Tom Prendes Rubiera recita y acompaña el poema Dislexia, del poemario Extrarradio (Barcelona, 1998).
Papiroflexia (2001)
Extrarradio (1998)
La lección de Geografía
La lección de Geografía
El mapa es vuestra Tierra.
No los valles, los montes, la sorda soledad
de los apriscos.
No el murmullo falaz de los arroyos
ni los niños
que escupen un idioma farisaico.
El mapa.
No el turbión de las noches sin estrellas
ni la fruta repleta de gusanos.
Tampoco las ciudades invisibles,
las sendas retorcidas o los niños
que ocultan en la sangre un extranjero.
El mapa.
Los hombres y mujeres que han cruzado
heridos de silencio la frontera,
no los mires. Su lenta procesión,
que no te aflija.
Del peso de la rama generosa,
tan pródiga que muere en la abundancia,
terminan por caer algunas nueces.
Son cosas de la historia, así que olvida
las frases que te dicta la conciencia.
Porque el mapa es lo único
que importa.
Porque es más cierto que el raigón profundo
del árbol milenario.
Más que el tiempo analógico del mito;
feliz como un axioma
de dientes afilados, inocente
como el niño
que aún no ha despertado a la calumnia.
Y, así pues:
no la música,
no la danza,
no la vida.
Ni las arquitecturas imposibles
ni el fulgor matemático del rayo,
la savia primordial de las auroras
o los niños
que van a suspender en Geografía.
Historia antigua
Historia antigua
Me enseñasteis el cántaro romano
en el monótono apogeo de la tarde;
suscribiendo, paganos y felices,
con aquel colofón de historia antigua
vuestra orgullosa estampa de anfitriones.
Paris y Helena.
Pero eso fue después de abrir mis ojos
al zócalo de mármol serpentino,
el puf minimalista, la cómoda en madera
de iroko y guayacán.
Después de calcinar la barbacoa
con gozo incombustible en cada ofrenda,
y hablar, tal que sofistas lapidarios,
del ámbito político y la bolsa,
del grato paladar de los capones,
de cómo se adelgaza con el tiempo
el músculo mendaz de la utopía.
Sólo después de entrechocar las copas
y proponer un brindis
por los vencidos plazos de nuestra juventud,
por los años de guerra o armisticio
que el amor decretaba en primavera.
Por aquella mañana
de abril en que encontramos
(supinos, inconscientes arqueólogos)
el ánfora latina en los abismos
vacíos y tartáricos del Metro.
Creíamos oír, almas de cántaro,
el eco de unas voces milenarias:
remotos parlamentos en la lengua
desnuda y cadenciosa de las vides.
Sus nombres divulgándose en la escuálida
cerviz de la vasija.
Haced memoria.
…pudieron ser los dioses del Olimpo
quienes, alguna vez,
llevándose a la boca el alabastro…
La juventud ardía. Y tú, Paris,
el héroe que inspira este relato
(mayor en años, más fuerte y cauteloso)
requeriste el trofeo, como siempre.
Que ganases a Helena, es indudable,
lo sancionaba el mito.
Por eso, aquella tarde hipotecada
en dar fisonomía al disimulo
estaba ya pensando en escribir
este poema cuando dije
(tendréis que perdonarme mi mal vino)
que todo ya es, en fin,
historia antigua.
El poema inexistente
El poema inexistente
Este poema, en realidad, no existe,
pues pretende escapar de toda forma
y ser sólo sentido, confesión
de cuantas cosas sucedieron
para no ser nombradas nunca.
Este poema es imposible, y duele
decir que apenas dice nada
en su morosa rotativa de impotencias;
que, si ha nacido, asoma
con los pies por delante,
como un muerto asustado de saberse
muerto en la claridad del mediodía.
Su color es un blanco
de palinodia sin excusa (porque
no tiene potestad para quejarse,
porque nadie le ha dado vela, porque
no hay entierro, ni muerto, ni dolientes,
ni túmulos, ni urnas,
ni, claro está, palabras necrológicas
que certifiquen la bondad de lo nonato).
Este poema debería hablar de lo innombrable,
y ser así el poema último,
el necesario ajuste
de cuentas con la vida.
Pero se agosta como un fruto
agusanado,
es un canto retráctil que no clava
más aguijón que el de la elipsis perezosa,
que si inocula algún veneno
es apenas un pálido narcótico
para alcanzar la salvación por el silencio;
una vez más,
callar lo imprescindible, seguir alimentando
la mentira.
El caso es que el poema se vaya construyendo
poco a poco,
ambicionando cielo mientras desgarra nube,
a tientas acreciéndose en la noche
como una catedral de agua.
A la espera de símbolos que inunden
las mudas galerías sin espejos;
de mentidas reliquias con que colmar los sótanos,
de ardores epifánicos.
De la revelación que nadie alcanza
sino cuando su voz ya no es la suya.
Y, mientras tanto, dejar que pase el tiempo,
hacerse el loco en las esquinas del sintagma.
Disfrazar la osamenta con vestidos
retóricos que son, al fin y al cabo,
mortaja de un cadáver, de un secreto.
Porque, en verdad, este poema
es un secreto y un cadáver.
Es el cadáver y el secreto
que la forma se lleva hacia la tumba.
Es el poema que no canta:
celosa arqueta de ignominias,
sentina rumorosa del espíritu
en la que se desagua la conciencia.
Pero si me preguntan qué agua sucia,
qué frescos lodazales esconde su discurso;
qué muerto muere hoy sin lacrimosas,
qué secreto:
ya dije en el principio que no existe,
ya dije (¿no lo dije?) que no habita
en la intención de estas palabras. Porque
este poema es imposible,
y el misterio no viaja en el presente
desde un pasado incierto, sino que se proyecta
hacia el futuro: es el futuro,
el miedo del futuro.
Lo que jamás escucharán
vuestros oídos.
El poema hermético
El poema hermético
Creí que llegaría un mensajero:
un Hermes taciturno y aburrido
de tantas diligencias misteriosas.
Creí que con mirarle alcanzaría
el don de conocer todos los nombres.
Aún estoy aquí, durmiendo al raso.
Y en las noches heladas, un aliento
remoto y melancólico me abriga
con la breve sentencia de sus plumas.
Hay más encrucijadas
que caminos.
El último
El humo
(dibujando en el aire
proporciones doradas, rizos,
cúmulos de escoria celeste o espirales
sintácticas o nimbos de tristeza)
te ciñe las jornadas
con el sigilo de una túnica inconsútil.
Si no recuerdo mal, fue la otra noche
cuando (burlando el desaliento)
murmuraste:
Mañana lo dejo.
El metapoema
El metapoema
Estás leyendo este poema.
Otro poema, como si no hubiese
ya bastantes. Comprendo tu recelo:
ambigua es la razón de los poetas,
tan velada y aérea su amenaza
que fueron declarados no hace mucho
mortales enemigos de la polis.
Pero eres indulgente y determinas
abrir otra hondonada a la esperanza,
de nuevo penetrar en la sintaxis
hasta uncir los dorados arquetipos
al yugo cautelar de su apariencia.
Pretendes resolver la analogía
de los signos, atar cabos, buscar
correspondencias misteriosas.
Llegar a alguna parte, donde sea,
seguro de pagar, en cualquier caso,
el precio de adentrarse en campo ajeno.
Tus ojos te delatan: participas
del engaño con muda fruición.
Vas persiguiendo huellas imposibles,
como un explorador el monumento
de una cultura arcaica, tan remota
que acaba confundida con el mito.
Tal vez se cimentase su liturgia
en un tiempo anterior a la palabra,
cuando la máquina del mundo ardía,
feroz e indivisible, en las tinieblas
de un eterno presente de antinomias;
y, claro, así no te es posible, dices,
saber a qué designio encomendarte.
Pero, ¿qué voy a descubrirte
que no sepas? El arte es experiencia,
y tú le das sentido a cada paso.
Aunque el pie, desviándose del ritmo,
se hunda en los resquicios minerales
del silencio. Aunque a veces se te olvide
que Ítaca es la excusa para el viaje,
y el canto la inaudita circunstancia
de un yo que se desliza hacia el vacío.
Dispensas realidad a sus asuntos
(aunque, pensándolo con calma,
¿tenías más opciones que leerlo?)
ahora que has leído este poema.
El poema bucólico
El poema bucólico
A María Jesús González e Irene Villa
Fijaos por un instante en el pastor.
Madrugado a la escarcha, feliz sobre la roca
que esconde los secretos de la tierra.
Guardando a su pacífico rebaño
de los impuros lobos, cuyas garras
acechan la pureza de la estirpe.
Y esa boina, como un interrogante
alzado al limbo.
El vino del país en odres nuevos,
la siringa
que le respinga el alma
y al estilo de Marsias enmudece
el pánfilo mugir de su ganado.
Decidme si no es vieja esta retórica
de danzas populares, de atambores;
si el locus no ha perdido, con los años,
la amena condición de sus riberas.
Miradlo.
Por los prados bravíos, primordiales,
(musitando sus nanas neolíticas
sobre el sordo roncón de los cencerros),
gobierna el vaquerizo la manada.
Alguna vez, clamando a lo divino,
lo vemos celebrando su impostura
de extático, piadoso coribante
que baila con atávica grandeza
los ritmos circulares del presente.
Y nos hace reír el nemoroso
con el grave,
sombrío soliloquio que recita:
…la sangre de mi tierra,
la tierra profanada…
Reiríamos a gusto si no fuese
porque el tacto del odre conmemora
la piel fosilizada de los muertos.
Reiríamos a gusto con sus fábulas
de bárbaros y príncipes,
de padres fundadores,
su hacha y su serpiente,
la jerga parabólica y el chiste,
la jerga parabélica y el chiste
de la sangre que corre, positiva.
Miradlo.
¿Qué nuevos sacrificios habrá urdido
la parca fantasía que lo arropa?
¿Tendrá sueños? ¡Oh, sí!,
acaso sólo uno,
un sueño de ingeniosas geografías,
de ruinas ancestrales,
de Arcadias endogámicas que engendren
hijos tontos
como herbívoros
de sangre
coagulada.
Un dulce gorigori al mediodía.