Ésta es la primera de una serie de cartas dirigidas a una madre, Lourdes, que quiere saber las verdades que otros callan. Va por ella.
Querida Lourdes:
Llevas un tiempo preocupada, según me confiesas. La razón es que tu hijo se incorpora el año que viene al Instituto en el que trabajo, y has oído cosas. Ninguna de ellas muy alentadora, por cierto. Que si el nivel es muy bajo, que si las aulas son ingobernables, que si esto y lo otro. Como amigo tuyo que soy, me pides que sea sincero, que te ponga al día de lo que ocurre. Pues, en honor a nuestra amistad, te diré que la mayoría de cosas que has oído son ciertas. Cada día que pasa, la Escuela se parece más a un centro de asistencia social, a una guardería o a un reformatorio. Y mi Instituto no es un caso aislado, ni mucho menos. Es triste, pero es así.
Antes de aconsejarte, quiero darte alguna explicación de por qué sucede esto. Te habrán llegado, por la prensa o por los políticos, todo tipo de hipótesis que justifican este fracaso. Unos apuntan a las familias, otros a la televisión, los de más allá a la negligencia de los profesores. Sólo quiero que te fijes en un detalle: rara vez esas opiniones proceden de los docentes. Consejeros, pedagogos, jueces, sindicalistas, sociólogos, psicólogos: ellos son quienes, a menudo, dan el diagnóstico y prescriben la receta. Pero casi nunca habrás visto que a un profesor en ejercicio se le dé espacio en tales debates. No es porque no queramos, Lourdes. Ocurre, simplemente, que nadie nos pregunta. Ocurre que llevan treinta años sin preguntarnos.
Estarás de acuerdo en que familias, televisión y malos profesionales los hay en todas partes. Sin embargo, en España, con Andalucía a la cabeza, los índices de fracaso escolar son de los más elevados y no paran de crecer. Es posible, entonces, que las causas sean otras. Si preguntas a los profesores como yo, una gran mayoría te dirá que el sistema educativo es un desastre. No es fácil verlo para quien no está en el oficio, entre otras cosas porque los gobiernos se encargan de tapar la realidad con una buena dosis de propaganda.
¿En qué falla el sistema? Es largo de explicar, pero intentaré darte algunas claves necesarias para comprender. ¡Ah, comprender! He aquí un verbo con el que empezar a desentrañar parte del misterio. Quizá no hayas oído hablar de la Escuela Comprensiva, y, sin embargo, es el modelo educativo en el que se está educando tu hijo. Diríamos que suena bien, ¿verdad? En una de sus acepciones, esta palabra nos habla de alcanzar el significado de las cosas empleando nuestras facultades mentales. Así que esperarías que una Escuela así favoreciese el conocimiento y el mundo de las ideas. A esta acepción se le podría añadir otra, como es la de admitir el uso de la razón en el proceder de los demás. De modo que dicha Escuela también sería partidaria del debate, de la comprensión entendida como reconocimiento de los motivos del otro. Una noble premisa.
Sin embargo, el modelo que educa a tu hijo no basa sus principios en ninguna de estas dos acepciones del término, sino en una tercera más tosca: la que es sinónima de «englobar», «contener» o «abarcar». Lo que quiere esta Escuela no es tanto profundizar en el conocimiento como reunir a un montón de adolescentes en un edificio que ostenta dicho nombre. Poco importa cuáles sean las capacidades, los intereses o las actitudes de los alumnos. Lo prioritario, según el modelo, es que todos estén juntos: los que quieren estudiar y los que no. No se agrupa a los niños en función del nivel alcanzado, sino de su edad. Dicen que esto es igualitario, pero voy a tratar de explicarte no sólo por qué esto no es así, sino también por qué tal planteamiento provoca las desigualdades más atroces.
El sistema en el que se educa tu hijo considera que todos los alumnos deben seguir una única vía académica hasta los dieciséis años. Podría parecer que esto es positivo, pero el problema reside en el principio «abarcador» del que te hablaba antes. Por desgracia (aunque yo diría, más bien, por suerte) no todos los alumnos son iguales. Los hay más listos, más sacrificados, más respetuosos; como también nos encontramos con el reverso exacto de las anteriores virtudes. Como todos deben, por ley, seguir la misma senda, es inevitable que unos se queden más rezagados que otros. Pues bien: esto lo arreglan los políticos haciendo pasar de curso a todo el mundo, apruebe o suspenda todas las asignaturas. A esto se le llama «promoción automática«. Ya habrás comprobado que en Primaria sólo es posible repetir un curso en toda la etapa. Aunque el niño no haya aprendido a leer o a escribir, aunque apenas haya ido al colegio, se le catapulta hacia el Instituto con tan frágiles armas. Ni que decir tiene que lo que le resta de vida escolar será para él un sufrimiento diario. Y, en muchos casos, para mitigar la frustración, este tipo de alumno hará sufrir a quienes permanecen en la escuela con un objetivo concreto: el de enseñar, en el caso del profesor; el de aprender, en el caso del estudiante.
Hasta cierto punto, es una actitud comprensible, puesto que de comprensividad hablamos. ¿Qué harías tú si tuvieras que escuchar durante seis horas seguidas un idioma ininteligible? Probablemente, pasarías de la ofuscación a la impotencia, y, de ahí, a la negación y la rabia. No disculpo con ello ciertas actitudes, sino que me limito a constatar un hecho probado. Muchos de ellos desarrollan en esta etapa sus peores defectos, y, lo que es peor, hacen imposible que se pueda enseñar en condiciones normales. Salen de la Escuela sin haber traído un cuaderno, sin abrir un libro, sin rellenar un examen. Y van pasando de curso hasta que el sistema decide que es hora de dejarlos ir, sin haber aprendido absolutamente nada. A veces me encuentro con antiguos alumnos que lamentan lo mucho que me hicieron pasar a mí y al resto de sus compañeros durante esos cuatro años de obligada escolarización en la Escuela Comprensiva. Han tenido que conformarse con un trabajo precario porque nadie les ofreció otra posibilidad, porque nadie pensó que tal vez era mejor para ellos, para todos, que aprendieran un oficio. Pese a ello, parecen otras personas. Parecen felices. Casi me atrevería a decir que son felices ahora que la máquina igualitaria del sistema les ha dejado libres.
Tu hijo, Lourdes, se encontrará con chicos como estos en mi Instituto. Es muy posible que sean amigos. Pero no temas: tal vez no lo hará por imitar su ejemplo, sino porque vea en ellos lo que algunos adultos se empeñan, tan comprensivos, en destruir.