La lección de Geografía

La lección de Geografía 

 

El mapa es vuestra Tierra.

No los valles, los montes, la sorda soledad

de los apriscos.

No el murmullo falaz de los arroyos

ni los niños

que escupen un idioma farisaico.

 

El mapa.

 

No el turbión de las noches sin estrellas

ni la fruta repleta de gusanos.

Tampoco las ciudades invisibles,

las sendas retorcidas o los niños

que ocultan en la sangre un extranjero.

 

El mapa.

 

Los hombres y mujeres que han cruzado

heridos de silencio la frontera,

no los mires. Su lenta procesión,

que no te aflija.

 

Del peso de la rama generosa,

tan pródiga que muere en la abundancia,

terminan por caer algunas nueces.

 

Son cosas de la historia, así que olvida

las frases que te dicta la conciencia.

 

Porque el mapa es lo único

que importa.

Porque es más cierto que el raigón profundo

del árbol milenario.

Más que el tiempo analógico del mito;

feliz como un axioma

de dientes afilados, inocente

como el niño

que aún no ha despertado a la calumnia.

 

Y, así pues:

no la música,

no la danza,

no la vida.

 

Ni las arquitecturas imposibles

ni el fulgor matemático del rayo,

la savia primordial de las auroras

o los niños

que van a suspender en Geografía.

Historia antigua

 

Historia antigua

 

Me enseñasteis el cántaro romano

en el monótono apogeo de la tarde;

suscribiendo, paganos y felices,

con aquel colofón de historia antigua

vuestra orgullosa estampa de anfitriones.

 

Paris y Helena.

 

Pero eso fue después de abrir mis ojos

al zócalo de mármol serpentino,

el puf minimalista, la cómoda en madera

de iroko y guayacán.

Después de calcinar la barbacoa

con gozo incombustible en cada ofrenda,

y hablar, tal que sofistas lapidarios,

del ámbito político y la bolsa,

del grato paladar de los capones,

de cómo se adelgaza con el tiempo

el músculo mendaz de la utopía.

 

Sólo después de entrechocar las copas

y proponer un brindis

por los vencidos plazos de nuestra juventud,

por los años de guerra o armisticio

que el amor decretaba en primavera.

 

Por aquella mañana

de abril en que encontramos

(supinos, inconscientes arqueólogos)

el ánfora latina en los abismos

vacíos y tartáricos del Metro.

 

Creíamos oír, almas de cántaro,

el eco de unas voces milenarias:

remotos parlamentos en la lengua

desnuda y cadenciosa de las vides.

Sus nombres divulgándose en la escuálida

cerviz de la vasija.

 

Haced memoria.

 

…pudieron ser los dioses del Olimpo

quienes, alguna vez,  

llevándose a la boca el alabastro…

 

La juventud ardía. Y tú, Paris,

el héroe que inspira este relato

(mayor en años, más fuerte y cauteloso)

requeriste el trofeo, como siempre.

 

Que ganases a Helena, es indudable,

lo sancionaba el mito.

 

Por eso, aquella tarde hipotecada

en dar fisonomía al disimulo

estaba ya pensando en escribir

este poema cuando dije

(tendréis que perdonarme mi mal vino)

que todo ya es, en fin,

historia antigua.                                                   

                                        

El poema inexistente

El poema inexistente

 

Este poema, en realidad, no existe,

pues pretende escapar de toda forma

y ser sólo sentido, confesión

de cuantas cosas sucedieron

para no ser nombradas nunca.

Este poema es imposible, y duele

decir que apenas dice nada

en su morosa rotativa de impotencias;

que, si ha nacido, asoma

con los pies por delante,

como un muerto asustado de saberse

muerto en la claridad del mediodía.

 

Su color es un blanco

de palinodia sin excusa (porque

no tiene potestad para quejarse,

porque nadie le ha dado vela, porque

no hay entierro, ni muerto, ni dolientes,

ni túmulos, ni urnas,

ni, claro está, palabras necrológicas

que certifiquen la bondad de lo nonato).

 

Este poema debería hablar de lo innombrable,

y ser así el poema último,

el necesario ajuste

de cuentas con la vida.

Pero se agosta como un fruto

agusanado,

es un canto retráctil que no clava

más aguijón que el de la elipsis perezosa,

que si inocula algún veneno

es apenas un pálido narcótico

para alcanzar la salvación por el silencio;

una vez más,

callar lo imprescindible, seguir alimentando

la mentira.

 

El caso es que el poema se vaya construyendo

poco a poco,

ambicionando cielo mientras desgarra nube,

a tientas acreciéndose en la noche

como una catedral de agua.

A la espera de símbolos que inunden

las mudas galerías sin espejos;

de mentidas reliquias con que colmar los sótanos,

de ardores epifánicos.

 

De la revelación que nadie alcanza

sino cuando su voz ya no es la suya.

 

Y, mientras tanto, dejar que pase el tiempo,

hacerse el loco en las esquinas del sintagma.

Disfrazar la osamenta con vestidos

retóricos que son, al fin y al cabo,

mortaja de un cadáver, de un secreto.

Porque, en verdad, este poema

es un secreto y un cadáver.

Es el cadáver y el secreto

que la forma se lleva hacia la tumba.

Es el poema que no canta:

celosa arqueta de ignominias,

sentina rumorosa del espíritu

en la que se desagua la conciencia.

 

Pero si me preguntan qué agua sucia,

qué frescos lodazales esconde su discurso;

qué muerto muere hoy sin lacrimosas,

qué secreto:

ya dije en el principio que no existe,

ya dije (¿no lo dije?) que no habita

en la intención de estas palabras. Porque

este poema es imposible,

y el misterio no viaja en el presente

desde un pasado incierto, sino que se proyecta

hacia el futuro: es el futuro,

el miedo del futuro.

 

Lo que jamás escucharán

vuestros oídos.

El poema hermético

El poema hermético

Creí que llegaría un mensajero:

un Hermes taciturno y aburrido

de tantas diligencias misteriosas.

Creí que con mirarle alcanzaría

el don de conocer todos los nombres.

Aún estoy aquí, durmiendo al raso.

Y en las noches heladas, un aliento

remoto y melancólico me abriga

con la breve sentencia de sus plumas.

Hay más encrucijadas

que caminos.

El último

 

El humo

(dibujando en el aire

proporciones doradas, rizos,

cúmulos de escoria celeste o espirales

sintácticas o nimbos de tristeza)

te ciñe las jornadas

con el sigilo de una túnica inconsútil.

 

Si no recuerdo mal, fue la otra noche

cuando (burlando el desaliento)

murmuraste:

 

Mañana lo dejo.

 

El metapoema

 

El metapoema

 

Estás leyendo este poema.

 

Otro poema, como si no hubiese

ya bastantes. Comprendo tu recelo:

ambigua es la razón de los poetas,

tan velada y aérea su amenaza

que fueron declarados no hace mucho

mortales enemigos de la polis.

 

Pero eres indulgente y determinas

abrir otra hondonada a la esperanza,

de nuevo penetrar en la sintaxis

hasta uncir los dorados arquetipos

al yugo cautelar de su apariencia.

 

Pretendes resolver la analogía

de los signos, atar cabos, buscar

correspondencias misteriosas.

Llegar a alguna parte, donde sea,

seguro de pagar, en cualquier caso,

el precio de adentrarse en campo ajeno.

 

Tus ojos te delatan: participas

del engaño con muda fruición.

Vas persiguiendo huellas imposibles,

como un explorador el monumento

de una cultura arcaica, tan remota

que acaba confundida con el mito.

 

Tal vez se cimentase su liturgia

en un tiempo anterior a la palabra,

cuando la máquina del mundo ardía,

feroz e indivisible, en las tinieblas

de un eterno presente de antinomias;

y, claro, así no te es posible, dices,

saber a qué designio encomendarte.

 

Pero, ¿qué voy a descubrirte

que no sepas? El arte es experiencia,

y tú le das sentido a cada paso.

Aunque el pie, desviándose del ritmo,

se hunda en los resquicios minerales

del silencio. Aunque a veces se te olvide

que Ítaca es la excusa para el viaje,

y el canto la inaudita circunstancia

de un yo que se desliza hacia el vacío.

 

Dispensas realidad a sus asuntos

(aunque, pensándolo con calma,

¿tenías más opciones que leerlo?)

 

ahora que has leído este poema.

El poema bucólico

  

El poema bucólico

                                                                                                                              A María Jesús González e Irene Villa

                                                                                                                                            

 

Fijaos por un instante en el pastor.

 

Madrugado a la escarcha, feliz sobre la roca

que esconde los secretos de la tierra.

Guardando a su pacífico rebaño

de los impuros lobos, cuyas garras

acechan la pureza de la estirpe.

 

Y esa boina, como un interrogante

alzado al limbo.

El vino del país en odres nuevos,

la siringa

que le respinga el alma

y al estilo de Marsias enmudece

el pánfilo mugir de su ganado.

 

Decidme si no es vieja esta retórica

de danzas populares, de atambores;

si el locus no ha perdido, con los años,

la amena condición de sus riberas.

 

Miradlo.

 

Por los prados bravíos, primordiales,

(musitando sus nanas neolíticas

sobre el sordo roncón de los cencerros),

gobierna el vaquerizo la manada.

 

Alguna vez, clamando a lo divino,

lo vemos celebrando su impostura

de extático, piadoso coribante

que baila con atávica grandeza

los ritmos circulares del presente.

 

Y nos hace reír el nemoroso

con el grave,

sombrío soliloquio que recita:

 

…la sangre de mi tierra,

la tierra profanada…

 

Reiríamos a gusto si no fuese

porque el tacto del odre conmemora

la piel fosilizada de los muertos.

Reiríamos a gusto con sus fábulas

de bárbaros y príncipes,

de padres fundadores,

su hacha y su serpiente,  

la jerga parabólica y el chiste,

la jerga parabélica y el chiste

de la sangre que corre, positiva.

 

Miradlo.

 

¿Qué nuevos sacrificios habrá urdido

la parca fantasía que lo arropa?

¿Tendrá sueños? ¡Oh, sí!,

acaso sólo uno,

un sueño de ingeniosas geografías,

de ruinas ancestrales,

de Arcadias endogámicas que engendren

hijos tontos

como herbívoros

de sangre

coagulada.

                                                                                                 

Un dulce gorigori al mediodía.