Explica Giovanni Sartori («Democrazia: Cosa è», 1987) cómo, para los romanos, el término auctoritas estaba estrechamente ligado al de dignitas. Y cómo la dignitas era precisamente lo que dotaba a un romano de auctoritas, por el simple hecho de que aquélla llevaba implícita la idea de mérito y del respeto inspirado por dicho mérito.
Viene esta introducción etimológica a cuento del debate establecido sobre la consideración de los docentes como autoridades públicas. En primer lugar, no creo que tal debate quite el sueño a la gran mayoría de maestros y profesores. Que se nos confiera este nuevo estatus, desgraciadamente, no va a cambiar la realidad. Flatus vocis, que diría el clásico: un sonido desustanciado, un gesto tan estéril como estampar una etiqueta de Gran Reserva en lo que no es sino un vulgar morapio.
Y todo porque, como es costumbre, se empieza el domus por el compluvium. Para que tal propuesta tuviera sentido habría que restituir a los docentes la dignidad que se les ha arrebatado (con la aquiescencia y el silencio de éstos, todo sea dicho) en los últimos 30 años. Hoy en día, la condición de profesor reúne en sí misma todo el catálogo de sospechas imaginables acerca de su presunto mérito. Pedagogos y arbitristas del ars docendi insisten en que no estamos suficientemente preparados, los padres nos tienen por holgazanes que dedican sus ratos libres a maquinar refinadas formas de tortura, las administraciones ignoran nuestras demandas y nos endilgan atribuciones tan surrealistas como diseñar, by the face, el Plan de Evacuación de Centro.
El profesor del siglo XXI es, al fin, una rara especie de ornitorrinco académico: babysitter, animador social, detective, consejero, burócrata, cursillista impenitente, microsiervo y bombero. Sólo le falta ser Víctima del Terrorismo, pero todo se andará. Su carrera profesional discurre sobre la superficie de una cinta: sabe que, haga lo que haga, jamás se moverá del sitio. A menos que cuelgue la tiza y se busque el medro en la cúpula síndico-administrativa. Es la nuestra una profesión devaluada, convertida en otra cosa muy distinta de la que algún día fue. Si estará desterrado el mérito en nuestra venerable Escuela que en las últimas oposiciones andaluzas hubo quien se quedó sin plaza tras obtener un diez en la calificación final. La orden era disminuir el abrumador número de interinos, a cualquier precio. La política sojuzgando, una vez más, la competencia y la dignitas.
De suerte que, con la dignidad perdida, hablar de autoridad es un sinsentido. Antes que reclamar ese rango, es preciso que los profesores denuncien las condiciones en las que se ven obligados a desempeñar su oficio, y que las administraciones crean de verdad que el capital humano es más importante que legislar a golpe de chequera.
Claro que, ahora que lo pienso: ¿cómo se hace eso en un país en el que las cifras de la corrupción compiten con las del narcotráfico? ¿Cómo va a devolvernos la dignidad quien, si la tuvo, la perdió hace mucho tiempo?
Habrá que pelear por ella, ¿no les parece?
A ver si tienes cojones de escribir algo con lo que no esté de acuerdo, colega*.
Por cierto, vas a artículo por día.
(*Colega: sentido original y etimológico, por supuesto)
Jajaja… Fray, por lo que yo le tengo leído me temo que eso va a ser difícil.
Colega.
Pues sí, aquí no hay manera de discrepar y de crear polémica 🙂
uno mas… qué bueno verle por aquí…
Intentaré, en lo posible, defraudar sus expectativas para que me pongan a caldo.
Nada de aburrirse…
un saludo.
Picando aquí y allá por su blog me he tropezado con Yolanda Camino. Si existe, ¿Cómo es que Don Felipe se casó con Letizia?
Buena pregunta, Panfilox.
No sé, quizá Yoli sea republicana…
Gracias por su visita.
Y, sí: existe.
En un artículo inolvidable, publicado hace unos años, leí cómo la evolución de la civilización occidental ha sido siempre una búsqueda de la luz. Más luz!, sería el leit motiv de nuestro acervo cultural, el mantra que la casta burócrata de Bruselas ha bautizado como acquis communautaire. Lo que nos impele a seguir la ruta del conocimiento, la justicia y la razón. Últimamente, uno diría que nos estamos acostumbrando a ser una sociedad en tinieblas, cuya piedra angular y su futuro, la educación, es deformada hasta límites insospechables. Desgraciadamente, esta nave a la deriva en la que todos vamos, está dirigida por un almirante ciego, un comodoro sordo y un contramaestre mudo. Pero como tú bien dices, Nacho, no toda la culpa es de las filiales políticas, más conocidas como administraciones, y sus integristas próceres de la integración, la diversidad y la adaptación. El concepto de autoridad/dignidad parece desintegrarse del imaginario del indolente ciudadano, que en muchos casos sólo actúa para erosionar aún más la figura del docente. Los padres se han convertido en muchos casos en parte de una tripulación ensimismada, que con arrobo parece esperar la apertura de unas nuevas puertas de la percepción que les libere de la incómoda tarea de educar a su progenie.
Dado el cambio de rumbo político en el País Vasco -ergo cambio educativo… siempre hay espacio para la esperanza- y como homenaje a tu artículo, respaldo tu llamada a la acción, para que dejemos de construir la Etxe por el Teilatu. Como siempre, produce satisfacción corroborar la existencia faros iluminados en mitad de la tormenta. Si todos encendemos uno, hasta constelar de sentido común esta oscura mediocridad, quizá no nos estrellemos contra las rocas.
Ps. Ya lo decía Ovidio: Sed cum Troia subit, subeunt uentique fretumque, Spes bona sollicito uicta timore cadit. O lo que es lo mismo: Pero cuando viene a mi mente Troya, y los vientos y el mar, mi dulce esperanza sucumbe vencida por mi angustiado temor.
Tienes razón, Veiga. Pero además de los que que quieren liberarse de «la incómoda tarea de educar a su progenie», están los que, teniendo hijos o no, están obsesionados con educar a la «progrenie».
Gracias, Javi, por tu visita. Muy lúcido tu comentario, como siempre.
Abrazos.
Josepho: ha estado usted sembrado…