El filósofo Marina dice que, en cinco años, este mediocre sistema educativo que padecemos puede convertirse en uno de alto rendimiento. Eso significaría reducir las tasas de abandono escolar, incrementar la excelencia, subir puestos en PISA y «ayudar a los alumnos a adquirir las destrezas necesarias para integrarse en la sociedad del siglo XXI», signifique tal cosa lo que signifique.
Añade Marina que tan loables objetivos no se alcanzan mediante una ley. Sin embargo, el autor de la iniciativa Objetivo 5A apela a un ministro de educación, cuya tarea fundamental consiste precisamente en legislar. Incluso aunque los problemas se redujeran a la gestión administrativa, es lógico suponer que las soluciones serían también competencia del ministerio: bien para favorecer los cambios que predica Marina, bien para relajar el asfixiante y ridículo control burocrático a que están siendo sometidos los centros. Sobre todo, los de secundaria.
Más estupefaciente resulta que el catedrático de Bachillerato pida homogeneidad educativa en todas las comunidades de España y, al mismo tiempo, no vea imprescindible cumplir las leyes que se aprueban en la cámara parlamentaria. Justificando la negativa de algunos territorios a desarrollar la LOMCE – ley al menos tan catastrófica como sus predecesoras – se abre la puerta a que incluso los cambios propuestos por el propio Marina constituyan apenas una sugerencia que los distintos caudillos de taifas puedan admitir o rechazar a capricho.
Las soluciones de Marina, más allá de las apelaciones insistentes a la «tribu», se centran en los procesos de evaluación y en la formación de equipos directivos y docentes. Evaluación de procesos, pero nunca de resultados, a la manera del viejo progresismo logsiano. Las reválidas no le parecen pertinentes, claro está. Mejor evaluar a los profesores, faltos de la formación pedagógica necesaria. Lástima que Marina no especifique qué tipo de formación es esa, ni quiénes serán los más indicados para impartirla, aunque la mención a Sir Ken Robinson me haga temer que las cosas irán por el terreno de lo emocore y lo competencial.
Para alguien que no se cansa de señalar su condición de catedrático de Bachillerato – esa antigualla meritocrática, debidamente extirpada del sistema – resulta curioso hacer escrupulosos distingos entre sociedad del conocimiento y sociedad del aprendizaje. Como si uno fuera posible sin el otro. Quizá es que la palabra «conocimiento» establece una relación jerárquica poco adaptada a los tiempos, o que el aprendizaje perenne, nunca definido en un ámbito particular, es la mejor manera de sostener a toda una casta de formadores, coaches y vendedores de crecepelo que enarbolan – ellos sí, orgullosos – el carácter «científico» de sus teorías.
Sin embargo, Marina dice conocer a cientos de profesores maravillosos, y también equipos directivos de fábula. Me pregunto dónde habrán recibido la formación necesaria para llegar a tan brillantes desempeños. Como también me pregunto cuándo alguien se va a dar cuenta de que Primaria y Secundaria son dos mundos distintos para los cuales se requieren distintas competencias profesionales. Que los maestros no sepan Matemáticas es mucho más grave, señor Marina, que lo que usted afirma de los profesores en relación con el informe TALIS. Pues la orientación pedagógica puede ser varia, pero el conocimiento de la aritmética y la geometría es uno.
En fin, otra propuesta tibia, una más, que no menciona la posibilidad de recuperar un Bachillerato merecedor de tal nombre, que desdeña las pruebas de nivel (hasta hoy, el mejor modo de evaluar un sistema) y que, por si fuera poco, ni siquiera le pregunta al ministro:
– Oye, Íñigo, ¿a vosotros qué os pasa con la Filosofía?
Una respuesta a «Agua, Marina»