión, se decide examinar la calidad de su desempeño educativo. Es decir, ante una flagrante vulneración de sus derechos laborales, la respuesta consiste en poner en duda su capacidad pedagógica. ¿Acaso pretende corregirse una grave falta disciplinaria con disquisiciones académicas? ¿Desde cuándo una competencia clave o una adaptación curricular sirven de escudo para detener los golpes? Imaginemos, subiendo unos peldaños en la pirámide jerárquica, que el agresor fuera un docente y el agredido un director de instituto. O un inspector. Nadie en su sano juicio esperaría que quien ha sido objeto de violencia fuera, finalmente, el sujeto investigado. Las palomas disparando a las escopetas, o, dicho en jerga jurídica, una escandalosa inversión de la carga de la prueba.

Igualmente escandaloso resulta que dicha actuación se haya llevado a cabo más de un mes después de haberse producido los hechos. ¿Qué dice al respecto el Protocolo en caso de agresión al profesorado? Pues que la inspección educativa, una vez le es comunicado el incidente, debe personarse en el centro o, al menos, ponerse en contacto telefónico con el docente agredido. Además, ha de ofrecerle asistencia jurídica y psicológica y trasladar un informe a la Delegación Provincial de Educación. ¿Se ha hecho alguna de estas cosas? Ninguna de la que tengamos conocimiento. Y ello a pesar de que, como consta en la página 15 del informe elaborado por el centro, la información fue trasladada a nuestra inspectora de referencia el 4 de noviembre, apenas un día después del suceso. Durante más de un mes, el silencio fue toda la respuesta que obtuvo el profesor X por parte de quien estaba obligada a prestarle auxilio. Transcurrido ese periodo de tiempo, la inspectora se presentó finalmente a nuestro compañero; no para mostrarle su apoyo y brindarle ayuda, sino para exigirle pruebas que determinaran su competencia profesional.

¿Qué reconocimiento podemos esperar de una administración que nos condena a semejante estado de abandono? ¿Cómo es posible que la violencia pueda justificarse por la aplicación más o menos rigurosa de unos criterios de evaluación o, en general, por el desarrollo de una u otra metodología? ¿Es esta la clase de «apoyo permanente» que recoge la ley? De ningún modo puede permitirse que una actuación de esta naturaleza (arbitraria, inoportuna y, sobre todo, falta de tacto) sirva de precedente.

El profesor X podrá aportar datos que ilustren de forma prolija el disparate. Pero nosotros, al menos, debemos constatar una certeza: recibir golpes e injurias no es más bochornoso que verse obligado, aún con el susto en el cuerpo, a demostrar la propia inocencia.

Al regreso de las vacaciones navideñas, aún no hemos recibido una respuesta formal al escrito, pero sí hemos sabido, con sorpresa, que a nuestro compañero se le va a someter a un Plan de Intervención. Y, según consta en dicho plan, es ahora el equipo directivo quien asume la iniciativa de fiscalizar la labor pedagógica de X. Entre otras cosas, se obliga al profesor a una reunión semanal con la orientadora y la dirección del centro, para «evaluar el desarrollo de las clases y tratar la planificación semanal que el profesor tenga prevista». Esto supone recordarle, de forma humillante, los objetivos de su propia asignatura al tiempo que se le sugieren nuevas sendas metodológicas. Por si esto fuera poco, el escrito arbitra la necesidad de «escuchar el sentir del alumnado» y recoger el testimonio de los, así llamados, «alumnos radares». En ningún caso se vela por el bienestar del trabajador, que queda a merced de la efebolatría oficial.

No hace falta que insista en la gravedad de los hechos. Usted ha referido sucesos similares en otras ocasiones, aunque quizá el paso del tiempo nos esté brindando la pintura grotesca de lo que antes era solamente un esbozo. A día de hoy, sucede en España que un profesor cualquiera puede ser objeto de vejaciones e, inmediatamente, pasar a engrosar la nómina de los sospechosos y los inadaptados. A día de hoy, sucede en España que los adultos a los que se les confía la instrucción de los jóvenes no son merecedores siquiera de la presunción de inocencia, incluso cuando todas las pruebas y testimonios demuestran que ellos han sido las víctimas. A día de hoy, sucede en España que ciertos miembros de la inspección educativa tratan a sus empleados como súbditos y a los alumnos como clientes. A día de hoy, sucede en España que los equipos directivos están renunciando a cualquier facultad autónoma de juicio para plegarse a los dictados de unas normativas delirantes y populistas. A día de hoy, en España, si te pegan tienes que pedir perdón y encasquetarte el capirote cónico confeccionado por los nuevos inquisidores.

Podría extenderme mucho más y compartir con usted detalles que le helarían la sangre, pero prefiero, por ahora, ser discreto. Si tiene curiosidad por el caso, ya sabe dónde localizarme.

Hasta donde haya que llegar, llegaremos.

Atentamente,

B.

 

Homo Excel

 

16730118_1353991641314410_4377284732325497729_n

 

Ayer me avisaba Facebook de que un año atrás había compartido en la red una reseña de “La tarima vacía”, el estupendo libro de Javier Orrico que da cumplida cuenta de la aniquilación de la enseñanza pública. Al comentario adjuntaba una fotografía en la que se podía ver un ejemplar del mismo, colocado estratégicamente sobre la misma tarima en la que un servidor imparte clase.  La tarima vacía sobre la tarima vacía.

Pensé entonces en todo lo que había sucedido en ese tiempo, tanto en lo que se refiere a mi vida privada como en lo que toca al paisaje arrasado que describe el libro. Pensé en esta bitácora, en las horas invertidas en ella con el propósito de hacerme claras y evidentes algunas ideas por el inveterado mecanismo de intentar explicarlas a otros. Pensé en el día, hace ya más de diez años, en que pedí que me fuera instalada esa tarima. Es un escenario, aduje. Tiene que estar más alto. Que quien lo pise comprenda que ha ingresado en un espacio diferente.

Decidí volver a compartir la foto, esta vez sin hacer ningún comentario, excepto el que ya se adjuntaba en la entrada original:

«La sociedad paga para tener un sistema educativo de mierda, porque mientras más idiotas salgan, más fácil es venderles algo, hacerlos dóciles consumidores, o empleaduchos. Graduados con sus títulos y nada en sus cabezas, que creen saber algo, pero no saben nada. ¿Qué música escuchan? Mis discos seguro que no». (Frank Zappa)

¿Cuánta gente escucha hoy a Zappa o sabe siquiera quién es? ¿Cuántos habrán leído el libro de Javier Orrico? De esos lectores, ¿cuántos serán profesores que acaban de iniciar su magisterio? ¿Cuántos serán, simplemente, profesores en ejercicio? Son preguntas retóricas, claro está, porque sabemos que se trata de una minoría. Y una minoría que ni siquiera disfruta del callado prestigio que antiguamente se atribuía a los iniciados en algún misterio, sino una minoría de apestados que habla lo que las multitudes de la corrección política tienen por una lengua muerta.

En el libro de Orrico se denuncia, entre otras cosas, la cada vez más asfixiante presión de las administraciones públicas sobre la autonomía pedagógica de los profesores de instituto; la primarización de la enseñanza media a través de una interpretación delirante de las competencias básicas auspiciadas por la burocracia bruselense; la progresiva asimilación de métodos experimentales e innovadores que no necesitan presentar más garantía de éxito que el de ser, simplemente, eso: experimentales e innovadores.

Desde dentro, puedo decir que en este último año la presión no ha hecho sino aumentar. Si alguien hiciera un estudio acerca de cuál es la palabra de moda en los institutos españoles, estoy seguro de que saldría como ganadora Excel. En efecto, la famosa aplicación de Microsoft. Nadie habla ya de libros, noticias de alcance o descubrimientos de la ciencia. Ni siquiera de política. De pronto, nos hemos convertido en una masa que pondera, porcentúa, rubrica y calcula decenas de indicadores, como si en lugar de impartir una asignatura estuviésemos elaborando el control de calidad de un coche de carreras. Somos el nuevo Homo Excel, que no es abreviatura para “excelencia”, por descontado. Calculadoras humanas que tienen como misión primera evaluar, y que en evaluar han de volcar hasta el menor de sus esfuerzos. Como segunda atribución, el Homo Excel debe registrar, de un modo exhaustivo, cada producción del alumno en clase. Y en tiempo real, a ser posible, de tal modo que de cada balbuceo, de cada mohín, de cada pequeño paso del imberbe quede constancia por escrito.

Si quien hiciera ese estudio buscara, en cambio, una palabra en franco retroceso, esa sería “enseñar”. Sencillamente, porque, en este escenario, y pese a los cientos de estándares que se han adosado a la ley, el foco no ilumina lo que debe enseñarse, tal vez por considerarlo tan obsceno como un cuadro de Balthus, sino cómo debe evaluarse lo que sea que se enseñe (siempre que esto se haga de forma recatada; esto es, de modo competencial. O sea, poco).

El siguiente paso, no nos quepa duda, será implantar, sin posibilidad de disidencia, una metodología común que incluya “aprendizaje por proyectos”, “trabajo colaborativo” y un carácter interdisciplinar que transforme los institutos en escuelas elementales. Lo que ya son ahora, pero sin tapujos. Todo ello aderezado, cómo no, con mucha inteligencia emocional y un toque ecotech.

En esto pensaba al recordar la lectura de Orrico. Y ahora creo que es momento de volver a hablar, porque cosas como la libertad de cátedra peligran.

Y porque no sé, ni quiero saber, cómo se mete la música de Zappa en un maldito Excel.

 

Disfruten del espectáculo

clapcclementine_pohl-2Si las entradas de esta bitácora se han espaciado tanto en los últimos tiempos es porque a quien esto escribe le parecía redundante seguir levantando acta del lento pero imparable hundimiento de la enseñanza española. Como, además, las propuestas que podían surgir de este espacio se oponían frontalmente al pensamiento hegemónico, tras cada publicación quedaba flotando en el aire un incómodo olor a catacumba: la sospecha de que este incienso subterráneo sólo iban a olerlo, una vez más, los convencidos, las mismas y cada vez menos numerosas narices que asoman por aquí tras haber constatado el hedor que desprende aquello que convenimos en llamar “escuela”.

Durante este tiempo, no es que las cosas hayan cambiado mucho. La nueva ley educativa se ha demostrado tan chapucera e ineficaz como cualquiera de sus predecesoras de los últimos veinticinco años. El fracaso escolar apenas se ha reducido, y, si lo ha hecho, obedece más a un maquillaje estadístico que a la imperturbable realidad. Las, así llamadas, nuevas pedagogías siguen bombardeando a los profesores en ejercicio con teorías de antiguo y de moderno cuño, la mayoría de ellas sin mayor fundamento científico que una baraja del tarot. Los políticos siguen hablando de pacto, y las nuevas tecnologías son el flamante becerro de oro.

Sin embargo, hay algo que sí ha cambiado. Algo que se veía venir, pero que nunca imaginamos que pudiera estallar como lo ha hecho. Estas discusiones pedagógicas, que antes se restringían al ámbito académico, se han convertido, como cualquier otro objeto de consumo, en un espectáculo para las masas. Lo que antes se reservaba para el debate especializado ahora es motivo de tertulia, concurso o telerrealidad en horarios de máxima audiencia. No hay cadena que no emita algún programa dedicado al asunto educativo, casi siempre a partir de un análisis superficial y profundamente sesgado de los problemas que padece eso que aún acordamos denominar “escuela”. Hasta Cuarto Milenio ha enfocado su objetivo parapsicológico para mejor iluminar las bondades de la neopedagogía, lo que quizá sea comprensible, después de todo: las pseudociencias se reconocen mutuamente sin dificultad alguna. Han proliferado tertulias, documentales, hasta concursos como “Poder Canijo”, un adefesio pagado con dinero público que la audiencia, por fortuna, ha castigado como merece. Por tener, tenemos hasta estrellas mediáticas como César Bona, con cuya invocación parecen solucionarse todos los males de la enseñanza, aunque no sepamos con certeza cuál es su método, ni siquiera si tiene uno. Y puesto que hay un héroe, y si queremos que el espectáculo continúe, los popes del entretenimiento televisivo nos proporcionan, cómo no, un villano. Ese papel le ha tocado en suerte al profesor Alberto Royo, el único en esos platós de la España cainita y bullanguera que se ha atrevido a señalar la impudicia del rey: A la escuela, ha dicho, se va, en primera instancia, para formarse, y no para ser felices. Semejante máxima le ha costado la reprobación, más o menos explícita, de presentadores, colegas, padres y hasta de monjas nada recatadas como la apelesiana Lucía Caram.

Los medios de comunicación han sido quienes, finalmente, han derribado los muros de la escuela. Pero no para ensanchar horizontes, sino para arrojar sobre ella una mirada frívola y desprovista de la menor capacidad analítica. La felicidad, los deberes, la creatividad, el acoso escolar, la educación de género…. Muchos son los temas que tienen como fondo el sistema educativo, y cuantos más se apilan sobre la mesa del profesor, menos posibilidades hay de que alguien repare en el viejo elefante que ocupa el centro mismo del aula. Ese elefante blanco, y en vías de extinción, que es el conocimiento.

Aunque parezca inverosímil, el saber ya no es la prioridad de la escuela. De hecho, cuando alguien como el profesor Royo reivindica su importancia, empiezan a arrugarse las naricillas políticamente correctas, se fruncen los entrecejos igualitarios y los guionistas televisivos coinciden en que, con tales mimbres, no están en condiciones de garantizar espectaculares subidas del share. El conocimiento no está de moda, y, por tanto, no vende. Aburre. Todo lo más se le puede conceder el papel de chivo expiatorio, de simpático pelele sobre el que descargar todos los palos, con el fin de que la audiencia sepa, a su vez, dónde debe descargar su odio.

Podría pensarse, al decir de algunos, que simplemente estamos ante un “cambio de paradigma”, como sucedió cuando se generalizó la escritura o cuando las lenguas vulgares acabaron con la hegemonía del latín. Que la era digital impone otros modos de adquirir el saber. Si así fuera, la discusión se limitaría a una cuestión metodológica. Pero de lo que aquí se trata es de un cuestionamiento radical del conocimiento en sí mismo.

Algo que ya denunciaba en 1988 Jean François Revel, y que podría trasladarse a nuestros días, palabra por palabra:

A partir de 1968 y de las revueltas inspiradas por la contracultura norteamericana que se desencadenaron ese año, un segundo componente ideológico se añadió a las groseras prácticas de la pueril y cínica censura, a saber, que la simple transmisión del conocimiento era reaccionaria. Por lógica vía de consecuencia, aprender también lo era. Asistimos a la expansión de la pedagogía llamada no directiva, que, en quince años, consiguió llevar a cabo la proeza de que una tercera parte de los niños que se presentaban al ingreso en el segundo ciclo, después de cinco o seis años de «instrucción» elemental, eran casi analfabetos, y que una parte apenas minoritaria de los estudiantes que llegaban a la universidad podían leer, pero muy pocos podían comprender lo que descifraban. Esta decadencia no puede atribuirse más que parcialmente al aumento de los efectivos y a la falta de personal docente cualificado. Es consecuencia principalmente de una doctrina de las más oficiales, de una opción deliberada, según la cual la escuela no debe tener por función transmitir conocimientos. […]

Según tales directrices, la escuela debe dejar de transmitir conocimientos para convertirse en una especie de falansterio «de convivencia», de «lugar de vida» donde se despliega la «apertura al prójimo y al mundo». Se trata de abolir el criterio considerado reaccionario de la competencia. El alumno no debe aprender nada y el profesor puede ignorar lo que él enseña.

¿No es éste el método más expeditivo para suprimir el fracaso escolar? Los defensores de la nueva pedagogía niegan, en efecto, que ese fracaso sea escolar. Lo atribuyen a una sola y única causa: las desigualdades sociales. No existen, según ellos, las desigualdades de capacidades o de dotes, o de energía, entre los hombres, ni diferencias cualitativas entre sus disposiciones. Las diferencias que se observan entre sus resultados escolares proceden de que han sido favorecidos o desfavorecidos social y culturalmente. Conviene, pues, ante todo impedir que esas diferencias se produzcan, porque podrían crear la ilusión y difundir la errónea convicción de que ciertos alumnos tienen más éxito que otros porque son más inteligentes o más diligentes o tienen un profesor mejor que los demás. Pero no es así. Sólo la clase social, el privilegio económico y la ventaja cultural concedida por el ambiente explican esas diferencias. Todo lo que sucede en la escuela se deriva de factores exteriores a la escuela. La escuela no tiene, pues, más que una sola misión: neutralizar la influencia de esos factores restableciendo en su seno la rigurosa igualdad de resultados que, por desgracia, no se encuentra fuera de su recinto. (El conocimiento inútil, Ediciones Austral, páginas 390-391).

Este fragmento, que podrían suscribir muchos profesores de enseñanza media españoles, hace referencia a la situación en Francia a finales de los 80, precisamente por los años en que aquí también se empezaba a poner en solfa la autoridad de los enseñantes y la pertinencia de una escuela pensada para trasmitir conocimientos. Revel atribuye a la izquierda el igualitarismo radical que lamina los planes de estudios y transforma los colegios en inmensas guarderías emocionales. Otros prefieren culpar al utilitarismo capitalista o al interés del Leviatán estatal por mantener a sus ciudadanos en una conveniente ignorancia. Lo cierto es que, sea como fuere, esta filosofía disparatada es la que se está imponiendo, ya no sólo en despachos y claustros, sino también en la opinión pública. El psicólogo, el sociólogo, y ahora el terapeuta afectivo, han ocupado el lugar del sabio, que ya sólo es el retrato en sepia de un antepasado poco menos que extravagante.

Casi veinte años más tarde que Revel, Alessandro Baricco publicó su ensayo “Los bárbaros”. En él, el escritor italiano concibe Google como el campamento en el que se custodian los valores de esta mutación asombrosa:

[…] la superficie en vez de la profundidad, la velocidad en vez de la reflexión, las secuencias en vez del análisis, el surf en vez de la profundización, la comunicación en vez de la expresión, el multitasking en vez de la especialización, el placer en vez del esfuerzo.

Baricco, a diferencia del ensayista francés, no cree que exista una estrategia oculta, ni siquiera una lucha de intereses, sino una progresiva mutación, por lo que los llantos apocalípticos carecerían de sentido. Los bárbaros, mutados en mayor o menor grado, somos nosotros. A la barbarie se opone, claro, la civilización, constituida por el legado cultural que la escuela debería transmitir. Si se renuncia a ello, se perderá algo que un día fue muy preciado, una riqueza inabarcable que se remonta hasta Grecia y más allá. Podemos elegir, dice Baricco, entre rendirnos a los valores de los nuevos surfers o buscar el modo de que esa herencia les resulte atractiva sin cometer el error de trivializarla. A él, mutante confeso, le parece un reto extraordinario.

Pero, ¿qué opinará Baricco de la velocidad con que está empezando a romper la ola? En Finlandia se plantean suprimir la escritura del plan de estudios y eliminar la tradicional compartimentación en asignaturas. En las universidades campea la corrección política, lo que impide hablar abiertamente de casi nada. Todos deben ser preservados de aquellas opiniones que puedan poner en peligro su autoestima o su conciencia individual. La superficialidad y las demandas constantes de placer, en todas partes del mundo civilizado, parecen constituir una regresión a un estadio de felicísima irresponsabilidad infantil. Quizá ese sea el propósito, más o menos consciente, de los bárbaros: ir hacia delante, a toda prisa, para, finalmente, no abandonar nunca el jardín cerrado de la niñez.

Lo cierto es que defender en la plaza pública, como lo hacen el profesor Royo y algunos otros valientes, el valor intrínseco del conocimiento es, hoy en día, un ejercicio ingrato. Pero ni la televisión ni los motores de búsqueda son los culpables primeros de esta coyuntura. Los medios no han hecho sino amplificar el ruido de cascos de la caballería bárbara, que ya estaba instalada en colegios, institutos y campus universitarios. Poco ha cambiado desde que Revel publicó aquel magnífico libro en 1988.

La diferencia es que ahora lo sabe todo el mundo.

El malentendido

Sofistas

José Antonio Marina aprovecha hoy la tribuna que le concede El Mundo para explicarse. Bien está, porque en su nuevo artículo el filósofo se muestra más sosegado y no tan proclive a los maximalismos de baratillo.

No obstante, la suavidad en las formas no alcanza a disimular las asperezas de un fondo que apenas se sugiere, prudentemente oculto bajo una capa de referencias internacionales de postín. Veamos qué matiza el profesor Marina, y qué, pese a todo, continúa generando razonables dudas sobre la bondad de sus propósitos.

  1. En primer lugar, el autor lamenta haber sido malinterpretado. Hasta llega a admitir que, quizá, la culpa sea suya.

[…] el debate sobre estos temas es necesario, pero me entristece que se hayan basado en malentendidos o en información fragmentada, porque pueden dar al traste con una posibilidad que me parece hermosa. Es posible que haya tenido yo la culpa.

Suponemos que alguien de su talla intelectual se habrá percatado de la ironía analógica. Hasta es posible que haya aprendido algo sobre la inmediatez, la fragmentación, la superficialidad y otros inconvenientes aparejados a la sobreexposición mediática. Algo parecido, profesor, es lo que sucede en la enseñanza española. La escuela, desde hace años, ha perdido la pausa del discurso para dejarse llevar por la espectacularidad del eslogan. La reflexión ha sucumbido ante el brillo de la seducción publicitaria, y la importancia de la palabra justa se ha visto relegada por un utilitarismo que pretende reducir las fuentes del conocimiento a un manual de supervivencia y los análisis razonados al simpático gorjeo de un tuit.

  1. La primera matización está dedicada a la carrera docente. Marina dice ahora que no se trata de instalar en las aulas una versión colegial del Gran Hermano, sino de apostar por una carrera en la que se reconozca el mérito y haya cabida para el «desarrollo personal y laboral». Esto lo firmaría cualquiera, y, de hecho, es una demanda clásica de las asociaciones de profesores. Algo muy diferente de lo que propone en este vídeo (1´44´´)

Despidos

En su tribuna de El Mundo, Marina añade que habría que atraer a los «mejores», propósito loable. Lo extraño es que no haga un aparte para señalar las ridículas exigencias de la carrera de Magisterio, de donde salen los maestros de Primaria que habrán de abordar las etapas más decisivas del aprendizaje. No es nada nuevo, porque la LOGSE ya se ocupó de contribuir a esta indiferenciación académica, metiendo en el mismo saco a maestros y profesores de instituto.

  1. Marina dice, además, que los profesores no quieren ser evaluados, lo cual es falso. De hecho, si la inspección se lo propone, no tienen más remedio que someterse a examen. Lo que ocurre es que la gran mayoría pone en duda que los criterios de evaluación sean los idóneos para valorar cuánto y cómo aprenden sus alumnos. Un modo objetivo de saber esto sería estableciendo periódicas pruebas de nivel con diferentes grados de incidencia en la trayectoria escolar del estudiante. Pero Marina ya ha dicho que no le gustan las reválidas. No sé qué dirá la lógica de esto, pero parece difícil juzgar el rendimiento de los docentes sin evaluar, del modo más objetivo posible, los resultados de los discentes.

Marina apunta a algo tan clásico como la evolución de las notas. Si el niño pasa de 1 a 4, hay mejoría. Claro que sí. Y tanta más habrá si de las calificaciones del profesor depende una parte sustanciosa del salario. La idea del portfolio es, asimismo, muy bonita, pero insuficiente en un sistema en que los cursillos sobre competencias emocionales ganan por goleada a los de didáctica específica. En cuanto a la opinión de los alumnos, parece un argumento débil, sobre todo cuando el sistema ya se ha encargado de instilar el mantra de que la educación ha de ser fácil y divertida como un capítulo de Los Simpson: cabe suponer que, en ciertos contextos, la figura del profesor exigente perezca frente a los colegas apruebalotodo. Sobre la idea de reclutar profesores «de élite» para los centros muy conflictivos, sólo diré una cosa: lo propio de un humanista sería plantear, de principio, el modo de frenar la proliferación de esta clase de institutos.

  1. El filósofo vuelve a despreciar la influencia que una ley puede tener en la evolución del sistema educativo. Si las reglas son absurdas, el juego es inviable incluso para los más dotados. De hecho, las reglas parecen redactadas para infligir daño. Imaginen un piloto excelente al que, por algún motivo, se le obligara a salir desde la última posición de la parrilla de salida. No un día, sino todos los días. ¿Podríamos reprocharle que no ganara? Sin duda, no. Pues una situación semejante es la que tienen que vivir miles de profesores constreñidos por una normativa surrealista y un concepto de la enseñanza cada vez más inspirado en los vínculos clientelares y la estabulación obligatoria. Que entre ellos existan malos ejemplos no anula esta evidencia, sino que la confirma: esas mismas leyes son las que han deteriorado el proceso de selección y hasta el paradigma de lo que ha de ser un profesor competente.

Marina, por su parte, es partidario de extender la obligatoriedad hasta los dieciocho. En cambio, no se ha pronunciado en favor de prolongar un Bachillerato que a día de hoy está completamente destruido.

  1. Por tanto, podemos afirmar que la corriente filosófica que mejor domina Don José Antonio es la sofística, ese arte de modular las palabras en función de los interlocutores. Reformas que no atacan el centro del problema, pero sí a quienes deben lidiar con él cada mañana.

Entre los que, por desgracia para nuestros alumnos, no se cuenta el señor Marina.