El optimismo contagioso de Gregorio Luri

            Iglesia en Valladolid, CC BY-SA 2.0

Algo se mueve en el mercado editorial de asunto pedagógico. Ha pasado el tiempo del lamento sin alternativas y comienzan a aparecer libros que, abandonando el tono apocalíptico, ofrecen un sustento de convicciones firmes con que combatir el pensamiento único de la escuela posmoderna. Si hace poco reseñábamos el libro del profesor Rodríguez Neira, hoy tenemos el placer de comentar la espléndida obra de Gregorio Luri, “La escuela contra el mundo”.

El libro de Luri enfrenta el sentido común con la “moral fashion” de la nueva pedagogía. Denuncia las imposturas al tiempo que señala el camino y nos avitualla con un optimismo contagioso. Hacen falta más libros, más artículos, más declaraciones que no se contenten con la explotación de la melancolía y el derrotismo, sino que esgriman sus argumentos con orgullo y sin temor de molestar a la corrección política imperante. Para eso es necesario volver la vista atrás, a los clásicos hoy tan postergados en la concepción “líquida” de la enseñanza contemporánea. La cita de Kant que encabeza la obra es un buen ejemplo: “Sabemos que somos libres porque conocemos nuestro deber”.

Ese sentido del deber es el que hace a Luri reivindicar la autonomía pedagógica de los centros. Pero no la falsa autonomía que no es sino una tapadera de la subordinación al poder, sino aquélla que es fruto de una relación de confianza recíproca entre enseñantes y administraciones; y, como consecuencia, entre la escuela y las familias. Una autonomía real. La ética de la pedagogía, dice Luri, es el optimismo de la voluntad y la confianza. Sin ellas, la escuela se extingue.

¿Cómo y cuándo se perdió esa confianza en las instituciones públicas educativas? Cuando la función primordial de la escuela y los valores que la hacían posible fueron demolidas por la escuela del 68. Cuando la nueva pedagogía, en su afán por perseguir comportamientos autoritarios, se llevó por delante la autoridad y la jerarquía. Cuando un relativismo extremo desvalorizó la transmisión y, con ella, los contenidos. Una vez que éstos dejaron de tener importancia, la figura del profesor pasó a ocupar la periferia y a convertirse, incluso, en un personaje molesto, prescindible.

Luri personaliza en John Dewey la gran influencia del pensamiento educativo progresista. En su método ya están presentes algunas de las ideas que hoy son prueba de fe en las cátedras de pedagogía y en las leyes educativas españolas:

–          La educación debe participar en el diseño de la sociedad futura, por lo que la transmisión del legado cultural se sitúa en un segundo plano.

–          La actividad, el learning by doing, es la única vía legítima para la adquisición del conocimiento.

–          Los procesos importan más que el producto.

–          El niño ocupa el centro.

–          La educación nace de la experiencia, antes que de los libros.

–          Alumnos y maestros son pares, colegas, amigos.

–          Las asignaturas se diluyen y se fomenta el trabajo por proyectos.

–          Las sanciones se evitan y los exámenes se desaconsejan.

–          La escuela es un instrumento del cambio social.

En su última etapa, Dewey tuvo que revisar sus planteamientos tras una serie de fracasos. Comprendió que su sistema podía caer en el antiintelectualismo al comprobar cómo sus epígonos ninguneaban la autoridad del maestro y de los conocimientos. De pronto, el debate entre educación progresiva y tradicional le pareció estéril y hubo de admitir que el método no era tan importante como había creído, sobre todo el método que se reduce a una mera etiqueta sin contenido claro.

Sin embargo, los planteamientos de Dewey calaron hondo en las pedagogías posteriores, las que Luri califica como Pedagogías New Age. Los planteamientos se radicalizan, de tal forma que gurús como Francesco Tonucci llegan a afirmar que “los conocimientos son un lastre”; los programas, castradores; el saber, una excrecencia de la soberbia humana. Las asignaturas caen en desgracia mientras se jalea la interdisciplinariedad. Ya no se enseña, sino que se dinamiza, se facilita, se motiva, se dimensiona. Enseñar deja de ser un verbo transitivo, pues ya no importa el qué, sino el cómo.

En España, activismo pedagógico y centralidad del niño encuentran un tercer aliado en el constructivismo pedagógico, que considera que lo que el alumno haya aprendido por sí mismo posee para él un significado mucho mayor que cualquier cosa que el profesor haya podido transmitirle de forma explícita. La LOGSE, ironiza Luri, funda el Nacionalconstructivismo, por el cual se legitima toda construcción individual del conocimiento. Tal legitimación implica la desaparición del mundo común y la imposibilidad de la evaluación. Luri plantea una serie de objeciones al constructivismo:

–          Duda que los niños tengan esquemas mentales tan elaborados como para permitirles un pensamiento autónomo, así como es discutible que todos los seres humanos deseen saber de forma natural.

–          El constructivismo pedagógico devalúa la relación alumno-profesor. Aquél debe recorrer por sí mismo el camino que la Humanidad ha recorrido durante siglos. Si el alumno es el mejor juez de su aprendizaje, se abandonará a su propio ritmo, con lo que es previsible que dedique su tiempo a actividades poco exigentes.

–          Si el aprendizaje es autónomo, no es programable. Una programación constructivista es una contradicción en términos. Así pues, no habrá evaluaciones que sirvan para comparar los resultados de dos alumnos.

–          Reduce la autoridad del maestro y niega la objetividad del saber.

Siguiendo con España, Luri se refiere al antifranquismo como la bandera de los movimientos de renovación pedagógica. Movimientos que identificaron, de forma burda, franquismo y capitalismo y que, siguiendo las modas de la sociología de la educación (Foucault, Bourdieu), concibieron la escuela como correa de transmisión de la ideología capitalista. El armamento intelectual de tales grupos constituía un gazpacho indigerible: Piaget, Neill, Freud, Gramsci, Mendel, Marx, Althusser, Freire, Gianni  Rodari, Makarenko, Ferrer i Guardia.

Lo “público” pasó a ser sinónimo de popular, espontáneo, abierto, participativo, creativo, crítico, emancipador… Con ello, también se introdujeron en las aulas los aspectos más plebeyos de la calle: la vulgaridad y la chabacanería. La jerarquía pasó a ser antidemocrática.

 A día de hoy, Luri apunta una serie de síntomas del malestar docente:

–          El triunfo de la mediocridad disfrazada de equidad. La igualación se hace por abajo, mermando las posibilidades de promoción social de los más humildes.

–          Fracaso de la comprensividad. No es lo mismo aplicar la escuela única en los países altamente cohesionados de Europa del Norte que ponerla en práctica en la España actual.

–          Fracaso escolar masculino, lo que estimularía el debate sobre la educación diferenciada.

–          Pérdida de autoridad del docente. Imposibilidad, en el sistema actual, de identificar al buen maestro.

–          El profesor widget. O profesor-comodín, abrumado de funciones potenciales que nada tienen que ver con la materia de la que es experto.

–          La pedagogía masoquista (Freire, Foucault) que sólo ve en la escuela un mecanismo implacable que reproduce meticulosamente el discurso del poder.

–          La piedad terapéutica, por la que todo problema escolar se convierte en un caso de tratamiento clínico, lo cual anula el sentido de la responsabilidad.

Ante este panorama, el profesor Luri defiende su visión del maestro como autoridad y de la escuela como ámbito privilegiado de la transmisión.

–          La escuela selecciona lo mejor del pasado, por lo que ha de tener cierta voluntad aristocrática.

–          Sus valores son el esfuerzo, la jerarquía, la meritocracia. La escuela se enfrenta al mundo cuando renuncia a los mismos valores que lo rigen. Nadie, en el mundo real, valora a un profesional por su motivación, sino por el resultado de su trabajo.

–          La escuela no está para fabricar niños felices, ajenos a las frustraciones, sino para aprender a superar éstas (resiliencia).

–          Rendir cuentas a la sociedad es obligación de toda escuela. No basta con expedir títulos, sino que hay que mostrar a la sociedad las cualidades que distinguen a los ciudadanos que forma.

–          Hay que potenciar valores olvidados por la pedagogía moderna. El pensamiento crítico no germina sin una previa crítica del pensamiento. La creatividad es resultado de la imitación. Los automatismos son imprescindibles y se adquieren por la disciplina. La espontaneidad no es un valor en sí mismo, pues hay impulsos que deben ser reprimidos, como la mentira, la mezquindad, la hipocresía…

–          La escuela debe ofrecer a los más humildes la posibilidad de imitar modelos de conducta que trasciendan los que les proporciona su medio social.

–          El maestro es más que un mero transmisor de saber. A pesar de lo que sostienen los neopedagogos, toda transmisión se acompaña de una actitud hacia el trabajo y el saber, de unos hábitos y comportamientos que forman parte indisoluble del mensaje que transmite, a menudo de forma inconsciente.

–          Los partidarios de la enseñanza explícita creen en la importancia de los contenidos y en la organización de éstos. Creen, asimismo, que el interés debe nacer del esfuerzo, y no a la inversa.

–          El centro es ocupado por la suma de los contenidos y la competencia profesional del maestro.

–          Sin memoria no hay posibilidad de adquirir conocimientos nuevos.

–          Es preciso fomentar la agilidad mental, la práctica sostenida, la ortografía, la caligrafía y la urbanidad.

Son ideas viejas, pero que hoy suenan revolucionarias. Uno de los principales errores, sostiene Luri, es creer que las reformas pedagógicas son trasladables de un país a otro, de una escuela a otra, como piezas intercambiables de un proceso industrial. También lo es la pretensión de empezar la casa por el tejado. Cuando las leyes educativas hablan de potenciar la creatividad del alumno, o su espíritu crítico, olvidan que tales cualidades no son el punto de partida, sino el final del camino. Luri pone el ejemplo de Corea y su creatividad tecnológica. Pues bien: el sistema escolar coreano huye de la creatividad y pone el acento en el dominio de los contenidos científicos que constituyen la herencia a transmitir. Del mismo modo, el pensamiento crítico no es independiente de los contenidos: se es crítico sobre un asunto en particular, y, para serlo, hay que tener un amplio bagaje de conocimientos previos y ser capaz de abordar un problema desde múltiples perspectivas.

Analizando PISA, todos los informes indican que ningún sistema educativo es mejor que la calidad de sus maestros. Y que determinados países tienen la capacidad de crear un círculo virtuoso en el que la integración social, la confianza en el sistema y en la autoridad del maestro, la competencia profesional de los docentes, la relevancia de ciertos valores como la autodisciplina, el gusto por el trabajo bien hecho y la ambición colectiva se refuerzan entre sí.

Estos valores son los que deben ocupar el espacio público, tomado ahora por las ideas multiculturalistas que inciden en lo que nos separa antes de buscar aquello que nos une en una relación de copertenencia. Lejos de crear individuos autónomos, la escuela posmoderna fabrica Narcisos que reclaman su derecho a la diferencia, o colectivos que prefieren ampararse en el victimismo institucionalizado antes que hacerse responsables de sus actos. La satisfacción inmediata del deseo, propia del tiempo de ocio, es la única divisa en un espacio que debería ser el de la reflexión, la lectura lenta y la espera.

Hay muchas más ideas estimulantes y polémicas en el magnífico libro de Luri: el papel de las nuevas tecnologías, la esencialidad de la lectura, el mito de la neutralidad en la escuela laica, el homeschooling

Les animo a que las descubran por sí mismos. Septiembre espera y hay que ir armados (de argumentos y optimismo) hasta los dientes.

Gracias, Don Gregorio.