El poder de la educación y la educación del poder

Lo que ocurre en el video de arriba ya lo habrán visto, con seguridad, muchos de ustedes. Sucedió en marzo de 2008, en los días previos a las elecciones generales. Al Individuo siempre le maravilló que semejante joya del adoctrinamiento no tuviera como consecuencia lógica la dimisión de la vice, quien, por otra parte, no puso reparos en negar la evidencia y asegurar que el cochambroso mitin se había limitado a un rutinario «encuentro» con escolares. No mitin, but meeting, I should say.

Si lo rescatamos año y pico más tarde es para no perder ni un ápice de memoria histórica, ya que estamos. Y para explicar por qué la enseñanza española jamás remontará el vuelo hasta que la sociedad civil despierte del sueño narcótico en el que está sumida. Ahora que se discuten la pertinencia y los intereses ocultos en la propuesta del ministro Gabilondo (véase el post «Patafísica para principiantes«), no está de más recordar este pequeño y simpático episodio de la infamia política.

Desde que los Estados son tales, la educación ha sido un instrumento apetecible para la manipulación colectiva. Modelar la mente de millones de futuros votantes no es plato que el vocacional ingeniero de almas desprecie con ademán desdeñoso. Hay, cómo no, un interés primario por contar con una población capaz de contribuir a los intereses de la comunidad nacional: éste sería el objetivo de un gobierno que sólo quisiera garantizar la formación de sus ciudadanos. Pero, en un segundo nivel, el Estado (no lo olvidemos: un selecto grupo de hombres y mujeres que nos representa a todos) decide que no basta con la garantía, sino que es preciso planificar y gestionar cada uno de los pormenores que competen a dicha instrucción. El extremo de esta postura nos conduce a los sistemas educativos de Hitler y Stalin. En nuestro caso, no tan lesivo, a un sistema anquilosado en el tráfago burocrático, la mediocridad rampante y el extravío pedagógico.

Nuestros políticos no quieren asustarnos con el Gulag ni que echemos la matrícula para las Waffen SS, por descontado. Quieren, sencillamente, que los votemos. En el discurso de la vicepresidenta hay un fondo de plegaria que llamaría a la compasión si no fuera porque se pronuncia en el único lugar que debería estar a salvo de las bajezas políticas: en un aula. Los paladines de la Educación para la Ciudadanía nos dejan muy claro cuál es el tipo de ética que ambicionan enseñar a nuestros hijos. Fíjense, fíjense en las manos de la vice: ahí está, resumida en el lenguaje universal de los gestos, toda la filosofía que podemos esperar de nuestros celosos protectores. Fiel devota de la escuela de Mani, De la Vega alecciona con formidable simplicidad didáctica:

«En una manita, el Bien; en la otra, el Mal. ¿Lo habéis entendido, niños?»

¿A qué asombrarse, pues, de los disparates y paradojas de un ministro metafísico? No se trata de instilar en los alumnos el poder de la educación, sino de hacerlos acólitos de la educación del poder.

Porque no de otra cosa sino de poder se trata.

Felices sueños.

Una respuesta a «El poder de la educación y la educación del poder»

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