Un camino

 

Quienes sean lectores asiduos de esta bitácora habrán encontrado suficientes argumentos como para convenir que su autor intenta ser un liberal. Y digo «intenta», porque las oposiciones a un pensamiento de este tipo son cada vez más agresivas en un mundo que se ha acostumbrado a la tutela e intromisión del Estado allá donde pueda extender sus larguísimos tentáculos.

La primera objeción a este planteamiento vendría dada por una pregunta  que, pareciendo lógica, es sólo tendenciosa: ¿Por qué un liberal es funcionario del Estado? Quien formula tal interrogante tiene una idea limitada de lo que es el liberalismo, por cuanto éste no demanda el desmantelamiento total de las instancias  políticas o administrativas, sino su limitación a los ámbitos que la sociedad civil no puede satisfacer con suficientes garantías.

Por otra parte, el monopolio estatal de la Enseñanza es tan grande que apenas hay resquicio para aventurarse en una carrera docente que escape a su control. La desproporción entre escuelas privadas y estatales es enorme, y los mejores profesionales optan por la pública por la sencilla razón de que las condiciones laborales y económicas son muchos más ventajosas. Pura praxis.

Dicho esto, me sorprende la tenacidad con que muchos defienden la enseñanza pública más allá de los beneficios personales que aquélla les reporta. En este punto, la praxis desaparece y se impone una obstinada creencia en un ideal que no hace otra cosa que difuminarse en el horizonte de las utopías colectivistas.

Por más que la realidad nos devuelve la imagen de un enseñanza pública ineficiente y manipulada, muchos aún se aferran a unas virtudes que rara vez se verifican en la práctica. Hayek pensaba que la economía es una disciplina cuyo principal propósito es apartar de los hombres la pretensión de que puede hacerse algo así como «diseñar una economía». Tal pretensión era, para el pensador austríaco, otro síntoma de  la «fatal arrogancia».

Si sustituímos «economía» por «educación» la máxima no pierde un ápice de  realismo. Durante años, algunos profesores hemos hecho el diagnóstico de los males que aquejan a la enseñanza pública. Nos empeñamos tanto en localizarlos que no fuimos conscientes de estar sopesando el diferencial de un muerto. Unos pusieron el acento en las desigualdades socioeconómicas, otros en el caos legislativo, los de más allá en la ineficiencia de los docentes, los de más acá en la permisividad de los padres. Causas que no son excluyentes, pero cuyo análisis no ha contribuido a que la situación mejore.

Del mismo modo, nadie se pone de acuerdo en cuál debe ser la función de la escuela: formar demócratas, instruir ciudadanos o promover la felicidad y la autorrealización. Fines que, de nuevo, tampoco se excluyen mutuamente. Lo mismo sucede con los medios: constructivismo, escuela inclusiva, comprensividad, meritocracia, selección, comunidad de aprendizaje, etc.

La historia de la escuela pública es un permanente debate sobre la validez de los medios y fines que debe incorporar y perseguir aquélla. Y las diferentes posturas parecen cada vez más irreconciliables. Un pro-logsiano concibe la educación en el sentido etimológico de la palabra: del latín «ducere». Conducir, guiar (de ahí procede, asimismo, «Duce»). Mientras que un anti-logsiano suele preferir la palabra «enseñar«, por lo que tiene de mostrar un camino a seguir, de señalar un rumbo.

A partir de ahí, el encuentro entre ambos es imposible. Como lo es trazar un diseño educativo que satisfaga todos y cada uno de los conceptos que sobre la educación tienen los individuos. Cuanto mayor sea el número de personas obligadas a ceñirse el corsé ideológico de una casta dominante, mayor será, en buena lógica, el número de disensiones.

Quizá hubo un tiempo en que la enseñanza pública fue posible. Lo explica, bien y sucinto, Juan Antonio Rodríguez Tous en El Mundo de Andalucía:

«La enseñanza pública en la España de entonces (años 70) era muy eficaz. El bachillerato era duro, pero preparaba muy dignamente al alumno para los estudios superiores. La formación profesional, aunque socialmente poco apreciada, era también muy exigente. En ambos casos, los estudios garantizaban el ascenso social. Aunque eficaz, el sistema no era justo con quienes no podían completar sus estudios por falta de recursos. Sí lo era, en cambio, con aquellos alumnos que, de modo voluntario, renunciaban a su formación: simplemente se les indicaba la puerta de salida».

El Estado de Bienestar y el pensamiento único que se instaló a su amparo no se preocuparon de compensar la escasez de recursos de unos pocos, sino que quiso garantizar a todos una fraudulenta variedad del éxito. A los que querían y, en especial, a los que no querían. De hecho, el cliente predilecto de la institución educativa es el niño-Ubú: indolente, caprichoso, dictatorial, maleducado, refractario al conocimiento y condenado a la ignorancia. También para éste había un paraíso prometido en las mentes planificadoras de políticos y pedagogos. Como dice Pascal Bruckner en La tentación de la inocencia, el niño es el reflejo de la irresponsabilidad que los adultos quisieran para sí. Su inmadurez es su valor supremo, inconmovible. Y en lugar de procurar su emancipación, el Estado pretende guiarlo por las sendas  incluidas en su mapa ideológico.

Este paraíso colectivo es el sueño de la «fatal arrogancia».

Pero la realidad es una pesadilla. Las estadísticas dicen mucho menos de lo que la experiencia diaria puede constatar. Para el gobierno se trata de un problema de cifras: tantos titulados, tantos abandonos. Para el profesor que conoce de cerca la escuela, el problema es incomparablemente mayor. Éste sabe que los títulos no son el corolario de una formación sólida, sino que los atajos para obtenerlo se multiplican exponencialmente. A día de hoy, sabido es que ostentar un título, ya no de la ESO, sino de Bachiller, apenas garantiza otra cosa que disponer de un precario salvoconducto en el mercado laboral. Lo que hay detrás del legajo es irrisorio.

Tan es así, que la Junta de Andalucía restringe el acceso a los resultados académicos en su portal informático. «Los padres pueden consultar exclusivamente los datos de su hijo, pero los globales les están vetados, y el personal directivo que los controle estará sujeto al secreto profesional «(El Mundo, 23 de Junio de 2010). Esto contrasta con la transparencia exigida en otros países, donde los resultados se hacen públicos para conocimiento de los padres y de la ciudadanía en general.

Un Estado, pues, que se caracteriza por extender derechos sin preocuparse por los deberes, que desvaloriza títulos hasta extremos risibles, que escamotea los datos de su propia gestión, que persigue los usos lingüísticos de sus propios ciudadanos, que incorpora asignaturas inútiles o doctrinarias, que abomina del conocimiento genuino, que pisotea los derechos de sus trabajadores, que improvisa onerosas y muy cuestionables políticas pedagógicas (ordenadores a granel, educación en «valores»…, pro-pa-gan-da), y que, con todo, no consigue maquillar las escandalosas cifras de fracaso escolar; un Estado así, digo, ¿cómo consigue preservar el mito de que lo público es, en todo caso, preferible a la iniciativa privada?

Esta situación no puede sostenerse de forma indefinida. Y todos los síntomas apuntan a que el poder estatal ha renunciado a su antiguo objetivo de procurar una formación integral a sus súbditos (sí: súbditos). Si, como dice Von Mises, «la acción consiste en pretender sustituir un estado de cosas poco satisfactorio por otro más satisfactorio», quizá sea el momento de plantearse qué papel ha de jugar el Estado en la Enseñanza.

Como liberal, creo que la desestatalización y su devolución a la sociedad civil es un camino que podría transitarse. El sistema de cheque escolar, sin ser perfecto, seguiría garantizando el acceso universal a un servicio básico y fomentaría la pluralidad de métodos educativos dentro de los principios constitucionales.

Es, como siempre, una cuestión de libertad. Cuando la sociedad considere que debe demandar ese derecho, el más preciado de todos, el Individuo estará ahí para brindar su apoyo.

Entretanto, seguirá defendiendo su trabajo y el no menos importante derecho de sus alumnos a convertirse en ciudadanos autónomos y librepensadores.

Vale.

Dos enlaces sobre el bono escolar:

Haz clic para acceder a Bono%20Universitario.pdf

Cheque escolar

Calle del Circo, 41001 Sevilla, España

4 respuestas a «Un camino»

  1. Querido Nacho, lo que nos propones no es otra cosa que la concertada que tenemos, pero con la libertad de poder exigir más dinero aparte, cosa que jamás podría hacer la pública (que debe garantizar la gratuitidad de los estudios). No puedo entenderlo. Con todos los respetos, es la pena de muerte para la pública; la condena subsidiaria que ya intentan nuestros gobernantes.

    1. Querido ESGOL:

      No acierto a ver el paralelismo con la actual concertación. Si el cheque escolar fuera más de lo mismo, no generaría la polémica que genera. La gran diferencia está en que el dinero pasaría a manos de las familias, en lugar de ser el Estado quien redistribuye a su antojo la financiación de los centros. Entiendo que esto incomode a los políticos, tan caros a la manipulación y el mangoneo. Lo que se me escapa es la renuencia de la sociedad civil a tomar el mando de sus propias vidas.

      No tendría por qué significar la muerte de la pública, si ésta se revela capaz de ofrecer un servicio más digno que la actual escoria burocancrizante. En cualquier caso, si su muerte significara una mejora generalizada de los actuales niveles de enseñanza (como parece que ocurre en Suecia)yo entonaría gustoso el gorigori. Estarás de acuerdo en que ya es difícil caer más bajo.

      Pero puedo estar equivocado.

      Quienes nunca se equivocan, quienes avanzan impertérritos sin rendir cuentas, son otros.

      Algunos los llaman «políticos».

      Un afectuoso saludo, Mateo.

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