La lección de Geografía
El mapa es vuestra Tierra.
No los valles, los montes, la sorda soledad
de los apriscos.
No el murmullo falaz de los arroyos
ni los niños
que escupen un idioma farisaico.
El mapa.
No el turbión de las noches sin estrellas
ni la fruta repleta de gusanos.
Tampoco las ciudades invisibles,
las sendas retorcidas o los niños
que ocultan en la sangre un extranjero.
El mapa.
Los hombres y mujeres que han cruzado
heridos de silencio la frontera,
no los mires. Su lenta procesión,
que no te aflija.
Del peso de la rama generosa,
tan pródiga que muere en la abundancia,
terminan por caer algunas nueces.
Son cosas de la historia, así que olvida
las frases que te dicta la conciencia.
Porque el mapa es lo único
que importa.
Porque es más cierto que el raigón profundo
del árbol milenario.
Más que el tiempo analógico del mito;
feliz como un axioma
de dientes afilados, inocente
como el niño
que aún no ha despertado a la calumnia.
Y, así pues:
no la música,
no la danza,
no la vida.
Ni las arquitecturas imposibles
ni el fulgor matemático del rayo,
la savia primordial de las auroras
o los niños
que van a suspender en Geografía.
Cuánto veneno llevan las aquí llamadas «ciencias sociales» ¿verdad? Permíteme recordar que, en esto, los atavismos identitarios van de dos en dos: La Sangre y la Tierra. En el caso que nos ocupa, de hecho, el Mapa va subordinado a la supervivencia de la Raza. Alemania era tan solo la plataforma de la raza aria en su voluntad de implantar un nuevo orden biológico en el mundo. Y Euskal Herría significa «la tierra de los vascos», doquiera ciertos vascos decidan colocar las fronteras de su lebensraum.
Tan lúcido como siempre, amigo Tannhaüser:
En efecto, el mapa es, en realidad, un mapa biológico. Un mapa mental cuyas fronteras están al arbitrio de la voluntad.
De hecho, en la pizarra ni siquiera hay mapa. En la pizarra sólo hay escrita una palabra:
Identidad.
que cosa tan rrara
¿El qué?
A propósito del comentario de Tannhaüser: el laburu es sólo una parte de la larga nomenclatura de la esvástica. Hace unos meses, en feliz encuentro con mis ex-compañeros del colegio, me llevaron los pasos a cierto batxoki (bar donde los acólitos del PNV riegan con alcohol su fantasía racial de caserío, frontón y txapela) a donde solía llevarme mi padre de pequeño a la hora del almuerzo los domingos. Él, mi añorado y admirado padre, onubense racionalista y pragmático donde los alla, afirmaba que me llevaba allí porque ponían unos pinchos cojonudos; y no se equivocaba. La triste realidad del adulto, que uno ya vislumbraba en la amenazante carteleria y demás parafernalia del tosco marketing nacionalista vasco, me reveló la presencia del laburu a lo largo y ancho de este peculiar y reducido horizonte hostelero. Las juventudes urkullistas lucían orgullosas sus vascas esvásticas en las pecheras de sus polos de trabajo, y yo tuve que revelar mi estado de ánimo, a pesar de lo rico que estaba el vino: «todo esto me da ganas de vomitar», le revelé a Juan, mi antiguo compañero de colegio y mejor persona. Las miradas furibundas y llenas de reproche del habitual rebaño que solía abrevar allí no se hicieron esperar, pero por recuerdo agradecido a las tardes con mi padre, y para que las inevitables delaciones y diatribas no señalaran mi falta de talante, me despedí con un «agur». En resumen, querido Nacho, me quedo con su poema y con el feliz recuerdo de un momento de nuestra democracia donde aún la mayoría de los jovenes de mi pueblo llevaban en el pecho, y por bandera, la esperanza e ilusiones propias de su edad, en lugar de esvásticas e ignorancia. Y es que tantos años de política educativa nacionalista tiene sus frutos.
Vaya el poema por ese pragmático y racionalista onubense, pues.
Eskerrik asko, Javier.