De la indignación (I)

En todos los círculos sociales del que suscribe (amigos, compañeros de trabajo, foros) salen a colación, una y otra vez, la «Spanish Revolution» y su «valiente denuncia del sistema». Casi todos los comentarios parten del sentimiento antes que de la razón, de la adhesión por simpatía antes que del análisis crítico. Los «campistas» somos nosotros, el pueblo indignado. Si uno se muestra escéptico, o nada más señala el evidente sesgo ideológico de la protesta, el ejercicio de voluntarismo se recrudece:

– Por algo había que empezar… Luego, ya veremos.

Debe de ser que a ciertas ideologías se les concede un crédito ilimitado. Porque el problema no es que haya que empezar por algo, sino que los inspiradores de la revuelta también establecen las reglas y el final del juego. Junto a demandas necesarias (separación de poderes, restricción de privilegios a la casta política) se introducen otras que poco tienen que ver con la democracia formal, y sí mucho con una concepción totalitaria del Estado.

Los principios del 15-M hunden sus raíces en una pseudofilosofía anticapitalista y contraria a las libertades individuales. Si José Luis Sampedro es uno de los iconos de los rebeldes, veamos qué tiene que decir en el prólogo al libro de cabecera del movimiento:

«El autor de este libro recuerda cómo los primeros programas económicos de Francia despúes de la II Guerra Mundial incluían la nacionalización de la banca […] En cambio ahora, la culpabilidad del sector financiero en esta gran crisis no sólo no ha conducido a ello; ni siquiera se ha planteado la supresión de mecanismos y operaciones de alto riesgo.

(Del prólogo a ¡Indignaos!, de Stéphane Hessel)

La nacionalización de la banca es uno de los puntos recogidos en las proclamas de DRY, como ya saben. Y en las manifestaciones del colectivo se trasluce la idea de que, siguiendo a Sampedro, «los financieros son los culpables indiscutibles de la crisis», como si el poder político representado en los bancos centrales fuera sólo una víctima más de los malvados capitalistas. A éstos se les compara con los invasores fascistas, con las hordas nazis. Ojo: nunca, jamás, con los invasores comunistas o las hordas soviéticas. De hecho, en el centelleante recorrido que Sampedro hace por el siglo XX no se menciona ni una sola vez el totalitarismo de signo contrario. La barbarie es sólo cosa del Capital. Así, no faltan las alusiones a Guantánamo, Israel y la invasión de Irak, mientras que nada se dice del fundamentalismo islámico o las satrapías socialistas. La «lucha contra el terrorismo» se entrecomilla, como si éste fuera una ilusión más, proyectada en la espectacular pantalla del mercado.

El final es espeluznante:

Ahora no se trata de empuñar las armas contra el invasor ni de hacer descarrilar un tren. El terrorismo no es la vía adecuada contra el totalitarismo actual, más sofisticado que el de los bombardeos nazis.

(Íbid.)

Esto sólo se puede comentar contando hasta diez y respirando profundamente. ¿»Ahora»? ¿Sugiere el venerable profesor que en alguna época «se trataba» de exterminar civiles? La alusión al «descarrilamiento» es doblemente desafortunada en un país donde hace bien poco los trenes no se salieron de la vía, sino que fueron reventados con explosivos. Pero es que para Sampedro una «vía» es el terrorismo, aunque no sea la que mejor se aviene con el momento actual.

Las opiniones están repartidas. Las causas de la indignación, también.

Calle del Circo, 41001 Sevilla, España

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