Poco a poco, el nuevo ROC va tomando forma. Grupos de trabajo formados por directores elaboran el texto bajo la tutela de la Inspección y con observancia estricta de la Ley. Muchos de ellos solicitan del Claustro su participación en el peliagudo diseño de lo que no es sino una colección de aporías burocráticas. Esto es, un problema insoluble. Los neodirectores – que, al fin al cabo, son compañeros – se enfrentan a una tarea cuya primera dificultad es la de conjurar toda sospecha de cortijismo. Existirán, cómo no, las excepciones, y algunos asumirán el liderazgo de que les inviste el ROC como una coartada legal para gobernar los centros a su antojo. Elevemos nuestras plegarias para que sean pocos.
Una parte esencial del ROC es lo que se conoce como Proyecto Educativo, donde se han de recoger las señas de identidad del centro y el tipo de educación que se desea. Deben contemplarse en él los objetivos particulares que el IES se propone alcanzar, los valores que contempla y las medidas que desarrollará para alcanzar sus fines (Artículo 23 del ROC). El legislador pone mucho énfasis en el contexto social y las peculiaridades de cada Instituto. Habla de «condiciones concretas», de que los objetivos se definirán «partiendo de la realidad» en que cada centro está inmerso, de hacer, en fin, que las escuelas sean, desde un punto de vista cultural, «elementos dinamizadores» de la zona donde se ubican.
Aquí surge la Primera Aporía. Una educación que se proclama compensadora de las desigualdades toma la desigualdad como referente. La escuela, que antes se concebía como un ascensor social, corre el riesgo de convertirse en exactamente todo lo contrario: un lecho de Procusto adaptado a la medida de lo contingente. Entendemos, pues, que el barrio marginal y la urbanización de clase media-alta disfrutarán de Institutos con proyectos educativos muy distintos, puesto que el entorno de uno y otro difieren en una medida equivalente. Esto significa que el individuo – el alumno de carne y hueso, y no las entelequias «zonales» – debe asumir su pertenencia a un grupo social cuyo perfil determinan personas que no viven en el barrio y que, en ocasiones, apenas conocen de él más allá del camino que conduce al puesto de trabajo. Esto no tendría tanta importancia si la libertad de elección de centro fuera efectiva, y no, como es ahora, el producto de una burocrática asignación territorial. En las actuales circunstancias, las familias tendrán que aceptar que unos extraños conciban la enseñanza de sus hijos a partir de un, cuando menos, dudoso retrato sociológico.
El Proyecto Educativo del ROC presenta puntos más discutibles, si cabe, que el que acabamos de mencionar. En los objetivos y finalidades educativas, la omnipresencia de las competencias básicas como meta esencial desdibuja el papel de los contenidos. Ésta es una moda europea a la que los paladines del progreso se están entregando con un ardor y una pasión reguladora dignas de mejor causa. Ya hemos analizado otras veces la futilidad de esta logomaquia competencial, que constituye, por sí sola, una Segunda Aporía. Aquélla que presenta como posible adquirir una destreza cualquiera con independencia de los conocimientos objetivos que se necesitan para desarrollarla. A este respecto, contaré aquí lo que me relataba una profesora de Música que trabaja en Galicia. Por lo visto, se decidió consignar en el boletín de notas no sólo la calificación en la asignatura, sino el grado de competencia que había alcanzado el alumno. Por supuesto, la verdadera nota era la que evaluaba la consecución de los objetivos, mientras que el apartado competencial apenas podía ser otra cosa que un simple anexo sin ninguna incidencia en la evaluación del estudiante. Al cabo de un tiempo, los profesores, conscientes del absurdo, optaron por evaluar la competencia en función de la nota obtenida, y no como una particularidad exenta. Parece plausible pensar que quien saca un 1 en Lengua Española ha demostrado poca competencia lingüística, por mucho que en su casa sea un Demóstenes o se desenvuelva con soltura en una variedad diastrática de la jerga callejera. Porque – y esto se olvida con frecuencia – la Escuela parte de un pacto entre profesor y alumno, por el cual aquél se obliga a enseñar lo que éste se compromete a aprender. A veces se esgrime el argumento de que en la Escuela fracasaron mentes maravillosas que en su vida adulta se convirtieron en grandes artistas, científicos o pensadores, y que esto fue el resultado de una pedagogía trasnochada que no había descubierto el fascinante mundo de las competencias. Este argumento olvida convenientemente la existencia de muchos otros talentos que sí fueron brillantes, tanto en la Escuela como en la vida adulta. Los centros educativos tienen sus propios estándares de logros y excelencia, y, en efecto, puede darse el caso de que alguien no encaje en los parámetros de una enseñanza reglada, lo que no invalida el hecho de que esa misma enseñanza pueda ser muy beneficiosa para otros menos dotados. Quienes invocan los ejemplos de Mark Twain o de Einstein como eximios proscritos escolares no hacen sino cambiar unas reglas por otras, y no precisamente para aumentar el nivel de excelencia que demandaría un futuro genio, sino para ceñir a todos el corsé de la mediocridad más igualitaria. Si tan así fuera que uno puede ser competente con independencia de los contenidos, la conclusión lógica sería que uno también puede ser competente con independencia de los programas académicos, lo que significa, a la postre, que las escuelas devienen mausoleos inútiles. Ni que decir tiene que los defensores de esta nueva pedagogía estatal no se muestran tan generosos en lo que se refiere al homeschooling o «Educación en casa».
Sea como fuere, lo que la Ley no explicita es que las competencias básicas hayan de ser el principio rector de los proyectos educativos. En todo caso, deben estar emparejadas con los objetivos que la Ley prescribe para cada asignatura. Estén alerta en este punto, pues, en virtud de la supuesta autonomía que el ROC concede a los centros, habrá quienes tengan la tentación de convertir los contenidos de las asignaturas en quincalla subsidiaria de las metafísicas competencias básicas, lo cual no es sino un modo como otro cualquiera de reducir los niveles de exigencia hasta el mínimo posible y garantizarse una cuota de aprobados políticamente correcta. En este sentido, los Principios Generales contemplados en la LOE para la Secundaria (Capítulo III, Artículo 22) nos proporcionan un asidero al que agarrarnos si las rebajas se nos antojan excesivas:
Artículo 22.2
«La finalidad de la educación secundaria obligatoria consiste en lograr que los alumnos y alumnas (sic) adquieran los elementos básicos de la cultura, especialmente en sus aspectos humanístico, artístico, científico y tecnológico; desarrollar y consolidar en ellos hábitos de estudio y de trabajo; prepararles para su incorporación a estudios superiores y para su inserción laboral y formarles para el ejercicio de sus derechos y obligaciones en la vida como ciudadanos»
En efecto, éste fue, y debería seguir siendo, el objetivo primordial de los centros de Enseñanzas Medias: preparar para la Universidad. Otros fines – asistencia social, taller de oficios, alfabetización o educación especial – deberían tener sus propios espacios y contar con los profesionales más capacitados para tales cometidos. Creo fundamental que en cualquier apartado dedicado a objetivos, generales o de etapa, debe estar presente esta característica distintiva de los Institutos, máxime cuando sufrimos la desventaja comparativa de tener el Bachillerato más corto del mundo desarrollado.
Otro punto discutible es el que se refiere a los Objetivos de mejora del rendimiento escolar. Los escritos que manejo hacen hincapié en intentar alcanzar las máximas tasas de promoción posibles. Objetivo loable, es cierto, pero que viniendo de nuestros legisladores políticos hay que recibir con prevención y un justificado escepticismo. Pues, a continuación, se nos expenden las «recetas» idóneas para ello:
«Valorar el trabajo diario y los procedimientos, de manera que se compruebe la adquisición de las competencias y conocimientos con un menor peso de exámenes y pruebas escritas«.
Esto supondría bajar el listón aún más. El trabajo diario, por sí solo, supone poca cosa. ¿Qué ocurre si el alumno trabaja “mal” día tras día? En cambio, si ese cotidiano esfuerzo es fructífero, pocos serán los casos en los que tanta laboriosidad no tenga su refrendo en los exámenes. A cambio, propongo esta nueva redacción:
«Conseguir que trabajo diario y procedimientos tengan un reflejo equivalente en las pruebas, orales y escritas, realizadas por los alumnos».
Otro leitmotiv de los borradores de Proyecto que circulan por ahí hace referencia al trabajo cooperativo y por proyectos. Es tanta la insistencia que resulta sospechosa. Teniendo en cuenta que el profesor va a estar a merced del líder pedagógico (neodirector), del Jefe de Área y del Jefe de Dpto. de Formación y Evaluación, conviene cubrirse las espaldas y sugerir un artículo más abierto:
«Trabajar en metodologías y recursos didácticos que verifiquen la consecución de los contenidos académicos».
Pues una potestad indiscutible del profesor es la libertad de cátedra, que le exime de acatar una política pedagógica de sentido único. Muchos son los métodos que pueden conducir al éxito escolar. Lo difícil es encontrar al maestro que haga de ese método una invitación a la cultura y el discernimiento.
Siguiendo en esta línea, el punto que encuentro más peligroso es el que pretende marcar las Líneas generales de actuación pedagógica, de modo tal que la famosa autonomía de centro acaso se convierta, para el profesional del aula, en una auténtica sumisión a los dictados de los illuminati loesianos. Reparen en este primer axioma:
«El punto de partida serán los conocimientos previos del alumnado, a partir de los cuales se irán construyendo los nuevos conocimientos.»
El tufo constructivista llega hasta la morada del mismísimo Álvaro Marchesi. Está bien partir de los conocimientos previos (¿de cuáles, si no?), pero esta redacción tan lacónica presupone que, sean cuales sean tales conocimientos, actuarán como una fuerza generativa de cuanto debe conocerse en la etapa secundaria. Siendo así que las programaciones de las asignaturas son un apéndice superfluo y los objetivos de curso una referencia desustanciada. Nos parece una propuesta poco ambiciosa, que ni siquiera se plantea reparar las carencias con que muchos alumnos ingresan en los institutos de secundaria. Mi propuesta es la siguiente:
«El punto de partida serán los conocimientos previos del alumnado, a partir de los cuales se irán construyendo los nuevos conocimientos. En cualquier caso, los objetivos específicos establecidos para cada curso y etapa deben servir como referente de los resultados que se esperan alcanzar, adoptando los planes de trabajo precisos para su logro.»
El segundo punto es aún más revelador, casi escalofriante:
«Al mismo tiempo se tendrá en cuenta en lo posible los intereses propios de alumnos y alumnas al elegir los temas y la forma de abordarlos. Se crearán situaciones de aprendizaje motivadoras planteando situaciones que conecten de alguna manera con los intereses y expectativas del alumnado. No se trata de reducir el aprendizaje a lo que cada uno «desea saber» sino de crear un contexto interactivo generador de expectativas hacia los contenidos propuestos, de motivar a los alumnos para que se impliquen en el proceso de aprendizaje.»
¿Alguien puede garantizar que un niño de 12 años tenga la madurez suficiente como para saber qué es lo que realmente le interesa y si ese interés es el que más conviene a sus circunstancias? ¿Se trata de los «intereses propios» de los alumnos como masa homogénea e indiferenciada o de cada alumno en particular? ¿Debo poner el programa de mi asignatura a disposición de la Vane o el Kevin y, «en lo posible», hablarles de Camela o del subwoofer Pioneer para coches tuneados? Los contenidos que el MEC asigna a cada curso y etapa, ¿tienen carácter legal o son un mero brindis al sol? «Intereses», «expectativas», «situaciones motivadoras»… Lo que sea, se nos sugiere, con tal de que los niños no se aburran ni un solo instante. Olvídemonos de intentar descubrirles nuevos mundos, experiencias y obras que han marcado el curso de la Historia. A menos que hayan salido en un anuncio de la tele. El alumno, pues, como consumidor/cliente al que hay que prolongar la infancia y que, claro está, siempre tiene razón y ha de ver su caprichosa demanda satisfecha. Una férrea normativa estatal dirigiendo la Escuela-Mercado. Cosas veredes, Sancho, cosas veredes. Aún peor es la aclaración paliativa que sigue. Lanzada la piedra, el redactor esconde la mano en la intrincada jungla de la neolengua pedagónica: en resumen, se trata de «crear un contexto interactivo generador de expectativas hacia los contenidos propuestos.» Farfolla, que diría un castizo. Ésta es mi sugerencia:
«Se tratará de estimular en el alumno el deseo de aprender, presentando los contenidos de cada asignatura no como una abstracción desconectada de la realidad, sino como el fruto de una herencia cultural en la que los individuos se ven reflejados para alcanzar un mejor conocimiento de sí mismos. El aprendizaje debe ser una invitación a no estar exclusivamente interesados por lo que nos es familiar, sino a desear la comprensión de lo que todavía no se sabe.»
«Se reducirá la metodología expositiva en la medida de lo posible. Esta metodología se intercalará con diálogos dirigidos en los que además de desarrollar la competencia comunicativa a nivel oral el alumnado irá razonando y extrayendo conclusiones a partir de la exposición del profesorado.»
Obviemos ese horrible «a nivel oral». Lo cierto es que este punto es insostenible. Está comprobado que la metodología expositiva basada en organizadores previos puede ser tan exitosa como cualquier otra. Y que es especialmente recomendable en secuencias curriculares largas y especializadas, como son las que corresponden a las materias de esta etapa. Por lo demás, dicho sistema combina deducción e inducción (véanse pags.287 y ss. De “Modelos de enseñanza”, de Bruce Joyce y Marsha Weil). Insisto en que forzar a la utilización de un único modelo – además de recordar a políticas de planificación soviéticas – no sólo atenta contra libertades fundamentales, sino que también significa ignorar cómo son los auténticos procesos de enseñanza-aprendizaje (no los ideados en un aséptico laboratorio pedagógico) que a menudo combinan muchos de estos métodos: instrucción directa, cooperación entre pares, simulación, organizadores previos, formación de conceptos, etc. A cambio, se me ocurre:
«Cada enseñante es libre de utilizar la metodología que considere más apropiada para el dictado de su asignatura. De hecho, es frecuente que en una misma lección se empleen métodos de muy distinta naturaleza, tanto deductivos como inductivos, sin que exista uno solo que garantice el éxito de forma absoluta. Sería muy interesante que cada año se pusieran en común los diversos métodos utilizados por los miembros del claustro, como una vía para el intercambio de ideas y la autorreflexión.»
Creo innecesario continuar. Ustedes ya habrán leído otros borradores de Proyecto Educativo y habrán encontrado perlas semejantes, sino idénticas, a las que aquí se muestran. Estén preparados y soliciten una lectura previa de todo el Plan de Centro. La Ley es mala, pero su plasmación en los Reglamentos puede ser aún peor si no nos ponemos en guardia.
Esto es sólo el principio.
¿Del fin?