Xavier Pericay ha escrito una Tercera de ABC que merece un escolio, aunque sólo sea por su incorrección política y la temeraria actitud de quien llama a las cosas por su nombre. Se le podrán reprochar ciertos maximalismos, es cierto, pero ello no es achacable tanto a la calidad de sus argumentaciones como a la necesaria brevedad que es inherente a todo artículo periodístico.
Tres son las ideas principales que trata Pericay:
1. La responsabilidad de los sindicatos docentes en el fracaso educativo desde la implantación de la LOGSE.
2. El preocupante estado de la enseñanza Primaria.
3. La aquiescencia de los padres ante la consolidación de una escuela felizmente ignorante.
Los sindicatos de la enseñanza han considerado siempre la educación como algo propio, lo mismo en relación con el mantenimiento e incremento de puestos de trabajo que en lo tocante a los criterios pedagógicos imperantes. En este sentido, la aprobación en 1990 de la LOGSE puede estimarse, sin duda alguna, como su gran victoria. En lo sucesivo, los puestos de trabajo no han hecho sino crecer en general, con el acceso apañado de interinos a la condición de funcionarios, mientras que los valores tradicionales de la enseñanza el esfuerzo, el conocimiento, la excelencia no han cesado de declinar.
Pericay no dice nada que no hayan dicho otros – y él mismo – desde hace muchos años. La peste igualitaria (Albiac), la derrota del pensamiento (Finkielkraut) y, en fin, la conversión de la escuela en una inmensa guardería donde las nociones de autoridad y mérito se han jibarizado a la medida de sus jóvenes clientes: nada de esto es noticia.
La noticia, hoy, es que mañana está prevista una huelga estatal en defensa de la enseñanza pública. Promovida, entre otros, por quienes más han contribuido a su destrucción. No habría nada que objetar si los convocantes incluyeran en el manifiesto una retractación sincera de sus tropelías. Pero no lo han hecho. Leyendo sus alegatos, uno comprende que nada puede haber de veraz en sus exigencias, que todo es la misma impostura gatopardiana, consistente en “que todo cambie para que todo siga igual”. Da la impresión de que la LOGSE nunca existió, y de que las escuelas españolas son un reducto angélico, mezcla de Stanford y Euro Disney.
A pesar de su baja representatividad, los profesores han confiado en los sindicatos como quien se deja llevar por una vieja inercia mecanicista. Las pocas veces que las protestas obedecieron a demandas pedagógicas, nada se movía en los venerables claustros más allá de un puñado de irreductibles a los que era fácil tachar de locos. Ocurría entonces que las grandes momias sindicalistas no habían salido de sus tumbas para hacer una pancarta con el sudario y las vendas de lino. No pasaba nada.
Ante este panorama, si algo sobra es una huelga de enseñantes. Cuando uno forma parte de un colectivo que arroja semejante balance, por más que la responsabilidad del desastre quepa imputarla también al resto de la llamada comunidad educativa y, muy principalmente, a quienes han legislado en la materia, lo que se impone, aunque sólo sea por una cuestión de decencia, es la reflexión. Y, como consecuencia de ella, la oportuna rectificación.
La tragedia para muchos profesores es que quienes dicen defenderlos son en realidad aquellos de los que más les valdría guardarse. No cabe duda de que habrá muchos que se sientan cómodos con un sistema cuyo igualitarismo a la baja no es exclusivo de los alumnos, sino que afecta, asimismo, a los enseñantes. Más allá del éxito que tenga la convocatoria, algo habrá fallado si entre las consignas que se griten no está la de cambiar un modelo pedagógico que es causa, entre otras cosas, de las cada vez más precarias condiciones laborales que padecemos.
De forma oportuna, Pericay plantea el caso de la maestra despedida por excederse en el cumplimiento de su labor pedagógica, esto es, por tener la impudicia de enseñar más de lo debido. Ahí se condensa toda la filosofía LOGSE: la que concibe la escuela como un lecho de Procrusto. Poniendo el énfasis en la etapa Primaria, Pericay no hace otra cosa que ratificar el valor de una enseñanza que tenga como principio básico el “amor por el conocimiento”.
Y es que es en esa edad primaria, en esa parcela reservada de punta a cabo al maestro, donde se juega en verdad la partida. Es en ese periodo donde hay que sacar lo máximo de cada alumno, donde hay que inculcarle el amor al conocimiento, donde hay que empezar a poner las bases de ese ciudadano en ciernes.
He escuchado a muchos maestros quejarse de la legislación vigente, de ciertos métodos que se aplican sin haber constatado la bondad de sus frutos, de las presiones recibidas por jefes y padres. Es hora de hacer oír esas quejas en otros foros, pero no para preservar la misma fruta podrida que ahora mordisqueamos con desgana, sino para exigir de quienes nos gobiernan, y de nosotros mismos, una reflexión más profunda.
Es hora, pues, de examinarnos.