Miércoles, 28 de Octubre de 2009. Diario El Mundo.
«La autonomía de los centros educativos es una conditio sine quanon para que la enseñanza se adapte a las situaciones socioculturales donde se encuentran inmersos» (José Gutiérrez Galende, portavoz del Consejo Andaluz de Colegios de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras).
Es difícil resumir con mayor precisión y economía de medios la causa principal de que la Enseñanza se haya convertido, a día de hoy, en una de las instituciones más desprestigiadas de este país. La idea no es nueva, sino que, en muchas y sutiles variaciones, es repetida como un mantra por cualquier «experto» que acredite el único requisito exigible para sentar cátedra en la materia; esto es, no haber pisado un colegio o instituto en un tiempo prudencial de veinte años.
La falacia consiste en demandar «autonomía» para, en realidad, uncir los centros de enseñanza a un yugo más determinista y férreo que cualquier administración (in)competente. Según este principio, el entorno ha de condicionar el plan de estudios de las escuelas. Esto quiere decir que, en un contexto de escasos estímulos intelectuales, la oferta educativa debe «adaptarse al medio» y rebajar el rigor de sus contenidos. Por supuesto, también significa lo contrario: si al lado de su casa hay pistas de tenis y un club de polo, el instituto asignado a sus hijos deberá presentar un pleno de aprobados en Selectividad. Qué menos.
Este es el resultado de confundir Sociología con Enseñanza. De menospreciar al individuo y exarcebar la nebulosa identidad de la masa. El verbo «adaptar», que aquí se conjuga con un tono entre paternalista y resignado, es el eufemismo predilecto para encubrir la derrota de un programa, ya no educativo, sino social. «Adaptar» es lo que uno hace cuando la premisa mayor (enseñanza obligatoria y común para todos) se ha revelado un espléndido fracaso. Pero adivinen qué institutos tendrán que plegarse a las condiciones impuestas por la misma sociedad a la que es su misión instruir. Sí, en efecto: precisamente aquéllos donde sería más necesario que la tarea de enseñar se mantuviera fiel a sí misma.
Lo curioso es que el Doctor Galende también afirma: «la optatividad existente en la educación no ha dado las armas necesarias para enfrentarse a la diversidad, ya que sólo ha conseguido aumentar la desigualdad». Lo cual que parece contradecirse con el primer enunciado. Suponiendo que la autonomía conlleva un aumento de las opciones a elegir, ¿no debería ser del agrado del portavoz la variadísima oferta de asignaturas que pueblan hoy los itinerarios académicos?
Quizá el deseo no expresado del Doctor es que la «adaptación» no se limite a las barriadas humildes, sino que extienda sus tentáculos mesocráticos por las pistas de tenis y los clubs de polo.