Profesores con capirote (o de cómo la administración pública aplasta a sus empleados)

 

(El texto que se transcribe más abajo es parte de un correo que me envía un profesor anónimo. Para quienes sean profanos en la materia, FPB son las siglas de Formación Profesional Básica, algo así como el último reducto de aquellos estudiantes que no tendrían perspectivas de futuro de perseverar por la vía académica. Por desgracia, también es el cajón de sastre donde acaban los alumnos con graves problemas de disciplina. )

 

Estimado Individuo:

Sé que hace tiempo que no publica y que, acaso, las razones que me llevan a ponerme en contacto con usted no constituyan un estímulo suficiente para retomar la escritura. Hasta es posible que esté hablando solo, como quien le pide a un pozo vacío que le conceda un deseo. No importa. A la aridez de los soliloquios nos tiene acostumbrados el silencio administrativo, y, con usted, al menos, conservo una mínima esperanza de que todavía exista.

Quiero contarle algo que le está sucediendo a X, un compañero de trabajo. Digamos que X y yo ejercemos el oficio en el Instituto Usher. El pseudónimo no obedece a capricho, sino a que las muchas grietas de sus paredes amenazan caída. Hace un par de meses, un alumno de FPB (al que llamaremos Z) insultó, golpeó y zarandeó a mi compañero en el transcurso de una clase. Z, un mozallón de quince años largos, tenía ya un prolijo historial disciplinario y ninguna inclinación hacia el estudio. La agresión, como es lógico, se consideró falta grave, tanto como para merecer la sanción máxima: un mes de expulsión y el subsiguiente cambio de centro. Se realizó la instrucción prevista para estos casos y se comunicó el fallo a los tutores legales, quienes se mostraron de acuerdo con el veredicto. Mi compañero, hombre bondadoso y cercano a la jubilación, lo dio por bueno y se abstuvo de poner una denuncia en el juzgado. Para qué, pensó.

Hasta aquí, nada que no suceda con más frecuencia de la debida en muchos institutos españoles. Sin embargo, cuatro semanas después (es decir, cuando el chicarrón ya había cumplido su mes de asueto) Z volvió a la clase del profesor agredido. X, como es lógico, lo recibió con tanta resignación como sorpresa. ¿Qué hacía allí el muchacho, si la decisión última había sido el cambio definitivo de instituto? Tras exigir las necesarias explicaciones, la directora del IES Usher le dijo a X que se pondría en contacto con la inspectora para preguntar qué había pasado. Y lo que pasó, al parecer, es que la inspectora había olvidado firmar algún documento imprescindible para el traslado de expediente. Es decir, una negligencia fácilmente reparable.

Pues bien, más tarde que temprano, la inspectora se presentó en el instituto. ¿Quizá para interesarse por el estado del profesor? No. El motivo de su visita era muy distinto. La inspectora entró en la clase de X para supervisar su interacción con los alumnos, su metodología y hasta la idoneidad de su programación didáctica. Por supuesto, el vigoroso e impulsivo Z seguía allí, sin duda moralmente reforzado al ver que quien era objeto de escrutinio era el adulto agredido y no el adolescente agresor.

Una vez que el claustro supo de estos pormenores, se aprobó por mayoría abrumadora la redacción de un escrito dirigido a la inspección educativa. Le transcribo alguno de los párrafos:

[Suponemos que es fácil detectar] la nula correspondencia que se establece entre los hechos y la actuación inspectora. Un profesor es agredido en clase y, como medida de supervisión, se decide examinar la calidad de su desempeño educativo. Es decir, ante una flagrante vulneración de sus derechos laborales, la respuesta consiste en poner en duda su capacidad pedagógica. ¿Acaso pretende corregirse una grave falta disciplinaria con disquisiciones académicas? ¿Desde cuándo una competencia clave o una adaptación curricular sirven de escudo para detener los golpes? Imaginemos, subiendo unos peldaños en la pirámide jerárquica, que el agresor fuera un docente y el agredido un director de instituto. O un inspector. Nadie en su sano juicio esperaría que quien ha sido objeto de violencia fuera, finalmente, el sujeto investigado. Las palomas disparando a las escopetas, o, dicho en jerga jurídica, una escandalosa inversión de la carga de la prueba.

Igualmente escandaloso resulta que dicha actuación se haya llevado a cabo más de un mes después de haberse producido los hechos. ¿Qué dice al respecto el Protocolo en caso de agresión al profesorado? Pues que la inspección educativa, una vez le es comunicado el incidente, debe personarse en el centro o, al menos, ponerse en contacto telefónico con el docente agredido. Además, ha de ofrecerle asistencia jurídica y psicológica y trasladar un informe a la Delegación Provincial de Educación. ¿Se ha hecho alguna de estas cosas? Ninguna de la que tengamos conocimiento. Y ello a pesar de que, como consta en la página 15 del informe elaborado por el centro, la información fue trasladada a nuestra inspectora de referencia el 4 de noviembre, apenas un día después del suceso. Durante más de un mes, el silencio fue toda la respuesta que obtuvo el profesor X por parte de quien estaba obligada a prestarle auxilio. Transcurrido ese periodo de tiempo, la inspectora se presentó finalmente a nuestro compañero; no para mostrarle su apoyo y brindarle ayuda, sino para exigirle pruebas que determinaran su competencia profesional.

¿Qué reconocimiento podemos esperar de una administración que nos condena a semejante estado de abandono? ¿Cómo es posible que la violencia pueda justificarse por la aplicación más o menos rigurosa de unos criterios de evaluación o, en general, por el desarrollo de una u otra metodología? ¿Es esta la clase de «apoyo permanente» que recoge la ley? De ningún modo puede permitirse que una actuación de esta naturaleza (arbitraria, inoportuna y, sobre todo, falta de tacto) sirva de precedente.

El profesor X podrá aportar datos que ilustren de forma prolija el disparate. Pero nosotros, al menos, debemos constatar una certeza: recibir golpes e injurias no es más bochornoso que verse obligado, aún con el susto en el cuerpo, a demostrar la propia inocencia.

Al regreso de las vacaciones navideñas, aún no hemos recibido una respuesta formal al escrito, pero sí hemos sabido, con sorpresa, que a nuestro compañero se le va a someter a un Plan de Intervención. Y, según consta en dicho plan, es ahora el equipo directivo quien asume la iniciativa de fiscalizar la labor pedagógica de X. Entre otras cosas, se obliga al profesor a una reunión semanal con la orientadora y la dirección del centro, para «evaluar el desarrollo de las clases y tratar la planificación semanal que el profesor tenga prevista». Esto supone recordarle, de forma humillante, los objetivos de su propia asignatura al tiempo que se le sugieren nuevas sendas metodológicas. Por si esto fuera poco, el escrito arbitra la necesidad de «escuchar el sentir del alumnado» y recoger el testimonio de los, así llamados, «alumnos radares». En ningún caso se vela por el bienestar del trabajador, que queda a merced de la efebolatría oficial.

No hace falta que insista en la gravedad de los hechos. Usted ha referido sucesos similares en otras ocasiones, aunque quizá el paso del tiempo nos esté brindando la pintura grotesca de lo que antes era solamente un esbozo. A día de hoy, sucede en España que un profesor cualquiera puede ser objeto de vejaciones e, inmediatamente, pasar a engrosar la nómina de los sospechosos y los inadaptados. A día de hoy, sucede en España que los adultos a los que se les confía la instrucción de los jóvenes no son merecedores siquiera de la presunción de inocencia, incluso cuando todas las pruebas y testimonios demuestran que ellos han sido las víctimas. A día de hoy, sucede en España que ciertos miembros de la inspección educativa tratan a sus empleados como súbditos y a los alumnos como clientes. A día de hoy, sucede en España que los equipos directivos están renunciando a cualquier facultad autónoma de juicio para plegarse a los dictados de unas normativas delirantes y populistas. A día de hoy, en España, si te pegan tienes que pedir perdón y encasquetarte el capirote cónico confeccionado por los nuevos inquisidores.

Podría extenderme mucho más y compartir con usted detalles que le helarían la sangre, pero prefiero, por ahora, ser discreto. Si tiene curiosidad por el caso, ya sabe dónde localizarme.

Hasta donde haya que llegar, llegaremos.

Atentamente,

B.

 

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