Un indiferente jardín de infantes

Hace un tiempo escribíamos sobre Michael Oakeshott y sus ideas liberales acerca de la educación. En un texto de 1972, el pensador británico desarrolla su idea de «Escuela» y la enfrenta a las tesis que abogan por su eliminación. Es interesante comprobar cómo su diagnóstico se ajusta a la descripción contemporánea del «problema educativo».

La idea de «Escuela«, según Oakeshott se basa en cuatro principios:

– La transmisión ordenada y seria de una herencia intelectual.

– El compromiso, exigente, de estudiar para aprender.

– El alejamiento del mundo inmediato y local del estudiante.

– La transacción personal entre un «maestro» y un «sujeto de aprendizaje». Lo único indispensable para la «Escuela», dice Oakeshott, es que haya maestros.

Sobre este último punto, añade:

[…] el actual énfasis en todo tipo de aparatos (no sólo en el aparato de la «enseñanza») destruye casi por completo la «Escuela». Un maestro es alguien en quien vive una parte o un aspecto o un fragmento de esta herencia. Posee algo para impartir en lo que él es un maestro (un maestro ignorante es una contradicción) y ha reflexionado sobre su valor y sobre la manera en que debe impartirlo a un sujeto de aprendizaje que conoce. […]

Enseñar es lograr que, de alguna manera, un sujeto de aprendizaje aprenda, comprenda y recuerde algo que un maestro considera valioso.

El «énfasis en los aparatos» puede traducirse en el empeño de las administraciones por encontrar santos griales tecnológicos, pedagogías salvacionistas o decretos inatacables. Ultraportátiles y conexiones de banda ancha merecen, hoy en día, mayor confianza que la autoridad intelectual de quien enseña. Quizá porque el magisterio se ha puesto en entredicho por los arbitristas pedagógicos y por unas administraciones que no tienen ninguna inclinación por la excelencia. Diríamos que hoy, superando el oxímoron, es posible «enseñar» careciendo de dicha maestría.

Frente a quienes hacen la caricatura de la enseñanza como un proceso fabril (y febril) de corte pauloviano, Oakeshott nos recuerda que se trata de una «actividad abigarrada», que incluye:

[…] insinuar, sugerir, pedir, convencer, alentar, guiar, señalar, conversar, instruir, informar, narrar, dar conferencias, demostrar, ejercitar, evaluar, examinar, criticar, corregir, tutelar e inculcar, entre otros.

Y aprender es, o debería ser:

observar, escuchar, leer, recibir sugerencias, ser guiados, dedicarse a recordar, hacer preguntas, comentar, experimentar, tomar notas, registrar y volver a expresar, entre otros.

En una época de indicadores de calidad a cual más peregrino, Oakeshott propone estos dos:

– Que en esa «Escuela» se reconozca el conocimiento en sí como una satisfacción.

– Que sea una iniciación en los misterios de la condición humana, una oportunidad de conocerse a uno mismo y de tener una identidad intelectual y moral satisfactoria.

La transacción entre maestro y alumno no debe tener un «objetivo» o «propósito» extrínseco: para el maestro es parte de su compromiso de ser humano; para el sujeto de aprendizaje es parte del compromiso de llegar a ser humano. […] Éste es el espejo frente al que cada uno representa su propia versión de la vida humana, emancipado de las meras opiniones cotidianas de moda, y libre de tener que buscar una identidad exigua en una fantasía fugitiva, una trenca, un prendedor de la campaña en favor del desarme nuclear o una «ideología».

Estas tesis, además de ser absolutamente contrarias a la idea de las instituciones escolares como semilleros de fuerzas productivas, ahorrarían tanta palabrería vacua como abunda en las leyes, con sus tartufas parrafadas redentoristas. Del mismo modo que vacunaría contra la manipulación y el adoctrinamiento en «causas» adventicias.

Esta concepción escolar, deudora, en ciertos aspectos, de la paideia griega, se ha topado con enconados opositores cuyo propósito era reemplazar la educación por otra cosa completamente distinta. Una de estas invasiones, dice Oakeshott, «está diseñada para abolir la «Escuela»: primero la corrompe y luego la suprime». Su principal herramienta es la «autoindulgencia infantil»:

No debe haber plan de estudios, ninguna progresión establecida en el aprendizaje. Debe dejarse que los impulsos fluyan en una confusión indefinida, también conocida como «el manto sagrado del aprendizaje» o «la vida en todas sus manifestaciones». Lo que puede aprenderse es completamente imprevisible y es algo que en realidad no importa.

Se espera que cada niño se involucre en los proyectos individuales de la llamada actividad «experimental» como desee, que los realice a su manera y por el tiempo que sus inclinaciones lo deseen. El aprendizaje debe ser un «hallazgo» personal y, por consiguiente, se convierte en un producto incidental, exiguo e interpretado de manera imperfecta, del «descubrimiento». Es preferible no «descubrir» nada a que nos digan cualquier cosa. Hay que proteger al niño de la humillación de su propia ignorancia y del asombro intelectual, y hay que resguardarlo en el seno de sus propias inclinaciones, que no pueden frustrarlo. La enseñanza debe limitarse a ser una sugerencia vacilante (preferentemente sin palabras); se prefieren artefactos mecánicos a maestros, que no son reconocidos como custodios de un procedimiento deliberado de iniciación sino como presencias mudas, como decoradores de interiores que acomodan los muebles de un ambiente y como mecánicos que deben ocuparse de los aparatos audiovisuales.»

En 1972, Oakeshott se quejaba de los  mismos males que algunos denunciamos: paidocentrismo radical, menosprecio de los contenidos, constructivismo extremo, proyectos «experimentales», fragmentación del saber, maestros como facilitadores y latría tecnológica.

Pero hay más:

Los «descubrimientos» pueden llegar a ser el tema de debates grupales «libres»; o puede escribirse acerca de ellos en composiciones que no serán apreciadas por su inteligibilidad, sino por la «libertad» de expresión ellas. No importa cómo estén escritas siempre y cuando sean creativas: tartamudear de manera independiente es un logro mayor que adquirir la autodisciplina de una lengua materna. […] Es preferible ver y hacer a pensar y comprender; es preferible realizar una representación pictórica a hacer un discurso o un trabajo escrito. El recuerdo, la fuente del aprendizaje, es menospreciado por ser una reliquia del servilismo.. Los estándares de la comprensión y la conducta no sólo son ignorados; son tabúes. […]

En resumen, la «Escuela» se ve corrompida porque se le imponen las características de un jardín de infantes muy indiferente: se dice que «las escuelas secundarias seguirán el mismo camino que las primarias».

Cuarenta años más tarde, la profecía se ha cumplido: la Enseñanza Media es una prolongación del Colegio, del mismo modo que la Universidad es una prolongación de la Enseñanza Media. El Kinderganten es, al fin, Kinderland. «Jardín de infantes indiferente» es, en mi opinión, una elegante metáfora de la comprensividad.

Oakeshott no tiene en mucha estima a los escritores que consideran la «Escuela»

[…] una «prisión, en aulas que parecen celdas, obligados a través de amenazas a seguir una rutina sórdida, sin sentido y rígida que destruye toda individualidad, forzados a aprender lo que no comprenden ni pueden comprender porque no tiene nada que ver con sus «intereses».

Esta visión foucaultiana, conspiratoria, pretende una «comprensión superior de la actual generación de niños». Exactamente el mismo humo que venden nuestros trileros psicofánticos.

Otros antagonistas de la «Escuela» opinan que cualquier herencia intelectual, lejos de ser un regalo, significa una carga insoportable. Parece lógico que quien así piensa

[…] considere la educación y la Escuela (sin importar lo bien que se la maneje) una frustrante intrusión en la inocencia sagrada, que sólo merece ser abolida y reemplazada por la actividad «experimental» de exploradores sin guía con inteligencias vírgenes.

Otro argumento que se opone a la idea clásica de «Escuela» es el de que la transformación del conocimiento es tan veloz que «dar a los los niños este cuerpo formal de conocimientos que pronto se volverá antiguo» supone un esfuerzo vano. Amargamente, concluye Oakeshott:

Si no existe una herencia relevante de interpretaciones humanas, si la fronteras del ayer son el basural del mañana, si estamos en el medio de una revolución tecnológica en la que las habilidades y los estándares de conducta son evanescentes, no hay lugar para un aprendizaje que no sea una «indagación creativa» o para una «educación» que no sea un compromiso para resolver un «problema tecnológico». Sin duda, la «Escuela» era lo suficientemente apropiada para quienes estaban obligados a comprender a sus ancestros, pero hoy en día tanto la educación como la «Escuela» son anacronismos: no hay nada que aprender.

Como ven, Marchesi y sus logsenautas no inventaron la pólvora. Este comedido pensador inglés ya espantaba las mismas moscas que hoy nos zumban en la oreja. Nadie lo escuchó.

En España, casi nadie lo conoce.

Apuesto a que MetaGabilondo, tampoco.

Calle del Circo, 41001 Sevilla, España

2 respuestas a «Un indiferente jardín de infantes»

  1. Gracias por este resumen de la obra de un… ¿visionario?. Parece increíble la claridad con que Oakeshott veía nuestro presente a tantos años de distancia. ¿Regresará la sensatez de nuevo al mundo de la enseñanza?

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: