Aprendiendo a leer en las universidades públicas

La plaga pedagógica que venimos denunciando no se detiene en la formación básica, sino que la propia Universidad parece dispuesta a adoptar los mismos presupuestos que han fulminado intelectualmente a la última generación de jóvenes:

“Hace 80 años era fundamental hacer recordar, porque la información no era tan accesible. Ahora tenemos que preparar gente que sepa pensar” (Daniel Peña, rector de la Universidad Carlos III).

“Los contenidos están al alcance de cualquiera, y, además, pueden quedarse obsoletos en dos días. Tenemos que facilitar el razonamiento, formar las bases del aprendizaje” (Dolors Riba, vicerrectora de la Universidad Autónoma de Barcelona).[1]

Decir que los contenidos están al alcance de cualquiera es remitirse una vez más al viejo mito de la tabula rasa, según el cual nos limitamos a registrar datos, de forma pasiva, en nuestro cerebro. De acuerdo con este principio, cualquier asunto intelectual espera sólo ser consultado para integrarse en el cuerpo de conocimientos del alumno. Algo semejante a lo que hacían los personajes de Matrix en la famosa película de los hermanos Wachowski. ¿Que necesitaban un curso acelerado de pilotaje de helicópteros? Sin problema: bastaba con solicitarlo a un servidor central para convertirse al instante en un consumado experto. Pero tales cosas sólo pasan en las películas; y la adecuada comprensión de la Teoría de la Relatividad, por poner un caso, no nace de una mera búsqueda bibliográfica o wikipédica, como lo demuestra el hecho de que, aún hoy, sus conclusiones teóricas no formen parte del bagaje intelectual de la mayoría de los humanos. En cuanto a la obsolescencia de los contenidos, no podemos estar de acuerdo con la excelentísima vicerrectora. Si algo ha supuesto un verdadero logro para la cultura universal, lo ha sido porque su vigencia superó con creces los dos días de plazo que concede la señora Riba. En dos días obsolecen una PDA o el último flirt de Jennifer Aniston, no aquellas conquistas intelectuales que son merecedoras de tal nombre. Por otro lado, es difícil imaginar cómo se puede facilitar el razonamiento sin unos contenidos a partir de los cuales aquél pueda desarrollarse. Y que una vicerrectora universitaria se plantee como objetivo “formar las bases del aprendizaje” es la última pirueta surrealista de nuestro sistema de enseñanza. Si, como afirma el profesor de la Universidad de Florida Anders Ericsson, la condición de experto se logra tras un trabajo intensivo de diez años, nuestros futuros licenciados tienen por delante una larga y penosa travesía. ¿Cómo despuntar en profesión alguna si la etapa final del proceso nos devuelve a la prístina inocencia de las “bases”? Que éstas se afianzaran, ¿no era acaso la misión de los primeros años en la escuela? No, está claro que no:

“Ya no sirve […] que éstos (nuestros estudiantes) memoricen mucha información. Lo relevante, en la actualidad, es que aprendan a aprender de modo permanente a los largo de su vida, se familiaricen con el uso de las nuevas tecnologías de la información y comunicación…” (J. Alberto Parejo Gámir, catedrático de Política Económica y rector del CEU Cardenal Herrera).[2]

 Aquí han mordido el anzuelo hasta los rectores. Será por el afán de atraer clientes a la depauperada y venerable institución, porque me resulta difícil aceptar que los profesores universitarios no hayan advertido los destrozos que tales simplezas pseudocientíficas han provocado en la enseñanza secundaria. Un señor como el citado arriba debería lamentarse por el hecho de que el Bachillerato se haya convertido en una prolongación amena de la arrasada formación obligatoria. Tendría que poner el grito en el cielo ante las nuevas promociones de estudiantes que, en muchos casos, precisan de un curso de adaptación para hacer frente a las exigencias (cada vez menores, a juzgar por lo leído) de la Universidad. 

Entretanto, el camino no hace más que allanarse para las huestes pedagógicas que han asolado la enseñanza pública. Aunque, para no desalentarnos, debemos admitir que aún hay quien se resiste a perpetuar el timo educativo de los trileros psíquicos. En Enero de 2008, la Junta de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid hizo público un Manifiesto en el que expresaba su disconformidad con el Anexo a la Orden ECI/3858/2007 de 27 de diciembre de 2007 (BOE, 29-XII-2007), en el que se estipulan los requisitos de los títulos de Máster que habilitan para el ejercicio de la profesión docente en la ESO y el Bachillerato. La cuestión es como sigue: reducidas todas las carreras universitarias a cuatro años (estudios de grado), el alumno debe elegir entre dos tipos de Máster: uno de investigación, que profundiza en los conocimientos especializados de su disciplina, pero que no faculta para ejercer como enseñante; y otro, llamado profesional, de orientación eminentemente pedagógica y didáctica, que no sólo permite el acceso a la función docente, sino que también otorga la condición legal de investigador. Es decir: un estudiante que quiera ahondar en las cuestiones propias de su materia, lo hará a costa de arriesgar su futuro. Por el contrario, quien se sume a la vía pedagógica verá cómo se le abren las puertas del mercado laboral y, a efectos legales, obtendrá la misma consideración científica que el primero, por más que no haya recibido una formación equiparable en los aspectos que conciernen a su disciplina. De este modo, los alumnos se ven en una encrucijada que sólo puede resolverse tirando por la calle de en medio: pagando religiosamente los dos cursos. Es obvio que tal posibilidad establece un agravio comparativo al mismo tiempo que engorda las arcas del Estado. Tampoco es difícil colegir que una inmensa mayoría de estudiantes optará por el Máster profesional, con la consiguiente merma de la calidad investigadora en nuestro país.

Esta manifiesta injusticia se revela como el truco de prestigio con que hacer desaparecer, de una vez por todas, la figura del experto académico. Si con la implantación de la LOGSE se instauró una filosofía en la que no encajaban los especialistas de la Enseñanza Media, esta nueva orden trata de asegurar que los futuros docentes carezcan de la formación de sus predecesores. Todo será, ya, pedagogía; aunque para ello sea forzoso proscribir la excelencia y el afán investigador. Sobra decir que éste es el modo, elegante y paritario, que tiene el poder político de ahormar todo un colectivo de profesionales a la medida de sus intereses. Ya no importará que se dominen los contenidos de una materia; bastará con que sepan implementarse las estrategias educativas adecuadas a las inclinaciones y capacidades de cada alumno. Se trata, pues, de aniquilar el conocimiento como último obstáculo para que la utopía pedagógica se consume. Y, con él, también su encarnación en las aulas. De todos modos, el poder político asume un serio riesgo al adoptar esta medida, pues se queda sin la excusa que ha servido a burócratas y psicofantes para justificar el fracaso de sus continuas reformas: aquélla según la cual buena parte del fracaso educativo se atribuye a la insuficiente formación pedagógica de los profesores.


[1] http://www.elmundo.es/papel/2008/06/02/espana/2407706.html “Adiós al señor licenciado”. El Mundo, Lunes, 2 de Junio de 2008.

[2] http://www.elmundo.es/suplementos/campus/2008/522/1213023945.html  El Mundo, Suplemento Campus, número 522, 4 de junio de 2008: Implicaciones pedagógicas del EEES, José Alberto Pareja Gámir.