Miércoles, 4 de Noviembre. El Correo de Andalucía. Página 22.
Dice el titular: «Los institutos perderán papeleo para organizar mejor las clases». Y yo que me alegro. Lo que no asumo es la aparente relación de causa y efecto que se deja caer entre una cosa y otra. O sea: las clases impartidas no eran todo lo buenas por el tiempo consagrado a satisfacer las necesidades del Leviatán burocrático.
Pues sí, pero no sólo.
En primer lugar, tengo mis dudas de que convertir planes de centro y programaciones didácticas en plurianuales vaya a significar el fin del «papeleo». «Vendrán más normativas y nos harán más ciegos», parafraseando a Ferlosio. Empezando por esa anunciada ampliación de la enseñanza obligatoria hasta los 18 años, que obligará a ejercicios de funambulismo oficialista para justificar la presencia en las aulas de un buen número de alumnos. En realidad, todos sabemos que las famosas programaciones son pasto frecuente del copy & paste, documentos ahítos de propósitos imposibles a los que basta modificar el año en curso para certificar su validez oficial y su invalidez académica. Cuando, desde Primaria, el nivel es tan escandalosamente bajo, estos planes se acercan más a la Utopía de Tomás Moro que a la estridente realidad del día a día.
Miren, señores del Correo: si las clases no están mejor «organizadas» es por cosas como las que ustedes, en la misma noticia, anuncian en un conveniente segundo plano. Por ejemplo:
«Los 15 departamentos temáticos con los que constaban (sic) los institutos se funden en 6: Lingüístico, Lengua Extranjera, Matemáticas, Ciencia-Tecnología, Cultura, Arte y Deporte, Social y Ciudadanía. Además de los seis departamentos temáticos y los de Orientación y Extraescolares, se crean dos totalmente nuevos: uno de formación del profesorado y otro de evaluación y calidad».
Esta es la verdadera noticia. El golpe de gracia a la Enseñanza española, reflejado en esta implosiva contracción del conocimiento. Sólo quedan las Matemáticas como heroico superviviente de un modelo en el que se consideraba a los profesores especialistas en una materia determinada, y no simples croupiers del Trivial Pursuit. El agujero negro de esta inmediata reforma engulle disciplinas tradicionales como el Latín, la Filosofía, la Historia, la Literatura, la Física, la Química o la Música. Las homogeiniza en lo que se dan en llamar «Áreas del Conocimiento», y es de esperar que las regurgite convertidas en un gazpacho incomestible. Como profesor de Música, ganas tengo de ver ese pedazo de departamento con membrete ministerial que habrá de tocarme en suerte: Cultura, Arte y Deporte. Ahí es ná. ¿Tendré que adentrar a los muchachos en los misterios del fondismo o el salto de altura? Espero que, si llega el caso, no equivoque los tempi, no vaya a ser que los reviente con la exigencia de unas marcas que mi ignorancia no sabe imposibles. (Sobre lo que sea Cultura en este engendro multidisciplinar, no me atrevo a dar un pronóstico. Sobre todo porque, hasta hoy, pensaba que las Lenguas, la Ciencia y las Matemáticas también formaban parte de ella).
¿Por qué se hace esto? Porque la cosa está «mu mala», y hay que conseguir como sea que las hornadas de jovenzanos que se cuecen a fuego lento en esta institución sonrojante aprueben como sea y lo que sea. Las «Áreas de Conocimiento» no tienen sentido sin su herramienta de muerte y destrucción, vulgo «Competencias Básicas». Reparen en lo que dice Daniel Cela, redactor del artículo:
«Ni la OCDE, ni el Gobierno Español ni el andaluz evalúan a sus alumnos por los contenidos que han ido acumulando en su aprendizaje, sino por lo que saben hacer con esos contenidos. La aplicación prácticas de lo que les han enseñado, lo que los pedagogos llaman «las competencias básicas». Cada uno de esos seis departamentos define una competencia básica».
Voilá. Cada departamento está concebido para promover una competencia. Bá-si-ca. Añado yo que en las normativas también vienen especificadas unas Enseñanzas Mínimas. Conque vamos a dar en lo mínimo de lo básico o lo básico de lo mínimo. No sabemos, al fin, si estamos hablando de Enseñanza o de un aperitivo de Ferrán Adriá. El periodista, al hacerse eco de lo que dicen los pedagogos y no los profesores, vuelve a incurrir en una vieja falacia. Escuchemos a Oakeshott:
«Y, por fin, ¿qué es el conocimiento?: conjuntos de capacidades muy diversas, en cada una de las cuales se da una mezcla de “información” y “discernimiento”. Estos dos componentes no se pueden dar por separado: el” saber cómo” y el “saber qué” constituyen las dos caras de una misma moneda llamada “conocimiento genuino”. Tan infructuoso es hacer algo con ignorancia de las reglas, como pensar que las reglas por sí solas nos invisten de la capacidad para hacer o explicar algo. Además de la información, necesitamos la comprensión que nos permita interpretarla».
Esta concepción del aprendizaje genuino no distingue entre contenidos y procesos, porque unos no pueden darse sin la exacta comprensión de los otros. No hay modo de separar el «saber qué» del «saber cómo», a menos que lo que se pretenda sea repartir un miserable barniz de pseudoconocimiento entre las disciplinas fagocitadas por el Monstruo Comprensivo.
Eso sí: se crean dos nuevos departamentos que solventarán todos los problemas. Formación del Profesorado y Evaluación y Calidad. En otras entradas hablaremos de ellos. Por lo pronto, ya les adelanto en qué consistirá, mayormente, su trabajo: más papeleo.
P.S.: «El gran timo de las Competencias Básicas» es título inspirado en «The Great Rock´n´Roll Swindle», de The Sex Pistols. En su último concierto, John Lydon preguntaba al público si nunca habían tenido la sensación de sentirse estafados. Tan enigmática pregunta pudo interpretarse de dos modos: 1. Que los engañados eran los miembros del grupo (por la industria discográfica) 2. Que ellos mismos constituían el engaño, y que toda su rebeldía punk no había sido más que una pasajera pose.
En cualquier caso, nada de todo esto es divertido.
Amigo Nacho, soy uno de esos inútiles y perversos pedagogos que pululan por nuestros centros educativos, confundiendo al profesorado y enredándolo todo, tratando de hacer difícil lo fácil, e imposible lo complicado. Además, doy clase.
Me gustaría disponer de más espacio del que brinda esta ventana de comentarios para debatir contigo sobre la utilidad o no de estudiar pedagogía, para todos cuantos nos dedicamos a la enseñanza.
No considero que sea un timo el intento de evaluar lo que los alumnos aprenden, y cómo aplican lo aprendido a situaciones de la vida real. Alguien dijo que muchos docentes teníamos tendencia a tratar a nuestros alumnos como un banco de respuestas correctas, y ése ha sido el objetivo primordial de la enseñanza durante una etapa de nuestra historia: conseguir que los alumnos acumularan conocimientos. Bueno, está bien que sepan cosas, pero todavía está mejor que lo que aprenden sea significativo y útil para ellos, y no tratemos de convertirlos en discos duros de ordenador.
Dices que no hay modo de separar el «saber qué» y el «saber cómo». Así debería ser,cuando hablamos de contenidos de aprendizaje nos referimos a conceptos, procedimientos y actitudes. A todos ellos, y no sólo a uno. Pero no estoy seguro de que sea eso lo que finalmente perseguimos en el aula. Yo mismo podría «recitarte» todavía el teorema de Pitágoras, o la Ley de Boyle y Mariotte, que me grabaron a fuego en mis años de Bachillerato, pero no me pidas que realice la demostración de una u otra, y, por supuesto, no me pidas que las aplique a un problema de la vida real. Sólo recuerdo el enunciado. Eso es lo que ahora se trata de evitar.
Un saludo.
También leí esta mañana el artículo del Correo de Andalucía. El título me confundió «Los … pero cuando empecé a leerlo me di cuenta de que de lo que se trataba era de vendernos el nuevo ROF, en su vertiente más indigesta: la reconversión de los departamentos didácticos en algo similar a esas tiendas de los chinos que hay últimamente por todas partes. Lo grave del asunto es que si la prensa del movimiento anuncia estas cosas debe ser porque aquel delirante preborrador del año pasado está cobrando una amenazadora consistencia.
Estimado Juan Pedro:
Agradezco tu comentario, el primero que disiente en alguna medida de lo que se escribe en estas páginas. Y digo «en alguna medida» porque no puedo encontrar en tus palabras nada que yo no pueda compartir. De hecho, las suscribo.
En primer lugar, no creo que la pedagogía sea una disciplina inútil. He encontrado cosas de indudable valor en Howard Gardner, Bruce Joyce, Dewey o Piaget, por citar algunas de mis escasas y desordenadas lecturas. Pero de lo que sí estoy convencido es de que la Pedagogía debe ser una disciplina auxiliar de quienes imparten clase, y no el dogma de fe en que algunos expertos pretenden convertirla. Para los políticos siempre será mucho más fácil y tentador arrojarse en brazos de una teoría salvacionista que considerar la praxis, necesariamente heterogénea, de miles de docentes. A éstos rara vez se les escucha, salvo que compartan la ¿filosofía? educativa oficial. Mientras que a los así llamados «expertos» se les organizan ponencias en las que parece descartado cualquier indicio de disensión. A este respecto, te diré que incluso acudí a una Jornada del «Proyecto Atlántida», grupo de maestros y profesores vinculados a las Comunidades de Aprendizaje, que quizá conozcas. No hay espacio aquí para reproducir cuanto dijeron de quienes no comulgábamos con sus ideas (el 95% de los profesores de Secundaria, me temo). Tanto y tan extraño era el resentimiento que no tuve ánimos para intervenir y salvar mi dignidad y la de mis colegas.
Por otro lado, creo que ninguna teoría pedagógica está a salvo de los malos profesionales. Yo no pretendo que mis alumnos sean un disco duro capaz de almacenar centenares de datos inútiles (y aunque quisiera, no podría: tan graves son las lagunas lingüísticas y matemáticas de quienes acceden al Instituto). Como bien dices, esos métodos pertenecen a otra etapa de nuestra historia. Pero me concederás que los que han venido a sustituirlos incurren en un error al menos tan extremado como el de aquéllos. Cualquier buen maestro debe imprimir significado a los contenidos que imparte. Si no lo consigue es, o bien porque no ama lo bastante su disciplina, o bien porque no está capacitado intelectualmente para semejante cometido (lo que viene a ser lo mismo).
En definitiva: como prescribe el título del Blog, antes prefiero a los individuos que a la masa resguardada tras el escudo del pensamiento único. Y eso, amigo Juan Pedro, es lo que está pasando ahora mismo.
Un afectuoso saludo, y espero volver a verte por aquí.
Conozco el Proyecto Atlántida, cuyas propuestas comparto en gran medida. No sé a quién escucharías en esa Jornada que comentas, pero no debía ser un buen comunicador, si contribuyó a que aborrececieras las ideas con las que pretendía ilusionarte.
Estoy de acuerdo con tu afirmación de que la pedagogía no debe ser un dogma de fe, pero no tanto en que debe ser una disciplina auxiliar. Me resulta significativa la manera como describes lo de «algunas de mis escasas y desordenadas lecturas» de pedagogía.
No sé si estás de acuerdo conmigo en que nuestro trabajo tiene sentido en la medida en que conseguimos que los alumnos aprendan, y, por exigencias del guión, que aprendan algo más que lo estrictamente relacionado con nuestra materia. Para conseguir ese objetivo, quienes enseñamos debemos dominar la asignatura, pero también debemos saber cómo transmitir lo que sabemos. El proceso de enseñanza – aprendizaje tiene dos variables: la del que enseña, y la del que aprende. Me parece que ninguna debe imponerse a la otra, pero si alguna merece un protagonismo especial es la segunda. Para eso nos pagan.
Permíteme discrepar también de tu última afirmación. No creo que cuando un profesor no consigue el éxito que pretende se deba a que no ama lo bastante su disciplina, o a que esté poco capacitado intelectualmente para ejercer su cometido; puede ocurrir, sencillamente, que no ame su trabajo. Sería un excelente físico, biólogo, o lingüista, porque es a eso a lo que le hubiera apetecido dedicarse, pero puede ser un mal profesor, porque ni le gusta enseñar, ni soporta la relación con los adolescentes, o el trato con sus familias. Por todo esto, entre otras cosas, creo que la pedagogía debería ser obligatoria en los planes de formación inicial y continua del profesorado.
Bueno, Nacho, siento el rollo, y espero que no me catalogues como un dogmático más de esos que tanto detestas.
Considero que el buen profesor, limitándose a enseñar con maestría su materia, consigue que «los alumnos aprendan algo más que lo estrictamente relacionado con ella». No creo en el becerro dorado de la transversalidad, por la sencilla razón de que tal concepto está presente desde tiempos inmemoriales en el buen magisterio.
Puedo hablar como profesor de Música. Un objetivo tan sencillo (y complejo a la vez) como interpretar una partitura a varias voces no se sale de los términos estrictamente musicales. Sin embargo, para en que una clase de 30 alumnos el trabajo sea cuando menos digno se precisan otras virtudes que van más allá del virtuosismo o la erudición de quien dirige los ensayos. Esto es innegable. Pero ni la mejor de las voluntades podrá alcanzar buenos resultados por muchos manuales de pedagogía que se haya leido. Lo que a ese profesor le vale es su experiencia, su conocimiento práctico de los errores previsibles, de cómo buscar soluciones rápidas; su intuición para valorar qué alumno está más capacitado para mantener el pulso, conducir una voz intermedia o interpretar la línea melódica principal; conciliar la repetición y los automatismos (imprescindibles en Música)con la emoción del acto musical; detectar los errores de forma inmediata,sostener el tempo, enfatizar los matices…
Todo eso, insisto, lo da la práctica, el trabajo diario a pie de obra. También las lecturas de didáctica específica, de las que soy asiduo (especialmente, de autores norteamericanos: bibliográficamente,y en lo que toca a la música, aquí no hemos pasado del «Florido Pensil»).Y si eso no transmite ningún valor a los alumnos, no sé qué pueda hacerlo. Se me ocurren: constancia, disciplina, superación, gusto por la obra bien hecha, apreciación estética, trabajo en grupo, respeto al compañero y al director, sujeción a unas normas, esfuerzo…
En cuanto a amar el trabajo… Es algo difícilmente mensurable. El problema de las pedagogías que ahora triunfan es que consideran que los mejores mecanismos de evaluación son los que no existen. Así es difícil establecer un criterio objetivo acerca de qué prácticas docentes alcanzan mejores resultados. Pero, claro, el resultado es también un concepto perseguido en los simposios sobre este particular. Prefiero hablar de «buenos profesionales». Lo malo es que este sistema no discierne entre quien se toca las narices y repite las mismas sandeces año tras año y quien de verdad puede llamarse maestro. Es más, si se siguen los dictados del poder no es raro que hasta los primeros medren.
¿Pedagogía obligatoria? Ya lo han conseguido, al poner el master pedagógico como requisito para ejercer la profesión docente. Y, ¿a qué precio? Al de sacrificar la vía de la investigación. Con lo que no es difícil suponer que los mejores cerebros estarán convenientemente alejados de las aulas.
Y no, no le tengo por dogmático, sino por persona muy educada con la que da gusto conversar.
Un saludo.
«inútiles y perversos pedagogos que pululan por nuestros centros educativos, confundiendo al profesorado y enredándolo todo, tratando de hacer difícil lo fácil, e imposible lo complicado». No creo que sea usted perverso, ni inútil, ni siquiera parece sectario. Por lo demás, se lo digo con sinceridad, la inmensa mayoría de profesores de secundaria pensamos que tiene usted razón en esa frase; sólo que nosotros no la pensamos irónicamente.
La práctica totalidad de mis colegas, mayores y jóvenes, hombres y mujeres, de institutos rurales y urbanos, de una u otra comunidad autónoma, (los conozco de Cantabria, Galicia, Castilla la Mancha, Murcia y Andalucía) piensan que esa frase es real. No me estoy refiriendo a un puñado de amigos. Me refiero a cientos , ya, de profesores con los que he ido charlando a lo largo de muchos años: la reforma educativa fue un desastre; la pedagogía moderna, (pretendidamente moderna) no se la cree nadie; todo ese cacareado proceso de enseñanza-aprendizaje basado en datos y listas de reyes godos era, en cualquier caso, más eficaz para el cerebro que el permanente juego de simplezas, (en el mejor de los casos) o caos absoluto de las aulas, (en el peor y, desgraciadamente, muy habitual)en que esto se ha convertido, con mención especial para Andalucía. Hay una frase por ahí de un tal Javier Orrico, (muy «amado» por la pedagogía moderna). La frase es muy buena: «llevaba el ser humano transmitiéndose conocimientos desde la Prehistoria hasta que llegaron los pedagogos a explicar cómo se hacía».
He leído algo de pedagogía, fascinado siempre con la idea de dar como verdad empírica absoluta algo que está, habitualmente, muy lejos de poder demostrarse en la realidad. He visto cómo los libros de pedagogía desplazan en las librerías a otros géneros en el espacio de los anaqueles, (por ejemplo, a la literatura). He visto cómo han medrado las editoriales de ese tipo al calor de cada vez más licenciados por las diferentes facultades. He visto que, efectivamente, el puro conocimiento especulativo es despreciado por aquel que, como dice usted creo que ingenuamente, sirva «para algo»: «que lo que aprenden sea significativo y útil para ellos, y no tratemos de convertirlos en discos duros de ordenador».
Es muy probable que Cervantes jamás llegue a ser significativo para la mayoría de adolescentes que hoy apenas comprenden un período sintáctico simple y tienen que leer, por ello, pequeños libritos políticamente correctos sobre temas de actualidad. Estaremos cerrando el candado para muchos alumnos que les permitirá asomarse, en un futuro, a los abismos humanos.
Una jefa de estudios pedagoga muy pagada de sí misma y de la «Nueva Ciencia» puso en un claustro de profesores un examen de 1981, del antiguo bachillerato, para ver si a los profesores les había servido aprender tantos conceptos memorísticos pasados los años. Una pregunta del examen era «El tratado de Westfalia y sus consecuencias inmediatas». Por supuesto, ningún profesor recordaba exactamente los términos de ese importante documento que ponía fin a la Guerra de los Treinta años, (tanto sufrimiento para el olvido absoluto, pensarán las víctimas, y pasados sólo doscientos años). La señora sonreía, ya preparada para seguir hablando del plan de centro y los procedimientos y las actitudes y esas cosas de las que se habla ahora en los claustros. Pero en la sala había unos alumnos de cuarto de ESO, (que participaban en la evaluación, según criterios del centro!!, haciendo crítica a los profesores, también muy moderno). ¿Qué es un «tratado», Vanesa, preguntó un profesor? La niña: «ay, Jaime, me pillas mal. Ni pajolera idea, vamos» (respuesta literal y, por tanto, entrecomillada, jaleada con muchas risas de sus compañeros). Animado, lancé yo adivinando lo que iba a pasar: Vanesa, ¿y qué es una consecuencia inmediata? Respuesta de la niña, (la niña tenía 16 años): pues yo qué sé, dependerá de lo que sea un tratado, ¿no? (esta ya aproximada y, por tanto, sin comillas).
No, señor Juan Pedro Serrano, no, no y no. Se equivocan ustedes, se equivoca la Junta de Andalucía, se equivoca mucha gente. El noventa por ciento del profesorado lo sabe, son ustedes un fraude. Muchos profesores excelentes, con vocación, hábiles en el aula y fuera lo dicen: fraude. Muchos otros sin vocación pero «buenos profesionales» repiten: fraude. No falta quien, quemado vivo, grita también: fraude. Señor Serrano, el saber, el puro saber, el Conocimiento, es oro. Hay cosas que hay que estudiar y saber independientemente de si son significativas para los alumnos, como Mozart o el movimiento de placas tectónicas. Quizá sean llaves que, en el futuro, abran abismos; jamás lo podrán predecir sus absurdos tests psico-pedagógicos.
¿Sabe qué es lo peor de todo el asunto? También he hablado con cientos de niños y no tan niños. Al margen de que están encantados con que no se les exija nada, o con estar de juerga todo el día en el aula, cuando piensan un poco sobre lo que están haciendo en el instituto al calor de la pedagogía moderna, ellos también me dicen: «fraude»
Reciba un cordial saludo, dé clases y no imponga a los demás cómo tienen que hacer su trabajo.
Perdón, donde dice «no imponga a los demás» he querido decir un genérico «no impongan», (los pedagogos o, aun mejor, ciertos pedagogos).