Una profesión de riesgo

(Sobre la actuación de la Inspección educativa en relación al caso del IES Burguillos)

Noticias en prensa:

  1. Agresión al profesor
  2. Respuesta de Delegación
  3. Agresión en el IES Azahar

Cuando un profesor es objeto de una agresión, tiene la posibilidad de exceder los límites de la administración educativa y poner una denuncia: este es el procedimiento habitual si de por medio hay un parte de lesiones.  Sin embargo, hay veces en que el agredido, por no haberse ocasionado quebranto físico, renuncia a los trámites policiales y se confía a los protocolos establecidos por la normativa escolar.

No entraremos a juzgar aquí si la actuación del profesor es más o menos afortunada desde el punto de vista jurídico. Hay ocasiones en que la víctima prefiere no añadir más leña al fuego, o considera que la sanción máxima prevista por las autoridades educativas es una medida lo bastante justa como para contentar a todos. Esa sanción supone la expulsión cautelar por un mes y el inmediato cambio de centro. No olvidemos que esos docentes han podido compartir muchas horas de aula con sus agresores, y que, en algunos casos, la valoración de las circunstancias personales del alumno atenúan la indignación que pueden sentir por haber sido atacados. Desde julio de 2021, cualquier amenaza, coacción o agresión física hacia un profesor se considera atentado contra una autoridad pública, lo que dice mucho acerca de la generosidad mostrada por el docente que no emprende acciones por la vía judicial.

En el caso del IES Burguillos, el profesor agredido confió en sus superiores: la Dirección del Instituto y el Servicio de Inspección. Hasta donde se sabe, los primeros cumplieron con su deber, mientras que los segundos faltaron a él clamorosamente. A MR, empujado y zarandeado en mitad de clase por un conflictivo y reincidente alumno de 15 años, le bastaba con saber que el muchacho no volvería a pisar su aula. Por supuesto, no sucedió así: el alumno volvió al cabo del mes de suspensión cautelar y permaneció escolarizado en el centro otros dos meses, justo hasta dos horas después de que los medios recogieran la noticia. En ese tiempo, el muchacho tuvo ocasión de provocar nuevos incidentes, jactarse ante el profesor de la inmunidad conseguida y ser expulsado un par de veces más.

En sí misma, esta situación ya es lo bastante grave. Demuestra un mal funcionamiento de la máquina administrativa, que permite dejar en un limbo legal, ¡durante un trimestre!, a un alumno al que se le ha tramitado un expediente de cambio de centro. Tal lentitud no solo perjudica la normal convivencia en el instituto, sino que menoscaba el derecho del estudiante a seguir con su formación académica en los plazos estipulados por ley.

Sin embargo, el aspecto más sorprendente de la actuación inspectora radica en el trato recibido por el profesor de Matemáticas. Si la demora en el traslado del alumno se puede explicar, mal que bien, por el esclerotizado mecanismo del gigante burocrático, más difícil resulta entender las razones que llevan a nuestra inspectora asignada a invertir la carga de la prueba y poner en entredicho la metodología del profesor MR. La Delegada de Educación puede repetir tantas veces como quiera que no existe una relación de causa y efecto entre la agresión y la fiscalización pedagógica del agredido. La realidad es bien distinta, y el plan de intervención impuesto a MR, profesor de Ciencias Aplicadas I en Formación Profesional Básica, no se fundamenta en reclamaciones previas del alumnado, ni tan siquiera en unos bajos resultados académicos, habida cuenta de que, en el momento de la intervención, ni siquiera se habían convocado las sesiones de evaluación del primer trimestre.

Muy al contrario, era sabido por todos que el clima de convivencia en 1º de FPB era, desde el inicio de curso, insostenible. De hecho, en ese primer trimestre se produjeron 16 expulsiones del centro solamente en esa clase, concentradas en 7 alumnos. Si a alguien aún le parecen pocos, suponen más del 50% del total de estudiantes en 1º de FPB. Algunas de estas faltas disciplinarias incluían amenazas, injurias y coacciones, siendo los destinatarios de tanto cariño profesores distintos de MR. Estos datos refutan los argumentos de la Administración, que, de forma artera, quieren dejan entrever algún tipo de carencia didáctica en el desempeño laboral de MR.

Lo escandaloso de este asunto es que un profesor sea golpeado y que desde la inspección no solo se omita el protocolo de asistencia psicológica y jurídica a que obliga la ley, sino que además se convierta a la víctima, por arte de birlibirloque, en presunto culpable. El claustro del IES Burguillos ha reaccionado a esta actuación con la dignidad debida, firmando de forma unánime un escrito de protesta dirigido al Servicio de Inspección. No hemos recibido más argumentos que esa desfachatada respuesta pública recogida por la prensa en boca de la Delegada. Nuestro objetivo como profesionales de la enseñanza es alertar a la opinión pública de estas medidas correctoras, cuya consecuencia fatal es la de responsabilizar al profesor de la violencia ejercida por los alumnos sobre su persona. Baste imaginar que se justificase la paliza a un médico por no emitir un diagnóstico del agrado del paciente, o que las injurias a un magistrado se disculparan por la sencilla razón de que el fallo no nos fue favorable.

Una actuación de este tipo no puede servir de precedente. Frente a la violencia, la Administración debe responder sin vacilaciones. Y no solo cuando, como en el caso del IES Azahar, la noticia llega a los medios de comunicación y a la profesora implicada ya le han partido el labio, sino en todos los casos en que se atente contra un servidor público. Solo si se atajan de raíz estos estallidos de violencia, y solo si el trabajador percibe el amparo de sus superiores, se podrá restablecer la normalidad en aquellos centros donde la enseñanza se ha convertido, por desgracia, en una profesión de riesgo.

Nacho Camino, profesor de Música del IES Burguillos desde 2004 hasta la fecha.

P.D.: desde aquí, queremos dar gracias a todos aquellos que, en las redes sociales, han mostrado su apoyo al profesor afectado y al claustro del IES Burguillos.

 

Profesores con capirote (o de cómo la administración pública aplasta a sus empleados)

 

(El texto que se transcribe más abajo es parte de un correo que me envía un profesor anónimo. Para quienes sean profanos en la materia, FPB son las siglas de Formación Profesional Básica, algo así como el último reducto de aquellos estudiantes que no tendrían perspectivas de futuro de perseverar por la vía académica. Por desgracia, también es el cajón de sastre donde acaban los alumnos con graves problemas de disciplina. )

 

Estimado Individuo:

Sé que hace tiempo que no publica y que, acaso, las razones que me llevan a ponerme en contacto con usted no constituyan un estímulo suficiente para retomar la escritura. Hasta es posible que esté hablando solo, como quien le pide a un pozo vacío que le conceda un deseo. No importa. A la aridez de los soliloquios nos tiene acostumbrados el silencio administrativo, y, con usted, al menos, conservo una mínima esperanza de que todavía exista.

Quiero contarle algo que le está sucediendo a X, un compañero de trabajo. Digamos que X y yo ejercemos el oficio en el Instituto Usher. El pseudónimo no obedece a capricho, sino a que las muchas grietas de sus paredes amenazan caída. Hace un par de meses, un alumno de FPB (al que llamaremos Z) insultó, golpeó y zarandeó a mi compañero en el transcurso de una clase. Z, un mozallón de quince años largos, tenía ya un prolijo historial disciplinario y ninguna inclinación hacia el estudio. La agresión, como es lógico, se consideró falta grave, tanto como para merecer la sanción máxima: un mes de expulsión y el subsiguiente cambio de centro. Se realizó la instrucción prevista para estos casos y se comunicó el fallo a los tutores legales, quienes se mostraron de acuerdo con el veredicto. Mi compañero, hombre bondadoso y cercano a la jubilación, lo dio por bueno y se abstuvo de poner una denuncia en el juzgado. Para qué, pensó.

Hasta aquí, nada que no suceda con más frecuencia de la debida en muchos institutos españoles. Sin embargo, cuatro semanas después (es decir, cuando el chicarrón ya había cumplido su mes de asueto) Z volvió a la clase del profesor agredido. X, como es lógico, lo recibió con tanta resignación como sorpresa. ¿Qué hacía allí el muchacho, si la decisión última había sido el cambio definitivo de instituto? Tras exigir las necesarias explicaciones, la directora del IES Usher le dijo a X que se pondría en contacto con la inspectora para preguntar qué había pasado. Y lo que pasó, al parecer, es que la inspectora había olvidado firmar algún documento imprescindible para el traslado de expediente. Es decir, una negligencia fácilmente reparable.

Pues bien, más tarde que temprano, la inspectora se presentó en el instituto. ¿Quizá para interesarse por el estado del profesor? No. El motivo de su visita era muy distinto. La inspectora entró en la clase de X para supervisar su interacción con los alumnos, su metodología y hasta la idoneidad de su programación didáctica. Por supuesto, el vigoroso e impulsivo Z seguía allí, sin duda moralmente reforzado al ver que quien era objeto de escrutinio era el adulto agredido y no el adolescente agresor.

Una vez que el claustro supo de estos pormenores, se aprobó por mayoría abrumadora la redacción de un escrito dirigido a la inspección educativa. Le transcribo alguno de los párrafos:

[Suponemos que es fácil detectar] la nula correspondencia que se establece entre los hechos y la actuación inspectora. Un profesor es agredido en clase y, como medida de supervisión, se decide examinar la calidad de su desempeño educativo. Es decir, ante una flagrante vulneración de sus derechos laborales, la respuesta consiste en poner en duda su capacidad pedagógica. ¿Acaso pretende corregirse una grave falta disciplinaria con disquisiciones académicas? ¿Desde cuándo una competencia clave o una adaptación curricular sirven de escudo para detener los golpes? Imaginemos, subiendo unos peldaños en la pirámide jerárquica, que el agresor fuera un docente y el agredido un director de instituto. O un inspector. Nadie en su sano juicio esperaría que quien ha sido objeto de violencia fuera, finalmente, el sujeto investigado. Las palomas disparando a las escopetas, o, dicho en jerga jurídica, una escandalosa inversión de la carga de la prueba.

Igualmente escandaloso resulta que dicha actuación se haya llevado a cabo más de un mes después de haberse producido los hechos. ¿Qué dice al respecto el Protocolo en caso de agresión al profesorado? Pues que la inspección educativa, una vez le es comunicado el incidente, debe personarse en el centro o, al menos, ponerse en contacto telefónico con el docente agredido. Además, ha de ofrecerle asistencia jurídica y psicológica y trasladar un informe a la Delegación Provincial de Educación. ¿Se ha hecho alguna de estas cosas? Ninguna de la que tengamos conocimiento. Y ello a pesar de que, como consta en la página 15 del informe elaborado por el centro, la información fue trasladada a nuestra inspectora de referencia el 4 de noviembre, apenas un día después del suceso. Durante más de un mes, el silencio fue toda la respuesta que obtuvo el profesor X por parte de quien estaba obligada a prestarle auxilio. Transcurrido ese periodo de tiempo, la inspectora se presentó finalmente a nuestro compañero; no para mostrarle su apoyo y brindarle ayuda, sino para exigirle pruebas que determinaran su competencia profesional.

¿Qué reconocimiento podemos esperar de una administración que nos condena a semejante estado de abandono? ¿Cómo es posible que la violencia pueda justificarse por la aplicación más o menos rigurosa de unos criterios de evaluación o, en general, por el desarrollo de una u otra metodología? ¿Es esta la clase de «apoyo permanente» que recoge la ley? De ningún modo puede permitirse que una actuación de esta naturaleza (arbitraria, inoportuna y, sobre todo, falta de tacto) sirva de precedente.

El profesor X podrá aportar datos que ilustren de forma prolija el disparate. Pero nosotros, al menos, debemos constatar una certeza: recibir golpes e injurias no es más bochornoso que verse obligado, aún con el susto en el cuerpo, a demostrar la propia inocencia.

Al regreso de las vacaciones navideñas, aún no hemos recibido una respuesta formal al escrito, pero sí hemos sabido, con sorpresa, que a nuestro compañero se le va a someter a un Plan de Intervención. Y, según consta en dicho plan, es ahora el equipo directivo quien asume la iniciativa de fiscalizar la labor pedagógica de X. Entre otras cosas, se obliga al profesor a una reunión semanal con la orientadora y la dirección del centro, para «evaluar el desarrollo de las clases y tratar la planificación semanal que el profesor tenga prevista». Esto supone recordarle, de forma humillante, los objetivos de su propia asignatura al tiempo que se le sugieren nuevas sendas metodológicas. Por si esto fuera poco, el escrito arbitra la necesidad de «escuchar el sentir del alumnado» y recoger el testimonio de los, así llamados, «alumnos radares». En ningún caso se vela por el bienestar del trabajador, que queda a merced de la efebolatría oficial.

No hace falta que insista en la gravedad de los hechos. Usted ha referido sucesos similares en otras ocasiones, aunque quizá el paso del tiempo nos esté brindando la pintura grotesca de lo que antes era solamente un esbozo. A día de hoy, sucede en España que un profesor cualquiera puede ser objeto de vejaciones e, inmediatamente, pasar a engrosar la nómina de los sospechosos y los inadaptados. A día de hoy, sucede en España que los adultos a los que se les confía la instrucción de los jóvenes no son merecedores siquiera de la presunción de inocencia, incluso cuando todas las pruebas y testimonios demuestran que ellos han sido las víctimas. A día de hoy, sucede en España que ciertos miembros de la inspección educativa tratan a sus empleados como súbditos y a los alumnos como clientes. A día de hoy, sucede en España que los equipos directivos están renunciando a cualquier facultad autónoma de juicio para plegarse a los dictados de unas normativas delirantes y populistas. A día de hoy, en España, si te pegan tienes que pedir perdón y encasquetarte el capirote cónico confeccionado por los nuevos inquisidores.

Podría extenderme mucho más y compartir con usted detalles que le helarían la sangre, pero prefiero, por ahora, ser discreto. Si tiene curiosidad por el caso, ya sabe dónde localizarme.

Hasta donde haya que llegar, llegaremos.

Atentamente,

B.

 

Sevilla Disonante reseña «Caballo de Troya» y «Secreto Ibérico»

Crítica completa

Yo siempre había asociado a Nacho con el entorno de Nick Cave, pero con este Caballo de Troya podemos localizar un parentesco más entre Neil Hannon y Jarvis Cocker, dos irónicos pensadores obsesionados con la narración. Y eso, la narración es lo que prima en ellas; el mordisco lo tenemos sobradamente en los textos de Nacho, que al igual que hacía Thomas Bernhard, protagonista de una de las canciones, es capaz de encontrar la risa en la oscuridad. Nadie como Nacho Camino es capaz de convertir su mezcla de amor y odio en la clave de todo lo que escribe.

No estamos observando el dolor desde lejos tanto como siendo invitados a experimentarlo crudamente. La voz de Nacho se mueve entre la fragilidad, el sarcasmo y el desafío; sus frases tristes recuerdan tanto a William Blake como a Leonard Cohen o Scott Walker. No sé si Secreto ibérico es en parte disco, en parte confesionario catártico, pero para estar lleno de descartes lo que Nacho ha logrado aquí no es poca cosa: una muy buena obra que fusiona la experimentación y la libertad de sus otras obras más conocidas con las canciones más tiernas que no sabíamos que era capaz de hacer. Esto también es solo rock and roll, pero me gusta… y me llega hasta el alma.

                                                                           José Miguel Carrasco