Soy funcionario público en un sistema hiperburocratizado y con una marcada impronta colectivista. Al mismo tiempo, soy un individuo de ideas liberales, que no cree en el Estado como planificador central. El reproche que podría hacérseme, tan obvio como infundado, consistiría en señalar la contradicción y sugerirme mi egreso de la enseñanza pública para inmediatamente pedir asilo en el sector privado. Digo que carecería de fundamento porque nada hay más liberal que intentar procurarse los mejores trabajos que el mercado ofrezca. Y la fuerte intervención estatal en este campo ha determinado que sea el sector público el que proporcione mejores sueldos y condiciones laborales. Siendo así, tengo la conciencia muy tranquila.
De hecho, defender ideas liberales en la enseñanza es asunto espinoso y poco popular entre los compañeros del gremio, por una sencilla razón: de implantarse tales ideas ocurriría que nuestra envidiable posición de funcionarios comenzaría a cuestionarse. Esto no significa que hubieran de suprimirse unilateralmente los derechos adquiridos, pues otro principio liberal es el de respetar los contratos que se establecen entre las partes. Pero es cierto que las futuras generaciones de docentes se embarcarían en una aventura bien distinta, como es la de la libre competencia.
Por si queda alguna duda, no se niega aquí la legitimidad del puesto bien ganado en oposiciones libres (cuando han sido enteramente libres). Lo que se trata de argumentar es que ese puesto no tendría por qué estar asignado a una plaza específica de modo vitalicio. Dicho de otro modo, entraríamos en el juego de la oferta y la demanda al que están acostumbrados otros profesionales.
Pero, ¿es realmente posible un sistema educativo que responda a estos principios? ¿Qué es un sistema educativo liberal, en realidad?
Hay una respuesta clara para la primera pregunta: Sí, es posible. En cuanto a la segunda, sucede que la interpretación de lo que habría de ser un sistema liberal no es unívoca.
Pese a los recelos que inspira en una sociedad acostumbrada a la tutela del Estado, es indudable que las reformas que se demandan desde los grupos más críticos con el sistema vigente comparten con el liberalismo un ethos común:
[…] una escuela que proporcione una buena formación cultural y sirva como instrumento de promoción social, requiere en primer lugar un ambiente académico donde rijan unas normas de disciplina que deba asimilar el alumno y que se basen en el respeto al profesor y en el deber de estudiar. Sólo el respeto a estas normas garantiza el derecho a la educación del que quiere aprender.
La supresión de la disciplina, de los exámenes y de cualquier forma de selección de los alumnos en función de su rendimiento escolar explica el fracaso de la escuela pública tras las sucesivas reformas socialistas. La izquierda, al allanar el camino hacia los títulos académicos mediante la supresión de cualquier forma de exigencia, los ha despojado de cualquier valor y, por tanto, ha quitado a los chicos sin recursos que sólo tienen la escuela como instrumento de movilidad cualquier posibilidad de destacar y prosperar.
Las citas anteriores, que acaso podrían firmar la mayoría de los asiduos a este blog, están escritas por Álvaro Vermoet: un liberal. Promoción social, disciplina, derecho a la educación, exigencia, respeto y deber de estudiar. Palabras que la LOGSE y su secuela han desustanciado en aras de un igualitarismo a la baja. Y lo han hecho, precisamente, por ser fieles a su propio ideario colectivista, en el que no importa tanto la libertad (y la selección que inevitablemente comporta) como la «redistribución del conocimiento».
Dicho esto, y como se ha señalado en un análisis reciente, el colectivismo no es propiedad exclusiva de la izquierda, sino de todos aquellos partidos que aspiran a mantener las exageradas atribuciones del Estado moderno. Un vistazo a los programas de los cuatro partidos con mejores perspectivas de voto sirve para darse cuenta de que a ninguno se le pasa por la cabeza desprenderse de un mecanismo de control tan poderoso como es el de la educación. Algunos, ciertamente, tratan de incorporar parte de los principios expuestos más arriba, pero sin contemplar la opción de que la sociedad civil pueda adquirir mayor protagonismo en su desarrollo.
Los profesores nos quejamos, con razón, de la mala gestión de los recursos. Si, por ejemplo, un plan determina que todos los institutos tendrán pizarras digitales, esas pizarras se instalarán aun a pesar de que una mayoría del claustro no quiera o no sepa manejarlas. Si la partida presupuestaria refleja que hay que instalar un ascensor se hará a expensas de otras necesidades más perentorias, como puedan ser reparar el techo o ampliar el número de aulas. Del mismo modo, y por motivos que jamás se llegan a conocer, ciertos institutos gozan de las mayores comodidades mientras que otros son invariablemente postergados. Nada de esto es sorprendente, pues una característica de la planificación central (ya sea estatal o autonómica) es la deficiente, y en muchos casos arbitraria, asignación de recursos. Hoy mismo, un sindicato ha hecho pública una encuesta en la que el 93% de los enseñantes considera que el mantenimiento de los ordenadores asignados a los centros es «casi inexistente». Teniendo en cuenta que se han repartido hasta la fecha más de 400.000 ultraportátiles entre el alumnado andaluz, el asunto es grave. Asimismo, es de maravillar que toda esa infraestructura, tan proclive a la obsolescencia, se haya creado mucho antes de que existan materiales didácticos suficientes y la voluntad necesaria para usarlos.
Como no podía ser de otra manera, los recursos humanos también se distribuyen de forma ineficiente. El precio a pagar por la condición vitalicia de funcionario es la inmovilidad laboral. Los pocos institutos que se salvan del naufragio suelen estar atestados de profesores al borde de la jubilación, pues sólo el acúmulo de años de servicio faculta para intentar el salto a ese reducido grupo de centros. Para cualquier profesor es indispensable practicar la virtud del estoicismo, ya que, sea cual sea su ambiente de trabajo, la única salida consiste en fiarlo todo al tiempo y a la cosecha burocrática de puntos. Y todavía peor: la misma arbitrariedad que observamos en la asignación de recursos materiales se da en lo que respecta a los humanos. Conocidas son las, así llamadas, comisiones de servicio, por las que un profesor X puede sortear los susodichos obstáculos legales y acceder temporalmente a una plaza que no es la suya.
Si somos sinceros, resulta embarazosa hasta la rotación misma de las jefaturas, que, en aras de una democracia interna mal entendida, puede llegar a recaer – rotando, rotando – en ese compañero o aquella colega que no dan un palo al agua y acostumbran a llegar tarde a su puesto de trabajo. Por no hablar de los «liberados de la tiza» que se atrincheran en la vida muelle de los CEPs o en los sindicraufors de clase. Sindicatos que, por cierto, son rehenes de las ayudas millonarias que el Estado les dispensa, lo que los incapacita para mantener una postura independiente.
El afán igualador y colectivista es el polvo que ha traído estos lodos, como la pretensión de crear un Cuerpo Único a partir de titulaciones de muy distinta categoría. O la creación de una línea pedagógica oficial que obliga a la uniformidad monolítica del magisterio. ¿Nadie ha pensado en lo deprimente que resulta la compilación anual de programaciones indiscernibles y repletas de indicadores en los que sólo unos pocos iluminados creen? ¿A nadie le parece extraño que en un país de cuarenta y pico millones de habitantes prevalezca un modo único de enseñar y de recibir esas enseñanzas? ¿Alguien cree que la polémica entre, pongamos por caso, comprehensivos y contenidistas va a desaparecer algún día por convencimiento de la parte contraria? Es poco probable. Y eso ocurre porque, por fortuna, no hay un solo modo de entender las cosas, y menos en un ámbito tan escurridizo como el del aprendizaje. La trifulca entre unos y otros tiene lugar porque, dependiendo de quien maneje los hilos políticos, se da prioridad a esta o aquella moda pedagógica. En un sistema liberal el modo de enseñar carecería de importancia frente al valor intrínseco de los aprendizajes; es decir, mientras se pudiera demostrar de un modo objetivo que el proceso ha dado los frutos apetecidos.
Por estas y otras muchas razones, soy escéptico en lo que toca al futuro de la enseñanza pública as we know it. Vermoet abunda en el problema:
Como el liberalismo no cree en la fatal arrogancia que supone una planificación estatal de las necesidades humanas, cede a la sociedad la respuesta a sus propias demandas y rechaza el monopolio de los servicios públicos. La izquierda ha aprovechado su defensa de una economía intervenida, de la existencia de los servicios públicos y de los monopolios estatales para hacer creer que sólo un Gobierno de izquierdas se preocupará por la escuela pública; que lo que interesa a la escuela pública es que gobierne la izquierda.
Lamentablemente, muchos liberales han limitado su discurso a la defensa de la privatización del sistema educativo y de la libertad de los padres para educar a sus hijos sin intromisiones, con lo que han negado legitimidad a cualquier reforma que trate de introducir en la escuela pública principios liberales como el fomento del esfuerzo y la responsabilidad individual de los alumnos. La ausencia de un discurso liberal en la enseñanza pública ha dejado el camino libre a la perpetuación en ésta de la ideología socialista, que controla el conjunto del sistema educativo
Para abordar la mayoría de los debates actuales y cambiar el actual estado de cosas resulta insuficiente limitar el discurso liberal a propuestas como las privatizaciones o la educación en casa (homeschooling). Lo que verdaderamente necesita la escuela es que se potencien en su seno valores tan liberales como el esfuerzo, la responsabilidad, la eficacia y la transparencia en los resultados, y que los centros públicos vuelvan a ser instrumentos de promoción social.
Lo que falta en esta reflexión de D. Álvaro es que la derecha también ha contribuido a ello, pues, ya que citamos a Hayek, esta propensión es rasgo de los «socialistas de todos los partidos». Nada hay menos liberal que una concertación subvencionada, hallazgo del PSOE que los populares han explotado con creciente entusiasmo. El propio Vermoet así lo admite:
De acuerdo con el sistema actual, el Estado cubre la totalidad de los gastos de la escuela pública, a la cual asigna docentes en régimen de funcionariado. Como si se partiera de una demanda insuficiente, el Estado asume el gasto de los centros públicos con total independencia de los resultados que cosechen y de la elección de los padres. Hay, por otro lado, un régimen de conciertos, por el cual el Estado cubre los gastos (nunca del todo) de algunos centros privados, a condición de que las enseñanzas que impartan sean gratuitas (nunca lo del todo). La concesión del concierto es discrecional: no hay vinculación a los resultados o a la demanda, aunque sí se consigue someter los centros concertados a esa burocracia de la escuela pública moderna, o sea socialista.
Y no sólo eso, sino que muchos concertados seleccionan a sus alumnos aun cuando la ayuda estatal debería obligarles a observar los mismos criterios que los prescritos para los centros públicos. En este punto, sin embargo, conviene matizar una cosa: esta selección se produce también entre colegios e institutos estatales. De un lado, por la adscripción territorial. De otro, porque ciertos centros más afines a la línea oficial derivan a los alumnos problemáticos a otros de la misma zona, convirtiéndose estos últimos en una especie de lazareto escolar.
Como se ve, el liberalismo no implica necesariamente la privatización inmediata de la enseñanza (aun cuando sería el estado ideal de un liberalismo puro) pero sí la incorporación de ciertos principios y medidas liberales.
Vermoet propone el cheque escolar, por el cual el Estado abonaría directamente a las familias el dinero destinado a la educación de los niños en aquellos centros, públicos o privados, que tuvieran a bien elegir. El Estado debería exigir unos requisitos imprescindibles de homologación, fijar unos contenidos comunes, establecer evaluaciones externas y garantizar la transparencia de los resultados:
Veamos un símil: si el Estado quisiera financiar la alimentación de toda la población, podría o bien subvencionar supermercados a cambio de la gratuidad de ciertos productos, o bien dar una ayuda diaria por persona. El cheque escolar no pretende ayudar a los centros educativos, ni darles estabilidad ni seguridad. Pretende ayudar a las familias que, sin ese cheque, jamás podrían permitirse llevar a sus hijos a la enseñanza privada. Pretende igualar a pobres y a ricos a la hora de elegir colegio. Pretende, en definitiva, que los centros se tomen tan en serio la educación de los pobres como la de los ricos.
Sobre la evaluación y el valor de los títulos académicos, esto es lo que dice Vermoet:
En cuanto a los títulos académicos, los imparten entidades, públicas o privadas, que tienen derecho a evaluar directamente a cada alumno antes de otorgarle alguno. Esto es, desde luego, más eficaz que imponer requisitos a los centros, inspeccionarlos y luego confiar en su criterio para impartir las titulaciones. ¡Cuánto mejoraría la enseñanza si diéramos más libertad a los centros para gestionarse y controláramos desde fuera los resultados! Y no hay que olvidar que examinar a los alumnos sale más barato que contratar inspectores y funcionarios.
Hoy, muchos profesores se quejan de que las pruebas de diagnóstico no determinan nada, de que muchos alumnos ingresan en los institutos sin los conocimientos mínimos, y hasta se ha renunciado a una mejora económica porque la evaluación que podía aprobar tal incentivo dependía única y exclusivamente de los profesores evaluados. La evaluación externa confiere valor a los títulos y alienta la libre competencia entre escuelas, lo cual, en buena lógica, sólo podría redundar en un beneficio para el ciudadano que acude a estas instituciones.
En resumen:
La liberalización necesaria no pasa por la utópica privatización de toda la escuela pública, previa laboralización de todos sus funcionarios, sino por fijar claramente quién es el propietario de los centros públicos y permitirle gestionarlos con autonomía o privadamente, por devolver la autoridad –moral y legal– al profesor, por establecer un sistema de financiación como el cheque escolar y por generalizar las pruebas de evaluación externas y transparentes.
Este es el plan liberal, que ustedes pueden analizar con más calma en el correspondiente enlace. Un verdadero cambio, desde luego, pero también una apuesta por la libertad.
Y, ahora, que llueva.
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