Cualquier observador externo podría deducir, con solo asomarse a la calle, que la mayoría de profesores aprueba la nueva ley educativa. Constataría el tránsito peatonal de un día cualquiera y, por fortuna, no advertiría rastro alguno de batucadas o tamborileos al uso. Es más: viendo cómo prolifera la demanda de cursillos y tutoriales, podría concluir que el propósito del didacta hispano no es tanto cuestionar la ley como aplicarla hasta el límite de sus fuerzas. Así pues, se iría por donde vino, admirado por la profesionalidad de un gremio que no duda en acatar cuantas órdenes procedan de las cabezas legislantes.
Claro que si nuestro observador hubiera abierto la ventana hace unos pocos años habría visto esa misma calle teñida de un verde mareante, chillón y bullanguero. Habría comprobado la cólera del maestro por la pública, un tipo indócil y comprometido que lucha contra los poderes fácticos de la casta neoliberal. En su informe, describiría a estos trabajadores como adalides del espíritu crítico, refractarios a cualquier signo de servidumbre voluntaria. Valerosos, independientes. Íntegros.
Lo que hacen unas siglas. De la LOMCE a la LOMLOE, basta el poder taumatúrgico de un par de letras para que los ánimos se aplaquen y se haga de nuevo el silencio claustral. Los sindicatos ya no convocan otra cosa que elecciones, y, si acaso, intentan hacer pasar por grandes conquistas lo que no son sino victorias pírricas. Las administraciones, entretanto, aprovechan para pasar el rodillo y laminar la poca dignidad que les queda a los docentes. Diríamos que asistimos a la derrota definitiva si no fuera porque la experiencia nos enseña que siempre se puede caer más bajo.
A la Ley Wert se le reprochaba el que, una vez más, se hubiese concebido a espaldas de la comunidad educativa. La LOMLOE no solo redunda en el mismo vicio, sino que cuenta con el baldón de haberse tramitado en mitad de una pandemia. Sin embargo, parece que en esta ocasión los políticos nos han leído el pensamiento y han urdido por nosotros la ley apetecida. Qué fortuna la nuestra. Poco importa que una burocracia omnipresente ocupe ahora el sitio que antes le correspondía a la humilde tarea de enseñar. O que la libertad de cátedra desaparezca por decreto. Esto, por lo que se ve, no nos quita el sueño tanto como para desplegar la pancarta y ponernos la camiseta.
De la LOMCE se dijo que era poco inclusiva y que las reválidas suponían un retroceso a tiempos dictatoriales. Así que, a juzgar por el asentimiento generalizado, la LOMLOE ha de ser el colmo de la inclusión y un sendero luminoso hacia el nirvana democrático. No es algo que deba sorprendernos. La nueva ley se ajusta como un guante al docente del siglo XXI, acostumbrado a interpretar la escuela no como un espacio para la instrucción pública, sino como un laboratorio de transformación social. Enseñar, además de una impudicia, se queda en poca cosa cuando uno puede participar de la utopía: solo por un servicio a causa tan noble se explica que llevemos tantos años asistiendo a la degradación imparable del oficio.
Así que, en efecto, con la cosmética que proporcionan unas siglas, seguimos dispuestos a tragar con todo. Continuaremos fingiendo que somos psicólogos, vigilantes jurados, expertos en trabajo social y riesgos laborales, conserjes a media jornada y hasta supervisores de letrinas. Lo que sea con tal de no revelar nuestro verdadero rostro, no vaya a ser que se nos tache de transmisores del conocimiento: bastante hemos tenido ya con una peste. Como mucho, podremos conservar el privilegio de lamentarnos por los pasillos, o en el descanso virtuoso del cafelito y la entera con jamón. Más pronto que tarde, vendrán otras siglas y otros políticos, y entonces será el momento de volver a sentir los colores y sudar la camiseta.
Verde esperanza, claro.