Trabajo por dinero

Trabajo por dinero, es un hecho. Por más que algunos amigos intuyan en mí una loable vocación misionera, lo cierto es que me gusta ver recompensada mi obra con una buena inyección de pasta. Ya ven: soy un tipo de lo más extravagante. Y, por lo que se ve, comparto esta rareza con los fontaneros y los ebanistas, dos de cuyos más reputados expertos me han sugerido esta mañana que, si no tengo viruta, arregle las cañerías y me fabrique yo mismo los muebles. Después de apelar a su inclinación filantrópica, uno y otro me han colgado el teléfono.

Mis amigos dicen que no es lo mismo. Que yo soy un profesor de la escuela pública, no un fontanero o un ebanista. Y, además, funcionario. Que, siguiendo con la jerga apostólica, debería hacer un sacrificio y admitir sin mayores críticas otro recorte en el sueldo. Que, en los tiempos que corren, hay que ser solidario. Y aquí paz y después gloria.

Estoy convencido, claro está, de que mis amigos lo dicen de corazón. Creen que recortándome el salario se está contribuyendo a una causa noble, como es la de salir de la crisis. Hasta yo mismo me lo creí, la primera vez que nos anduvieron tocando la nominilla. Todo sea por la patria, pensé. En justa correspondencia, supuse que otras partidas de la cosa pública sufrirían idéntica y solidaria merma.

Pero no fue así. El monstruo administrativo, donde caben las agencias más inverosímiles y los cien mil sobrinos de San Luis, prosigue indemne y robusto. La sangre que lo mantiene en pie es la misma que se sustrae cada día a los ciudadanos, incluidos los servidores civiles a los que nadie regaló su plaza. Si se baja el sueldo de los profesores es sólo para mantener intacta la red clientelar que se ha tejido con el dinero de los contribuyentes, para seguir fomentando el nepotismo, la arbitrariedad y el compadreo. Eso no mejorará en nada la enseñanza, sino todo lo contrario: seguirá alimentando los mismos vicios que la corrompen.

Trabajo por dinero, vaya que sí. Hasta el divino Bach cobraba sus honorarios por concebir una música sublime en su puesto laboral de Leipzig. ¿Cómo no hacerlo yo, un insecto prosaico sin aspiraciones metafísicas? Lo que mis amigos no ven es que lo único que está menguando es la cartera de los ciudadanos, con el fin de preservar el chiringuito autonómico que una casta ha diseñado para su propio beneficio.

Y uno de esos chiringuitos es, precisamente, el del sistema educativo: un aparato tan clientelar como cualquier otro, en el que “mérito” y “transparencia” se han convertido en palabras proscritas. Cuando se le baja el sueldo a un profesor, mientras se conservan planes y proyectos estúpidos e improductivos, se le está enviando el mensaje de que su contribución es la más prescindible de todas. Se le está diciendo que es preferible apuntalar un caserón en ruinas que considerar la creación de un nuevo edificio.

Ese dinero que me van a quitar – y que yo, codicioso, echaré de menos – no va a servir para que los hijos de mis amigos reciban la enseñanza que sin duda merecen. Antes al contrario, irá a parar a los bolsillos de quienes alimentan el desastre. Primos, amiguetes, compañeros y demás conmilitones de la alegre mamandurria.

Y esos, creedme, no van a enseñarles nada a vuestros hijos. Excepto, quizás, a decir:

Amén.

LOEWERT

Los recortes educativos – ya saben: aumento de ratios, disminución de profesores et alii – acarrean un problema mucho más grave que el que se deriva de su inmediata aplicación. De hecho, los, así llamados, recortes ni siquiera constituirían un problema si antes se hubiera buscado un remedio para los verdaderos males de la enseñanza pública. No nos veríamos discutiendo estas fruslerías porcentuales, ni tendríamos que lamentar disminuciones de las tasas de reposición. Asumiríamos la coyuntura económica como una justificación plausible de los ajustes.

Este aplazamiento de las preguntas esenciales es, precisamente, el inconveniente añadido. Nos esperan meses de eternas disputas, manifestaciones y debates en torno a si treinta niños en un aula son más aconsejables que treinta y cinco. Mesas cuadradas sobre el quebranto pedagógico que comporta la supresión de los desdobles. Innumerables desfiles de penitentes desollándose el lomo por el paraíso perdido.

No digo que el malestar no esté justificado. Claro que lo está. Pero no porque las medidas de Wert sean intrínsecamente perversas, sino porque no se inscriben en un proyecto que las haga asimilables. Wert, como la izquierda, como la inmensa mayoría de sindicatos y profesores, como la sociedad española, ha preferido diferir las cuestiones de principios, aquellas que no tienen que ver con números y presupuestos sino con una concepción de lo que pueda o deba ser la enseñanza.

La desazón de muchos profesionales se vería mitigada si la dureza de las medidas se acompañase de un discurso argumentado, de un planteamiento intelectual con el que corresponder, al menos, a la supuesta inteligencia de sus interlocutores. Pero Wert actúa como un chamarilero de la retórica, más proclive a la quincalla tuitera que a la diamantina solidez de la reflexión. Nos dice que los niños “socializan en la escuela”, lo cual que viniendo de un sociólogo no tiene más altura lógica que aquello de Checoslovaquia está checoslobolcheviquizada. Cabría replicar que la “socialización” no es el objetivo primordial de las escuelas, pues, si así fuese, habría que reconvertirlas en campamentos de verano.

En sus primeros meses de ministro, Wert ha dejado caer muchos lugares comunes, alguna chorrada como la descrita y muy pocas ideas que puedan merecer tal nombre. Todo apunta a que su proyecto consistirá en un maquillaje de la LOE, que dará en LOEWERT y seguirá siendo una ley tan ineficaz como ha venido demostrándose en estos últimos veinte años. Con ello estará reconociendo los presupuestos pedagógicos de su adversario – comprensividad, igualitarismo, infantilización – sin oponer más que un par de enmiendas relativas a un curso propedéutico, una miaja más de latín  y la consabida cantinela del esfuerzo, que, de tan repetida, se la saben hasta los acólitos de Marchesi.

Aunque se daba por hecho que la oposición sindical iría de suyo, el ministro se habría ahorrado inquinas entre el gremio docente si, por lo menos, hubiera presentado un plan capaz de reconducir la penosa situación de los colegios e institutos españoles.

En su caso, lo grave no está en lo que ha hecho, sino en lo que – mucho me temo – no tiene pensado hacer.

Sí a los recortes

A estas alturas, se han dicho ya muchas cosas acerca del aumento en el horario docente dictado por la Consejería de Educación madrileña. El debate, claro está, no se limita a este incremento en la carga de trabajo, sino a otros aspectos colaterales como el freno a la contratación de interinos o los privilegios de la enseñanza concertada. La reacción de los profesores ha sido, a diferencia de otras ocasiones que también pedían un grito de protesta, rápida y contundente. Y, como suele ocurrir en estos casos, la sospecha de ideologismo y de intereses espurios en uno y otro lado flota en el aire viciado de las dosespañas.

¿Cómo explicarle al ciudadano el cómo y el porqué de la ira profesoral? ¿Cómo matizar los argumentos maximalistas de políticos, medios y líderes sindicales en esta época de recesión y cinco millones de parados? Veamos.

En primer lugar, las palabras de Aguirre afirmando que los profesores «sólo trabajan 18 horas» son inaceptables por falsas. Ha rectificado y pedido disculpas, aunque tarde y con la carnicería publicitaria ultimando el despiece de todo un cuerpo de funcionarios. Poco más hay que decir sobre esto, excepto que mucho tendrá que afinar en el futuro Doña Esperanza para que los profesores la admitan de nuevo en el coro.

En segundo lugar, la extensión a 20 horas está contemplada en la legislación, si bien es verdad que con un carácter excepcional limitado a las necesidades particulares de cada centro. Al convertirlo en medida universal, se entiende que lo extraordinario es la crisis económica que arrastra el país, la cual obliga a un mayor aprovechamiento de los recursos demasiado humanos. No hay dinero, en suma.

Esto conlleva que muchos interinos no sean contratados, lo que no significa que sean despedidos. La interinidad es, por definición, eventual, aunque pueda resultar doloroso en muchos casos; especialmente, los de aquéllos que en su día aprobaron la oposición pero no obtuvieron plaza.

Los argumentos del poder político son económicos, pues. Por su parte, los sindicatos mayoritarios afirman que la calidad de la enseñanza se verá mermada por la falta de profesores. Sostienen que no se podrán hacer desdobles, que afectará a las tutorías y a la atención personalizada del alumno. En realidad, lamentan que no se puedan seguir poniendo parches a lo que es, desde hace años y con su comprado silencio, un sistema en ruinas. Las decenas de planes, refuerzos y proyectos que se han incorporado desde que la LOGSE es LOGSE no han servido para que el nivel de la enseñanza aumente. Antes al contrario, ha sido con excusa de estas inversiones estériles que se ha mantenido una estructura obsoleta y ya por completo inservible. Todos estos añadidos, así como la obsesión por las ratios bajas y la demanda de más y más recursos, constituyen la excrecencia caótica de un cadáver. Ya ni los más veteranos recuerdan cómo era posible dar clase a 40 alumnos y no estar loco. Y el caso es que se podía.

Ahora se hace difícil soportar clases de más de 25. Quien tenga alguna duda sólo tiene que probar a ponerse delante de uno de esos heterogéneos grupos de 1º o 2º de ESO que abundan en los institutos públicos. Este que les escribe tiene visto cómo todo un señor policía perdió los estribos en una sola charla frente a un auditorio de las características citadas. Un policía. Así que no estamos hablando de los viejos tiempos, sino de unos en los que el ethos académico, la curiosidad intelectual y la disciplina han hecho mutis por el foro.

En estas circunstancias, no es descabellado que los profesores perciban el aumento de horas lectivas como la última agresión de unos políticos que jamás han escuchado otras voces que no fueran las suyas o las de sus esbirros sindicales. No es que los profesores no estén dispuestos a hacer un sacrificio, sino que no deberían hacerlo a cualquier precio. El problema es ponerse de acuerdo en las condiciones de este quid pro quo, pues también entre quienes imparten clase existe una polarización, digamos, pedagógica, que hace imposible compartir según qué tipo de demandas.

Imaginemos el siguiente escenario. Yo, profesor, estoy dispuesto a asumir 20 horas de docencia directa (lo cual es un recorte de mis condiciones laborales), si usted, legislador sapientísimo, está dispuesto a recortar en lo que sigue:

Subvenciones a sindicatos. En vista de que su trabajo es infructuoso, se trata de una partida innecesaria que puede suponer un ahorro de 30 millones de euros al año.

Plan de Igualdad en Educación.

– Programa de Calidad y Mejora de los Rendimientos Escolares, vulgo Plan del Soborno.

– Ecoescuelas.

– Programa de Gratuidad de Libros de Texto.

– Programa de Gratuidad de Ordenadores.

– Becas antiabandono.

– Pruebas de Diagnóstico.

– AGAEVE (Agencia Andaluza para la Evaluación Educativa).

– Plan PROA.

– Plan ESFUERZA.

– CEPS de formación del profesorado.

Etc.

(NOTA: algunos de estos planazos son exclusividad de la muy idiosincrática Comunidad Andaluza).

Seguro que en algo de todo eso podrá hacerse una poda de la que no se resentirá el sistema educativo, siendo así que un muerto no siente ni padece.

Si ni por ésas mejoran los niveles, pueden probar a recuperar para los institutos el cometido que siempre les fue propio: preparar para estudios superiores (de ahí lo de Enseñanza Media). Y atender a la diversidad de intereses y capacidades proveyendo de itinerarios alternativos a quienes no sientan la llamada de la Universitas. Restableciendo, en fin, el espíritu ilustrado de toda formación académica que se precie de serlo.

Quizá así los padres dejen de morderse los tobillos por una plaza en la concertada. Quizá de ese modo los profesores no se tiren a su yugular por dos horas más de clase.

La pregunta es: ¿les interesa, señorías?

No me respondan ahora. Háganlo después del segmento de ocio.