¿Para qué sirve un artrópodo?

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Ayer hablábamos de las propuestas del filósofo Marina para convertir el desastroso sistema educativo español en un paradigma de excelencia y alto rendimiento. Propuestas que navegan entre el wishful thinking y la toma de partido por las novedades más publicitadas en el mercado pedagógico.

Marina dice ser un ferviente defensor de los profesores, cosa que no ha de dudarse, puesto que él mismo era uno de ellos hasta el momento de conseguir su excedencia. Sin embargo, detecta precisamente en sus colegas la causa última por la que el sistema falla. En cada entrevista, en cada aparición televisiva, el catedrático repite hasta el hartazgo que una ley no sirve para cambiar las cosas, y que el meollo del asunto está en la calidad de quienes imparten clase. ¿Cómo no estar de acuerdo? ¿Verdad?

El problema es saber qué entiende Marina por calidad docente. A lo mejor su concepto del buen magisterio no concuerda con el mío, lo cual no importa mucho, porque yo no soy nadie. Pero, ¿coincidirá su dictamen con el de Rodríguez Adrados, por citar a otro eminente pensador contemporáneo? Temo que no, y que ni tan siquiera coincidan en el diagnóstico de los males que asuelan la enseñanza española. Y es que Adrados cree – como yo, modestamente, también creo – que la ley, si acaso no sirve para mejorar nada, sí es, en cambio, una herramienta poderosísima con que dinamitar todo el edificio magistral. Que es exactamente lo que ocurrió cuando la LOGSE entró en escena, quizá por las mismas fechas en que el Dr. Marina egresó de su cátedra de Secundaria. Digo quizá, porque su entrada en Wikipedia no especifica el año de tan venturoso lance.

A mí me hace sospechar el que Marina acuda a ejemplos como el de la alumna negra que no podía hablar de los artrópodos porque su vida era un infierno. Puestos a referir anécdotas apócrifas, me gusta más la de la madre, también negra (todo sucede en la Norteamérica afro, por lo que parece) que le espetó a un profesor excesivamente comprehensivo: «A mi hija le enseña usted lo mismo que al blanco. Ni más ni menos.» También me inquieta que Don José Antonio se apunte a la moda de lo útil, por cuanto que todo aquello con pocos visos de aplicación inmediata o sin ventajas laborales debidamente catalogadas habrá de ser purgado de los planes de estudio. Viniendo de un filósofo, esto asusta.

Lo peor de todo es que estas ideas van calando en el resto de la sociedad, hasta crear una especie de psicosis colectiva. Hoy, en el diario El Mundo, uno puede leer esto:

 En España ocurre como en EEUU: deciden ser profesores los alumnos más ramplones, a falta de otra ocupación mejor.

Las negritas, con perdón, no son mías. Esta sentencia la firma una tal Olga Sanmartín, quien, sin duda, estará muy contenta de pertenecer a un gremio lleno de luminarias.

Una vez más, el chivo expiatorio está dispuesto para el sacrificio. Da igual que en el cuerpo haya ingenieros, arquitectos o musicólogos. O que, en otros tiempos, hayan desempeñado esta vapuleada profesión gente como Machado, Gerardo Diego, Labordeta, Blecua, Luis Landero o los mismísimos Marina y Rodríguez Adrados. Ningún otro cuerpo de profesionales genera ya tantas sospechas como el de los profesores. Especialmente, los de Secundaria, quienes, curiosamente, y tras una licenciatura, han de pasar procesos selectivos más exigentes que los reservados a sus colegas de Primaria. Si estos no saben lo suficiente, aquellos no saben cómo enseñarlo, se nos dice. No saben enseñarlo, claro está, al modo que prescriben Marina y toda una nueva pléyade de charlatanes TED.

Lo que Marina parece ignorar es que la rebaja de nivel en los procesos de admisión corre en paralelo a la turbamulta de «expertos» que aconsejan relegar el conocimiento académico a un segundo plano, en beneficio de una serie de teorías que, coartada neurocognitiva por delante, no son más que un refrito de doctrinas sesenteras con fuerte olor a incienso. Y el mensaje no sólo cala, sino que empapa. Y los padres, los alumnos, los gurús televisivos, todos suplican que la academia entretenga a sus hijos, que los divierta hasta morir, sin percatarse de que ninguna escuela podrá hacer sombra, con sus mismas armas, a la sociedad del espectáculo. Los profesores, ciudadanos al fin, también han empezado a creérselo, hasta el punto de que cada vez serán los menos quienes piensen como Adrados. O como yo mismo, sin ir más lejos.

La escuela, ese reducto en otro tiempo impermeable a la moda, a lo contingente, a los particularismos, a la facilidad o la inmediatez de la vida cotidiana, ha elegido el camino contrario. Abrir puertas y ventanas, sí, pero sólo para oír las voces que procurarán su destrucción.

Agua, Marina

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El filósofo Marina dice que, en cinco años, este mediocre sistema educativo que padecemos puede convertirse en uno de alto rendimiento. Eso significaría reducir las tasas de abandono escolar, incrementar la excelencia, subir puestos en PISA y «ayudar a los alumnos a adquirir las destrezas necesarias para integrarse en la sociedad del siglo XXI», signifique tal cosa lo que signifique.

Añade Marina que tan loables objetivos no se alcanzan mediante una ley. Sin embargo, el autor de la iniciativa Objetivo 5A apela a un ministro de educación, cuya tarea fundamental consiste precisamente en legislar. Incluso aunque los problemas se redujeran a la gestión administrativa, es lógico suponer que las soluciones serían también competencia del ministerio: bien para favorecer los cambios que predica Marina, bien para relajar el asfixiante y ridículo control burocrático a que están siendo sometidos los centros. Sobre todo, los de secundaria.

Más estupefaciente resulta que el catedrático de Bachillerato pida homogeneidad educativa en todas las comunidades de España y, al mismo tiempo, no vea imprescindible cumplir las leyes que se aprueban en la cámara parlamentaria. Justificando la negativa de algunos territorios a desarrollar la LOMCE – ley al menos tan catastrófica como sus predecesoras – se abre la puerta a que incluso los cambios propuestos por el propio Marina constituyan apenas una sugerencia que los distintos caudillos de taifas puedan admitir o rechazar a capricho.

Las soluciones de Marina, más allá de las apelaciones insistentes a la «tribu», se centran en los procesos de evaluación y en la formación de equipos directivos y docentes. Evaluación de procesos, pero nunca de resultados, a la manera del viejo progresismo logsiano. Las reválidas no le parecen pertinentes, claro está. Mejor evaluar a los profesores, faltos de la formación pedagógica necesaria. Lástima que Marina no especifique qué tipo de formación es esa, ni quiénes serán los más indicados para impartirla, aunque la mención a Sir Ken Robinson me haga temer que las cosas irán por el terreno de lo emocore y lo competencial.

Para alguien que no se cansa de señalar su condición de catedrático de Bachillerato – esa antigualla meritocrática, debidamente extirpada del sistema – resulta curioso hacer escrupulosos distingos entre sociedad del conocimiento y sociedad del aprendizaje. Como si uno fuera posible sin el otro. Quizá es que la palabra «conocimiento» establece una relación jerárquica poco adaptada a los tiempos, o que el aprendizaje perenne, nunca definido en un ámbito particular, es la mejor manera de sostener a toda una casta de formadores, coaches y vendedores de crecepelo que enarbolan – ellos sí, orgullosos – el carácter «científico» de sus teorías.

Sin embargo, Marina dice conocer a cientos de profesores maravillosos, y también equipos directivos de fábula. Me pregunto dónde habrán recibido la formación necesaria para llegar a tan brillantes desempeños. Como también me pregunto cuándo alguien se va a dar cuenta de que Primaria y Secundaria son dos mundos distintos para los cuales se requieren distintas competencias profesionales. Que los maestros no sepan Matemáticas es mucho más grave, señor Marina, que lo que usted afirma de los profesores en relación con el informe TALIS. Pues la orientación pedagógica puede ser varia, pero el conocimiento de la aritmética y la geometría es uno.

En fin, otra propuesta tibia, una más, que no menciona la posibilidad de recuperar un Bachillerato merecedor de tal nombre, que desdeña las pruebas de nivel (hasta hoy, el mejor modo de evaluar un sistema) y que, por si fuera poco, ni siquiera le pregunta al ministro:

– Oye, Íñigo, ¿a vosotros qué os pasa con la Filosofía?

Inspectores

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En los últimos años, cualquier profesor de Enseñanza Media es consciente de la fiscalización a la que se ve sometido su trabajo. Lo percibe en las crecientes demandas de los padres, en el análisis de los, así llamados, expertos y en unos medios de comunicación que, por lo general, prestan su altavoz a los últimos gritos de la pedagogía avant-garde. Pero, sin duda, quien más hostil se muestra con los profesores es la misma Administración que los contrata. Lejos de defender sus propios procesos selectivos, las Consejerías de Educación refuerzan el mensaje de que el principal problema no reside en las deficiencias del sistema, ni tampoco en el clima moral de una sociedad que considera el estudio apenas como un trámite engorroso para obtener un título. Muy al contrario, el patrón propaga a los cuatro vientos que sus contratados son, en líneas generales, una pandilla de incompetentes.

Para que la tesis nos quede clara, los Equipos de Inspección han incrementado su celo intervencionista hasta límites que rayan en lo grotesco. Hablo por experiencia propia, pero también en nombre de muchos colegas que me han hecho llegar el relato de sus tribulaciones con nuestros muy castizos «hombres de negro». Lo que más llama la atención es que las «actuaciones» de estos equipos suelan iniciarse con una enmienda a la totalidad. La tesis vendría a ser que los profesores hacen mal su trabajo. Y digo los profesores, porque, a día de hoy, el trabajo en las Escuelas de Primaria no da la impresión de haberse puesto en tela de juicio.

No hace falta ser muy listo para apreciar la inverosimilitud de que todo un claustro pueda estar compuesto, íntegramente, por:

a) Cincuenta inútiles que han aterrizado en un aula como podrían haberlo hecho en una plantación de tabaco.

b) Cincuenta vagos, incapaces de revisar sus prácticas un curso tras otro.

c) Cincuenta sádicos, dichosos de infligir el mayor daño posible a sus alumnos.

Siendo esto evidente, debemos preguntarnos por aquello que motiva a los inspectores a juzgar de manera tan sumarísima a un nutrido grupo de profesionales. Para empezar, porque la inspección, azuzada desde las instancias políticas, actúa como una máquina de expender ideas preconcebidas. Sea como fuere el análisis del centro, las conclusiones vendrán a ser siempre las mismas, sustentadas en una serie de teorías pedagógicas que conforman una variante gremial del pensamiento único: la preponderancia de la observación directa sobre los exámenes, la valoración taumatúrgica de las nuevas tecnologías, la separación artificiosa de competencias y contenidos. Es decir, una visión parcial de lo que significan los procesos de enseñanza, y que, por lo demás, no goza del consenso científico necesario como para que sea impuesta de forma colectiva a miles de alumnos. Frente a estas ideas monolíticas, que la normativa vigente no obliga a acatar, el profesor descubre que el debate le ha sido escamoteado, y que lo que el inspector plantea como propuestas de mejora es, aunque ilegítima, una orden velada. En muchos casos,  discutir tales propuestas le acarrea al inconformista un intimidante acoso burocrático: requerimiento de papeles, documentos, programaciones, actas, y, en suma, cualquier legajo en que el adiestrado ojo censor pueda descubrir un defecto de forma. No obstante, los profesores deberían saber que el inspector no puede pedir cualquier cosa, sino sólo aquellas a las que obliga la ley. Y que, asimismo, cualquier solicitud que se le haga al docente debe realizarse por escrito y venir acompañada del pertinente fundamento legal.

Para llegar a la conclusión de que los profesores son muy malos, los equipos de inspección actúan contradiciendo los mismos principios que defienden. Así, les basta con entrar en clase un sólo día, una sola hora, para deducir la incapacidad del docente inspeccionado. Si ese día no emplea el ordenador, se dirá que es refractario a las TIC. Si ese día un alumno de quince o dieciséis años interrumpe de forma grosera la lección, se dirá que el profesor carece de la autoridad necesaria. Si ese día los alumnos no interactúan en grupo, se dirá que el profesor abomina del trabajo en equipo. Etcétera. Es decir, la misma observación directa que el profesor debe consignar a diario para calificar a sus doscientos alumnos es de la que están exentos los inspectores a la hora de evaluar el desempeño de un solo docente . Por el contrario, el inspector se sentirá inclinado a considerar como buenas prácticas educativas lo que, en otro tiempo, no eran sino meras actividades extraescolares: un huerto, una zona ajardinada, un concurso de murales, una gymkana, unas jornadas por la paz. Incluso aunque ni siquiera haya sido testigo de cómo se han desarrollado estos proyectos ni qué grado de participación han tenido los alumnos. Lo accesorio, pues, antes que lo primordial.

Detrás de esta clausura dialéctica, de esta mordaza ideológica, no hay, desde luego, un interés por lo que saben los alumnos. Eso nunca se pone en cuestión. En la reuniones con el inspector se habla, fundamentalmente, de resultados; con independencia, claro está, de que dichos resultados se ajusten a la realidad. Se habla, y mucho, de porcentajes, de tal modo que uno tiene la impresión de estar siendo reprendido por el jefe de ventas de una fábrica de inodoros. Pues lo que de verdad importa es la cantidad más que la calidad, la apariencia por encima de la esencia, la estadística triunfando sobre la singularidad. El fin de estas visitas a los centros es conseguir el mayor número de aprobados posible, y para tal fin se pondrán todos los medios, hasta los más espurios. Este es, por supuesto, un fin político.

Valga como ejemplo una de las recomendaciones oídas: si, como es cada vez más palmario, los niños apenas saben leer y escribir un texto que merezca tal nombre, lo que debe hacer el instituto es poner en suspenso la impartición de asignaturas para convertirse en un centro de alfabetización básica. El tiempo que sea necesario. Poco importa que esa no sea, en modo alguno, la función de un instituto de Enseñanza Media. Nada importa que se esté dando legitimidad a una estafa. Reducidos a esta condición de logopedas, los profesores se preguntan cuál es, entonces, el cometido de la Escuela Primaria. No hay respuesta.

En tal situación, a los claustros sólo les queda como recurso conocer bien sus derechos, saber a qué están obligados y a qué no. Y, por encima de todo, preservar una dignidad profesional que desde tantos frentes está siendo amenazada.

La cuestión es si todos somos conscientes de estar perdiéndola con cada día que pasa.

El verdadero culpable

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En un intervalo de apenas siete días, esto fue lo que sucedió:

Un jueves de abril vino el inspector al instituto para reprocharnos el elevado número de suspensos. Por más que los alumnos cateados exhibieran una portentosa regularidad en casi todas las materias del currículo, el inspector consideró como principales responsables del fracaso a los profesores de los jóvenes plusmarquistas. Nos conminó a elaborar un documento en el que se recogieran las causas externas e internas de tantas evaluaciones negativas (sic). Entre estas causas, por supuesto, no cabía consignar el desinterés académico de un generoso porcentaje de alumnos.

Ellos no son responsables.

El martes siguiente, en el Claustro, el Secretario nos recordó parte de nuestros deberes profesionales. Estos se resumían en tres aspectos: vigilar los atascos de los retretes, apagar los ordenadores y cerrar las puertas de las aulas. Parece ser que los conserjes y el personal de limpieza esgrimen convenios muy escrupulosos a la hora de rechazar tan plebeyas obligaciones. Esas son tareas que, como es sabido, conciernen a un licenciado en filosofía o a un arquitecto.

Nadie más es responsable.

Llegó otra vez el jueves y una representación del equipo educativo recibió a los padres de un grupo especialmente complicado de 1º de ESO, con el propósito de buscar alguna solución. Aunque lo que se trataba era un asunto disciplinario, una madre creyó encontrar la razón de todo mal en lo poco motivados que estaban sus chavales. Que debíamos hacer de la enseñanza algo divertido, dijo. No provechoso, digno, elevado o exigente. Eso no lo mencionó. Algo divertido.

Ella no es responsable.

Pocos días después, en un instituto de Barcelona, un alumno de 13 años asesinaba al profesor Abel Martínez tras clavarle un machete en el tórax. Del profesor muerto, sólo se sabe, según Irene Rigau, que está muerto, pero que no es la víctima. Tanto ella como otros altos cargos políticos han sofocado las voces de alarma apresurándose a diagnosticar un «brote psicótico» que exima de toda responsabilidad al alumno, a la escuela y a ellos mismos. Por un momento, podría pensarse que Abel Martínez había puesto en manos del chico el arma del crimen, exhortándole a liberar sus miedos. Pero no. La ballesta pertenecía al padre del alumno.

En cualquier caso, fuentes periodísticas sugieren que el instigador del crimen es Daryl Dixon, un personaje de ficción. La fantasía  morbosa de un guionista americano podría, por tanto, estar detrás de la muerte de Abel Martínez. De modo que no cabe buscar más culpables, sino «reforzar los códigos de convivencia» y, si acaso, alertar a los adolescentes de los peligros que comportan las películas de zombis. Se auguran inminentes charlas impartidas por expertos piscopedagogos. En horario escolar, claro.

Y, así, probada la inexistencia física y jurídica de Daryl Dixon y el Colectivo de Caminantes, nuestra vida puede volver a la normalidad: esa zona gris de lo rabiosamente real donde nunca hay responsables, no, pero sí un oportuno chivo expiatorio.

Mañana, a clase.

El hecho aislado

 

La muerte de Abel Martínez, por desgracia, no va a cambiar nada. Muy al contrario, contribuirá a reforzar en quienes dirigen las instituciones su inquebrantable fe en ellas. La Escuela Pública, con muchas mayúsculas, mucha convivencia y hordas de individuos sobradamente preparados. Hoy, dos días después del asesinato de un profesor, el suceso del IES Joan Fuster ya es casi una nota a pie de página.

El hecho aislado.

Para Irene Rigau, de profesión Consejera, sólo hay una víctima; que no es, como pudiera pensarse, el muerto, sino el victimario. La lógica política se despliega al revés que la del ciudadano medio, haciendo del lenguaje una bola de plastilina propagandística. Conviene, a lo que se ve, convertir la tragedia en un mero accidente, el crimen en una veleidad del caprichoso destino. Pero, sobre todo, lo que conviene es mantener al contribuyente en la inopia.

Decir que el primer asesinato de un profesor en un centro de estudios constituye un hecho aislado es no decir nada. Una tautología. También lo de Lubitz fue un hecho aislado y algunos querían cerrar Lufthansa. La perversidad radica en hacernos creer que, por lo demás, y dejando a un lado el inoportuno brote psicótico de este muchacho, la escuela es un «marco de convivencia pacífica» y todas esas chorradas. De hecho, la mayor perversidad consiste en situar la simple convivencia como la aspiración máxima de una institución escolar, cuando debería ser el conocimiento. Convivir es una circunstancia inseparable de cualquier actividad humana que se realiza en grupo. Conocer, y muy especialmente conocer aquello que merece la pena, es algo para lo que se requiere más que la prolongación atónita de las constantes vitales.

La Escuela Pública, con mayúsculas de Consejería, ha contribuido eficazmente a convertir muchos institutos en lugares de confinamiento, donde los alumnos que quieren aprender y los profesores que quieren enseñar están a merced de aquellos que preferirían, y acaso merecieran, largarse con viento en popa. Y si cada día no hay crímenes es porque, al fin y al cabo, una escuela no es el frente de Libia. Pero sí es, en no pocos casos, un establecimiento donde la degradación de la dichosa convivencia y el desprecio por el vapuleado saber hacen manitas.

Todos hemos participado en la consolidación de este clima de mediocridad rampante, desde la cúpula hasta la confortable cueva del nido familiar, pasando, claro está, por unos profesores que son la encarnación perfecta del concepto de servidumbre voluntaria. Ahora sólo nos queda aceptar el primer asesinato de un profesor en la historia de la Escuela Pública, con mayúsculas de Gran Estafa, como lo que es: un hecho aislado.

Y para hechos de esta naturaleza no hay crespones negros, ni lacitos de colores. Ni días de. Como mucho, un informe psiquiátrico que explique la excepcionalidad del monstruo.

Dicen por ahí

Hace ya unos cuantos años, esta bitácora se propuso poner en cuestión muchas de las decisiones que las administraciones autonómica y nacional tomaban en el siempre complicado sector de la enseñanza. Echando un vistazo a los asuntos tratados, la mayoría son denuncias de planificaciones erróneas, ideologías a la violeta o vulneraciones sistemáticas de la libertad de cátedra: igualitarismo, inflación burocrática, adoctrinamiento, pensamiento único, etc.

Todas estas etiquetas sirven para identificar un sistema educativo fracasado desde su misma base, aun cuando, periódicamente, se muden sus siglas. Un sistema en el que los conocimientos son postergados en beneficio de un fraude postmoderno llamado «competencias básicas». Un sistema que hace indistinguibles niveles de formación tan desparejos como la Primaria y el Bachillerato, aplicando recetas pedagógicas de espuria aplicación universal. Un sistema que ha eliminado la función primordial de las Enseñanzas Medias, cual era la de servir de puente a los estudios universitarios. Un sistema que, en sus últimas mutaciones, ha encontrado en el profesor (fundamentalmente, en el profesor de instituto) su imprescindible chivo expiatorio.

Doce años de experiencia docente en el sector público han convencido al autor de que la enseñanza en manos del Estado no es sólo ineficiente, sino también perversamente adoctrinadora. Uno podría esperar otros doce años, en la esperanza de que políticos de más altas miras considerasen anteponer un fervoroso espíritu ilustrado a sus tácticas de manipulación política. Sin embargo, y vistos los resultados en comunidades como Cataluña, cabe suponer que todo es susceptible de empeorar, y que si existe un instrumento infalible de persuasión colectiva es precisamente el que permite a los gobernantes modelar los planes de estudios de acuerdo con sus propósitos de ingeniería social.

Por eso, en las últimas entradas de YSEI se apunta a alternativas de liberalización en el sector educativo. Aquí se ha citado a Hayek, a Noczik y a otros liberales, incluido el profesor Rallo, de cuyo último artículo hablaremos más adelante. La propuesta liberal de YSEI no parte de un planteamiento apriorístico, previo a la creación de este espacio, sino que va cobrando forma a medida que las contradicciones de la enseñanza pública se le hacen al autor más evidentes. En última instancia, es la sociedad, el ciudadano, quien debería preguntarse hasta qué punto puede, podemos, soportar un sistema que sirve a unos y otros ( o a hunos y hotros, como dicen por ahí) como laboratorio de sus planteamientos políticos.

Defender esta idea, aun con todas las dudas y prevenciones que todavía me asaltan, no me ha hecho ni me hará más popular entre mis colegas, pues parece que el oxímoron educación pública ha desarrollado, con el paso del tiempo, una diamantina corteza dogmática. Lo entiendo, y no me importa. Más triste sería renunciar a las convicciones intelectuales que uno se va forjando por el temor a verse señalado. La razón de que, precisamente hoy, escriba estas sumarísimas reflexiones, es la publicación de un artículo del profesor y economista Juan Ramón Rallo, en el que se denuncia lo cara (y mala) que es la educación pública española. No voy a hacer un análisis pormenorizado de todo lo que dice, y que se desarrolla por extenso en su último libro, pero sí me gustaría dejar dichas un par de cosas.

La denuncia de Rallo es legítima. En efecto, la educación pública en España es ruinosa desde cualquier punto de vista, económico o intelectual. Pero no tanto porque los sueldos de los profesores sean desorbitados – que no lo son – sino porque el sistema en sí mismo está condenado al fracaso desde sus propias bases, y porque, como dije más arriba, constituye una herramienta política antes que una garantía de instrucción ciudadana.

La alternativa que propone Rallo es legítima. Liberalizar el sector podría aumentar el número y la variedad de las propuestas educativas, incluidas las de aquellos que hacemos la crítica permanente de cuanto no funciona. El problema no es que alguien, con su dinero, quiera emplear una determinada metodología, sino que esa metodología se haga de obligado uso con el dinero de todos.

Lo que no va a conseguir Rallo con el tono de su discurso – es posible que tampoco lo pretenda – es llevarse a los profesores a su terreno. La enseñanza no debe medirse sólo en términos de empleabilidad o de utilidad, pues eso significa despojarla de algunos de sus principales objetivos:

Las respuestas que ofrece Oakeshott a la pregunta sobre las disposiciones y actitudes personales que deben alentarse y buscarse en la educación universitaria giran en torno a la defensa de la educación liberal, entendida como aquella que provee al alumno de las herramientas para “pensar por uno mismo” en base al aprendizaje de una “herencia histórica de logros humanos”. Conocer las distintas herencias nos liberaría, entre otras cosas, de los “compromisos cotidianos”, del “sentimentalismo” y de la “pobreza intelectual”, pero fundamentalmente de la idea que la educación actual deba promover la uniformidad social. La educación liberal permitiría entonces advertir las ventajas de la diversidad y la multiplicidad de “aventuras intelectuales” (54) que la tradición universitaria ha transmitido a partir del siglo XII.

 (Revista de Instituciones, Ideas y Mercados Nº 53 | Octubre 2010 | pp. 239-250 | ISSN 1852-5970 REFLEXIONES SOBRE EDUCACIÓN, SOCIEDAD Y POLÍTICA, Alejandra Salinas. Reseña del libro de Michael J. Oakeshott, La voz del aprendizaje liberal, Buenos Aires y Madrid: Liberty Fund y Katz (co-editores), 2009, traducción de Ana Bello, con prólogo e introducción de Timothy Fuller.)

El punto débil del artículo de Rallo, y de sus comentarios referidos a la enseñanza, es la omisión del aspecto humanístico que otros liberales, como Oakeshott, ponen en el centro mismo del debate. Determinar, de modo omnisciente, qué es «lo útil» para todos y cada uno de los individuos constituye, precisamente, uno de los errores clásicos de la planificación central, y pone en peligro disciplinas que acaso no gocen de altas expectativas de empleo, pero que son imprescindibles para forjar cualidades como la autonomía personal, la sensibilidad artística y el espíritu crítico. Aquellas que han de llenar el otium e impregnar con sus innegables beneficios la práctica del nec-otium. Requisitos para la libertad individual tan necesarios, al menos, como la libre circulación de bienes.

Quizá Rallo ya sabe todo esto, pero a sus textos no estrictamente económicos les falta ese aliento que sí podemos encontrar en otros autores liberales y que contribuyen a mitigar las frialdades del análisis puramente económico.

Pero no quiero extenderme más. Prefiero que sea el lector quien juzgue el artículo, sin prejuicios, y, asimismo, sin olvidar que a él no se reducen todas las posibilidades del pensamiento liberal. A mí me parece interesante, tanto al menos como la réplica de Alberto Royo en su magnífico blog.

Llegado este punto, es muy probable que esta sea una de las últimas entradas de YSEI. Lo que tenía que decir, considero que ya está dicho. Sólo me resta cumplir con un encargo, y publicar, en las próximas fechas, un texto que me envía un compañero, y, sin embargo, amigo. Creo que tratará de la Inspección, pero no estoy muy seguro.

En cualquier caso, siempre es bonito terminar con las palabras de otros.

Artículo de Juan Ramón Rallo

Respuesta de Alberto Royo

Vale.

Vacas de dos cabezas

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Siendo un escándalo, la noticia no es que la Delegación conceda el título de ESO a un alumno con cinco asignaturas suspensas. Tal cosa no es sino el último extravío de un sistema que tiene la aberración como norma. Así, el estupefaciente dictamen de los burócratas educativos podría compartir página con la vaca de dos cabezas o las caras de Bélmez: un suceso que pone a prueba nuestra capacidad de admitir lo inverosímil. La noticia, en realidad, es que a los técnicos junteros les bastó con dar el aprobado a dos asignaturas (Lengua e Inglés) para ceñirse a los requisitos que la obtención de dicho título exige. Dicho en corto: en España, con tres asignaturas suspensas se consigue el Graduado Escolar.

Excepcionalmente, dice la ley. Pero ya se sabe que, en determinadas condiciones, la excepción se convierte en norma. Y, a día de hoy, en muchos institutos se aplica la interpretación más políticamente correcta, por laxa. La salvedad que se contempla para casos especiales acaba extendiéndose a cualquier otro, de manera que, al final, a nadie le sorprende encontrarse por los pasillos con un hato de rumiantes bicéfalos. El alumno en cuestión, además de las dos disciplinas señaladas, también se había dejado por el camino la Biología, la Física y las Ciencias Sociales. Paparruchas. Para la Delegación, esas tres materias suspensas «no impiden la titulación ni menoscaban la formación académica y las competencias necesarias que permitirán al alumno reclamante afrontar una brillante carrera en cualquiera de los objetivos académicos o laborales que se proponga». Como ven, el absurdo es una debilidad de los garantes de la ley. Lógico, puesto que la ley misma se funda en el absurdo. Un estudiante que ha demostrado su incompetencia tanto en la rama humanística como en la científica es, sin embargo, competente para afrontar cualquier reto intelectual que se proponga. Y de manera “brillante”, no vayan a creer. Cuesta imaginar a qué aspirarán los muchachos que aprueban todo en junio, aunque parece probable que el MIT y la NASA estén rondándolos con irresistibles cantos de sirena.

Esto es, simple y llanamente, un fraude. Una gran estafa cuyo motor empezó siendo la mediocridad y a la que ahora sustituye, ufana como acostumbra, la ignorancia. La lección que enseñan nuestros políticos es parecida a la de esos padres que les compran una moto a sus hijos por aprobar el recreo y las excursiones a la Feria del Caballo: no te premiamos por tu valía, ni siquiera por tu esfuerzo. Lo hacemos para que seas feliz. Y nos quieras. Y nos votes. Guapo.

Los profesores asisten al espectáculo con su habitual cautela, ese estupor de los bóvidos simplemente unicéfalos. Rumian su desazón como el que traga sapos, aunque a veces interpongan denuncias y salgan en los periódicos. El complejo de culpa, el hostigamiento más o menos sutil de la inspección, el miedo a verse en la picota de las reclamaciones: muchos son los motivos por las que este gremio aún no ha dado el paso al frente que se precisa para combatir un engaño de semejante calibre. Sin embargo, ejemplos como el del IES Los Álamos hacen pensar que el tiempo de silencio ha terminado, y que el futuro de la enseñanza dependerá, en buena medida, de la resistencia que los profesores ofrezcan a esta infatigable persecución del mérito.

Por fortuna, los padres de Bormujos se han alineado con el claustro frente a la imposición administrativa. Ellos tampoco creen que pueda conseguirse en un despacho lo que no se alcanzó en las aulas, ni que un “defecto de forma” – consecuencia, las más de las veces, de una legislación laberíntica e incomprensible – consiga invalidar la “autoridad magistral y académica” que esa misma ley confiere a los profesores. Como nosotros, no conciben que la estadística y el interés político se antepongan al justo reconocimiento de la valía.

La pregunta es:

–          ¿Habrá alguien en Torretriana capaz de entender esta demanda?

–          Mu.

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ESCRITO DE QUEJA DEL CLAUSTRO DEL IES “LOS ÁLAMOS” POR LA TITULACIÓN EN SECUNDARIA DE UN ALUMNO QUE TENÍA CINCO ASIGNATURAS SUSPENSAS
El claustro de profesores del IES Los Álamos de Bormujos (Sevilla) quiere manifestar su malestar por la resolución del expediente de reclamación 170/2012 que desde la Delegación Provincial de la Consejería de Educación se ha dictado y en la que se aprueban al reclamante las asignaturas de Lengua castellana y Literatura e Inglés (de las cinco que tenía suspensas). Los principales motivos de nuestra queja se fundamentan en que:
• De dicha resolución se desprende que la atención al alumno y su proceso evaluador han sido deficientes, como reclaman sus progenitores; sin embargo, no se tienen en cuenta las aportaciones por parte de la tutora y del equipo educativo sobre la negligencia de los padres que, tras recibir las calificaciones de su hijo con resultados poco alentadores en las dos primeras evaluaciones, no mostraron la preocupación que el hecho requería.
• Quienes han visto y entendido la reclamación se permiten no solo hacer observaciones que ponen en duda la profesionalidad de los docentes, sino afirmar que las copias de los exámenes de Inglés remitidas como documentación han sido manipuladas, lo que supone -aparte de un acto de difamación- imputar un delito a las profesoras de dicha asignatura.
• La argumentación sobre el inadecuado proceso de evaluación según la normativa vigente no se sostiene por las siguientes razones:
1. Los fundamentos para aprobar al demandante en Inglés y mantener el suspenso en Biología y Geología son básicamente los mismos.
2. Nuestro centro vivió el pasado curso 2011-12 un proceso de actuación prioritaria por parte de la inspección educativa y -salvo recomendaciones para la paulatina homogeneización de criterios e instrumentos de evaluación- no se requirió la supresión o corrección de los criterios de evaluación y calificación de las programaciones de los distintos departamentos didácticos.
3. Se insiste en la necesidad de priorizar la observación diaria del alumno para su evaluación y, cuando se analizan los cuadernos de clase de los profesores, se consideran inválidas las anotaciones referidas a la actitud y competencias mostradas por el alumno. Ahora bien, nunca se propone desde tan estrictos y pedagógicos estamentos de la administración educativa un método fiable y entendible para todo el mundo, docentes o no, cuya validez cuantitativa y cualitativa esté fuera de toda duda.
4. Carece de criterio y razonado fundamento calificar al alumno en las materias aprobadas (Lengua e Inglés) con un 5, ¿por qué no un 6 o un 7? ¿Es que los errores detectados en el desarrollo de la labor docente solo suman la cantidad necesaria para aprobar? Parece inferirse además que, cuando se solicita revisión del examen a un departamento, solo se puede corregir al alza, no a la baja.
5. En ningún caso se dan orientaciones o recomendaciones para que, en futuros casos similares, el proceso evaluador sea el correcto y no se corra el riesgo de que cualquier defecto de forma, por mínimo que este sea, prevalezca por encima de la actividad docente -llevada a cabo en contacto diario con los alumnos- y de los méritos contraídos por estos.
• No se entiende, ni es de recibo, que quien tarda más de tres meses para resolver una reclamación cuando el plazo estipulado es de quince (15) días, califique la actividad de otros compañeros de poco profesional.
• La parcialidad con que se contemplan derechos y deberes -a qué se está obligado según se sea padre o profesor- raya en la prevaricación.
• Sin menoscabo del derecho que todo ciudadano tiene a reclamar cuando cree que puede y debe hacerlo ante la administración educativa, no debe perderse de vista que la labor docente no es un mero ejercicio burocrático, sino una labor encaminada a contribuir en la formación de individuos competentes para la sociedad. Más aún, cuando se enseña a los alumnos que, tanto para adquirir las oportunas competencias como para lograr cualquier meta en la vida, el camino debe ser el del esfuerzo, el trabajo y la aplicación.
• Nos parece un ejercicio de fariseísmo que desde los distintos estamentos de la administración educativa y desde la misma sociedad se clame por la honorabilidad, el respeto y el prestigio de la labor docente, así como por la autoridad del profesorado y que, llegado el caso, todos estos valores se desprecien y ninguneen.
Bormujos, 11 de febrero de 2013
El Claustro de Profesores del IES Los Álamos

P.S.: Antes de remitir este escrito a la Delegación Provincial de Educación, se ha recibido una nueva resolución con fecha 12 de febrero de 2013 que, ante la reclamación interpuesta por la madre del alumno motivada por la no titulación de su hijo, decide otorgarle al alumno reclamante el titulo de Graduado en Secundaria. Por tanto, desde la administración educativa se considera que las tres materias que no se le aprobaron en reclamaciones anteriores (Biología y Geología, Ciencias Sociales y Física y Química) no impiden la titulación ni menoscaban la formación académica y las competencias necesarias que permitirán al alumno reclamante afrontar una brillante carrera en cualquiera de los objetivos académicos o laborales que se proponga.

Habrá que esperar a que te mueras

Telefónica y sus cositas

Por lo común, se tiende a pensar que el político al mando es el peor enemigo de la enseñanza. Que exista semejante prevención no es algo que pueda sorprender a nadie, teniendo en cuenta el modo, sectario y partidista, en que los sucesivos gobiernos han hecho uso de la escuela. Sin embargo, en el cotarro educativo abunda una figura incluso más perniciosa, aquella que suministra a los gobernantes la carnaza doctrinal para sus leyes. Hablamos, claro está, del experto pedagógico.

Se trata de una especie que abunda en nuestro país, donde el grado de tolerancia al disparate es tan alto como inveterada la costumbre de opinar, precisamente, de lo que no se sabe. Así, no es infrecuente la convocatoria de superferolíticas jornadas y no poco rimbombantes congresos en los que esta inagotable estirpe de apparatchiks diagnostica los males de escuela a mayor gloria de sus patrocinadores. El procedimiento a seguir en tales eventos se resume en una sola frase: no invitar jamás a un profesor en activo. Cosa rara, en verdad, prescribir milagrosas recetas cuando apenas se ha tenido contacto con el paciente. Uno diría que esto sólo ocurre en las ficciones televisivas, pero en España sucede a diario sin que nadie ponga el grito en el cielo.

La Consejería de Educación andaluza también disfruta, claro está, de sus particulares vehículos de propaganda. Uno de ellos es el periódico Escuela, financiado por el contribuyente al módico precio de 300.000 euros anuales. En sus páginas, la vieja ortodoxia logsiana se recalienta una y otra vez, echando mano de sus ingredientes favoritos: inclusión, igualdad, motivación, transversalidad. Y, por supuesto, formación.

Sobre este último particular versa uno de los últimos reportajes  publicados en este curioso Granma docente: Cuando la vocación sí importa. El texto informa de un Encuentro Internacional sobre Educación auspiciado por la Fundación Telefónica. Los ponentes son una Orientadora, una Doctora en Filosofía y un Catedrático de Sociología. A pesar de sus cargos, todos saben perfectamente lo que acontece en las aulas de Primaria y Secundaria. Es natural: son expertos.

Expertos en falacias, se entiende. La filósofa se adscribe a la corriente maniquea para decir, en un alarde de profundidad analítica, que los maestros de Primaria “son mucho mejores” que los profesores de Secundaria. Sobre estos, afirma que “saben mucho de su materia, pero poco de cómo enseñarla”. Cabría preguntar a la Doctora si por ventura le parece más conveniente lo contrario, esto es: saber poco de una materia, pero mucho de cómo enseñarla. De hecho, habría que preguntarle si tal cosa le parece posible. Llevadas hasta sus últimas consecuencias, conclusiones de este tenor acabarían por impedir el paso de Stephen Hawking a una clase de Conocimiento del Medio, al carecer el eminente físico del imprescindible salvoconducto pedagógico.

El Catedrático va más allá cuando sostiene que “los profesores llegan a las aulas de rebote y se nota”. Uno juraría que, hasta el momento de pisar un aula, los profesores han tenido tiempo suficiente para madurar sus decisiones, empezando por los años que se precisan para aprobar una oposición, los cursos de adaptación pedagógica y el año en prácticas previo a formalizar su condición de funcionario. Para el sociólogo, en cambio, se trata de una cuestión inercial, pura fatalidad cósmica.

La filósofa tercia para incurrir en su segunda falacia del día. “Ni las oposiciones ni la Inspección sirven para hacer una selección”. ¿Por qué?, se preguntará quien esté leyendo estas líneas. ¿Acaso porque las pruebas son de un paupérrimo nivel? ¿Quizá es que, como en la endogámica Universidad española, se confeccionan a la medida de un opositor concreto? ¿O sucede, tal vez, que los inspectores colocan “digitalmente” a quienes les viene en gana? Nada de eso. El problema es que, en ningún caso, “está garantizada la vocación de los aspirantes”. Así, el único criterio válido se reduce a algo tan científico como una prueba de fe, vaya por Dios. La Doctora, como era de esperar, exime de esta duda a los maestros de Primaria, pues, según reza el dogma, todo estudiante de Magisterio es un ente puro que ha oído la llamada. El profesor de Instituto, en cambio, es un descreído que, ante la imposibilidad de satisfacer sus ambiciones profesionales, se ha dado de bruces con un aula de la ESO. La filósofa, como mejor explicación, aduce que el maestro empieza a “construir su identidad” como docente a los dieciocho años. “Sin embargo”, continúa, “el profesor de instituto estudia una carrera distinta a la de Magisterio y la identidad profesional no le viene, sino que le sobreviene en muchos casos ante la imposibilidad de dedicarse a lo que quiere”.  Argumentos de una finura dizque exquisita, y que, como siempre, excluyen las interpretaciones a contrario. Por ejemplo: que a los dieciocho años lo que se toma por vocación pueda no ser más que una pasión efímera. O que los veinticinco años del profesor en ciernes reporten una madurez y una formación adecuadas para encarar el ejercicio de la enseñanza. Tampoco se le ocurre pensar que el desencanto de muchos docentes pueda venir por la falta de estímulos laborales o por el estado calamitoso en el que ciertos axiomas de imposible demostración han dejado el patio educativo. En realidad, su escaso nivel dialéctico es sólo comparable a su falta de empatía. Preguntada acerca de qué pueda hacerse con un mal profesor, esta luminaria responde: “Esperar a que se jubile o directamente a que se muera”. Sin comentarios.

El sociólogo, por su parte, ofrece una solución no tan fúnebre: despedir al profesor que no se adapte al “modelo cambiante”. Aquí aparece el tópico de la sociedad vertiginosa y la adaptación al medio, asunto recurrente en la cháchara de los expertos. La escuela debe asumir, de forma acrítica, lo que dictan las pautas sociales del momento, sin tan siquiera discriminar lo que tiene de valioso para la enseñanza y lo que no es más que una moda pasajera. De esta forma, se despoja a la escuela de una de sus funciones primordiales, como es la de instalar el espíritu crítico y la reflexión pausada entre sus miembros, la de ser un espacio a salvo de las contingencias del “aquí y ahora”. Por el contrario, los gurús pedagógicos abogan por una velocidad punta que se parece mucho a la que alcanzan ciertas pulsiones consumistas.

Toda esta inquina hacia la figura del profesor tiene una fácil explicación. El profesor de Instituto es depositario de un conocimiento concreto. A este conocimiento, en ocasiones exhaustivo (también hay doctores entre ellos), se añade la experiencia acumulada en las aulas, hora a hora. Día a día. En condiciones que un Doctor de la Complutense no estaría dispuesto a soportar ni cinco minutos. Son, en suma, auténticos expertos. Así que es lógico que en estos chiringuitos que organizan Fundaciones y Consejerías se evite, escrupulosamente, su presencia. Su testimonio difícilmente habría de plegarse al de quienes, sin haber catado la ESO,  saben mucho de cómo enseñar… nada.

Dramatis personae:

La Orientadora: Ana Cobos (IES Miguel Romero Esteo, Málaga).

La Filósofa: Maite Larrauri (Universidad de Valencia).

El Sociólogo: Mariano Fernández Enguita (Universidad Complutense de Madrid).

De derechas

Izquierda y Derecha

Despunta una nueva ley educativa – con muchas sombras, pero también con alguna luz – y resulta que el centro del debate lo ocupa la insufrible “cuestión lingüística”. La política, de nuevo, sojuzgando cualquier análisis que tenga que ver con la enseñanza en sentido estricto. Asombra ver cómo una demanda tan razonable como es garantizar un derecho constitucional se convierte en una coartada para agitar los espectros franquistas, ultramontanos y hasta carpetovetónicos. Dice Rubalcaba que el ministro Wert quiere “imponer una ideología de derechas”, como si su partido no hubiera empleado el monopolio pedagógico a mayor gloria de sus propias ideas. Ocurre, claro, que las suyas son de izquierdas, y, por lo visto, ese es el lado de la cama en el que mejor arropar a las sucesivas generaciones de niños y adolescentes. La frase del mentor de la LOGSE delata una concepción espuria de la enseñanza, puesto que le sobra el complemento nominal. Si a Don Alfredo le importase de veras el estado en que su partido ha dejado la enseñanza pública, se limitaría a consignar que el PP pretende imponer “una ideología”, a secas; sin necesidad de matizar el sesgo que pudiera agregarse a esa terrible imposición.

Pero lo más curioso es que al líder socialista no le parezcan más “de derechas” los argumentos esgrimidos por los políticos catalanes, trufados de loas a la “unidad identitaria” y la “voluntad del pueblo”, y en los que nunca se tiene en cuenta la garantía de libertad que supone el respeto a las minorías. Resulta particularmente insólito que no detecte en esas actitudes los resabios autoritarios que sí es capaz de señalar en la timorata propuesta de Wert, tan prudente y respetuosa con la lengua autonómica como baldía en su intento de restituir el derecho de los estudiantes catalanes a escolarizarse en español. El mismo hombre que habla de “radicalismo reformista” para enderezar el rumbo de su partido, considera un “atentado contra Cataluña” el hecho de que se cumplan las sentencias del Constitucional y el Supremo, lo cual, sin duda, es una forma de conducirse radicalmente antidemocrática.

Claro que al victimismo catalanista no le faltan intelectuales que aporten su ilustrado escolio al texto wertiano. El FC Barcelona, capitaneado por el eminente filólogo Carles Puyol, ya ha manifestado que “la lengua catalana y su enseñanza en las escuelas forma parte de nuestra identidad y es un elemento esencial para la cohesión social y la convivencia de nuestro pueblo. Por este motivo, el FC Barcelona se pone al servicio del país, como ha hecho a lo largo de su historia, para defender nuestra cultura y nuestra identidad.” Lo mismo, poco más o menos, han declarado los representantes del Joventut de Badalona. Uno pensaba que el Barça y La Penya eran, mayormente, equipos de fútbol y de baloncesto. Pues no: por lo que se ve, también son expertos en redactar comunicados que no desentonarían en un NODO de los años 50.

El caso es que, mientras tremolan las banderas y nos hierve la sangre del terruño, el foco deja de iluminar aquellos aspectos que guardan alguna relación con la enseñanza genuina. Todo lo que importa de este negociado estatal es aquello que pueda destruir al adversario, en tanto se experimentan graciosas ingenierías sociales a costa del contribuyente. Y aquí, Sr. Rubalcaba, debe usted admitir que, como buen químico, han sido usted y los suyos los que hasta ahora han tenido la potestad y el privilegio de jugar con las probetas.

Y no sólo han creado un monstruo, sino que, encima, les gusta.

Servicios Públicos

Hace tiempo que no me pregunto quién solucionará el problema de la enseñanza española, sino si hay alguien con la voluntad de intentarlo. Pasan los años, pasan las leyes, y nada progresa, excepto la magnitud entrópica del absurdo. Como los personajes de Beckett, algunos profesores esperamos a Godot aunque seamos conscientes de que Godot no existe. Lo que ocupa su lugar es un montón de siglas – legislativas, sindicales, metodológicas – que sustituyen y dan extravagantes nombres al vacío.

A pesar de todo, seguimos escribiendo el informe de los daños, como si a través de la inspección forense pudiéramos dar cuenta de lo que será el futuro. No podemos. Pero, como diría Vladimir, ¿quién sabe?

A día de hoy, así están las cosas:

1. Asistimos a los últimos coletazos de unas leyes progresistas cuyo principal bagaje consiste en haber fulminado cualquier asomo de meritocracia. Sin embargo, el borrador de la nueva ley, la de quienes aducían el mérito como condición necesaria, parece apuntar a la continuidad del orden establecido. Mucho nos tememos que los cambios nominales prevalecerán sobre los sustanciales.

2. Las condiciones de trabajo de los profesores empeoran, es un hecho. Pero ya eran malas desde que el sistema convirtió los Institutos de Enseñanza Media en fantásticas guarderías pseudocarcelarias. Las responsabilidades asumidas por los docentes comenzaron a traspasar los límites de lo que razonablemente podía exigírseles. Como ejemplo, transcribo el texto que PIENSA estampó en unas célebres camisetas, mucho antes de que el personal descubriera las arrobas y el color verde doncella:

… vigilo pasillos, catalogo libros, soy enfermero, carcelero, consejero familiar, policía de recreos, relleno documentos oficiales de mis alumnos, reparo los equipos informáticos, acarreo mapas, vigilo las puertas del centro, soy bibliotecario, profesor sustituto en guardias, orientador laboral, acarreo equipos de sonido, detecto fumadores, cumplimento informes que detallan todo lo que hago, asisto a reuniones diarias, soy motivador, y ejecuto cualquier otra tarea que el director quiera encomendarme…

Sobre este encadenamiento de faenas destacaba, en letras rojas, una pregunta: ¿Y cuándo enseño?

En efecto, el espíritu antimeritocrático e igualitarista de la LOGSE consiguió que la de enseñar se convirtiera en una labor subsidiaria de la verdaderamente importante: cuidar niños. Lo peor de todo es que los profesores acabaron por aceptar este rol de canguros altamente cualificados. Y hemos llegado al punto de que a nadie le sorprende ver a un Doctor en Filosofía abriendo los retretes y custodiando la entrada con resignación estoica. Sólo falta el cestillo de mimbre y la monedita arrojada con insuperable desdén adolescente. Cabe suponer que esta es la contribución que se espera de nosotros a los servicios públicos.

Lo más irónico es que esta prohibición de laureles, peanas y tarimas, esta chabacana impugnación de la auctoritas, no ha traído consigo la igualdad prometida, sino el oscuro reverso de la marginación social: titulaciones inservibles, un 50% de paro juvenil y un tartufismo desvergonzado. El anteproyecto de Wert, con sus muchísimos defectos, sólo puede ser acusado de “segregacionista” si se es un perfecto ingenuo o un cínico de diamantina pureza. Nada más excluyente que el sistema logsiano. En primer lugar, porque con su generalizado descenso de niveles ha contribuido a que la escuela deje de ser el ascensor social de los más desfavorecidos. En segundo lugar, porque en su seno se han cometido todo tipo de arbitrariedades, al calor de una impostada equidad redistributiva. ¿Hay algo más segregador que los Centros de Atención Preferente, a cuyas instalaciones se derivan los alumnos conflictivos que nadie quiere? ¿Hay algo más injusto que confinar en un solo centro a estudiantes cuyo rasgo compartido es el de no mostrar ningún interés por el estudio? ¿Hay algo más escandaloso que condenar a un grupo de profesores a una vida profesional de escarnios, amenazas y coacciones? Y qué decir del bilingüismo… ¿No se da en tales programas una artificial separación de alumnos en función de su rendimiento, tanto más adulterada cuanto que el pretendido bilingüe lo es sólo sobre el papel y casi nunca en la praxis? ¿Qué son los grupos de diversificación, sino una forma velada de señalar al pelotón de los torpes?

3. Pese a las evidencias, los sindicatos mayoritarios y otros grupos de presión querrán hacernos creer que hasta ahora habitábamos el paraíso igualitario. Nada puede conseguirse al rebufo de estas organizaciones, cuyo principal objetivo es defender sus propios intereses. Empezando por las subvenciones que, aun en época de crisis, siguen manando para sufragar cursos y proyectos cuya rendición de cuentas jamás se verifica. A la mayoría de sindicatos les gusta la LOGSE, la LOE y cualquier otra Ley que se trabaje bien la retórica coeducativa y socialistoide de la izquierda española. Sus gustos son coherentes con sus acciones: la degradación profesional consignada en el segundo punto les debe mucho. Y cuando dicen defender a los empleados públicos, no les quepa duda de que eso incluye a todos los clientes enchufados en la manirrota Administración Paralela.

4. El futuro no es halagüeño, y es muy probable que la reparación del destrozo precise del trabajo de muchas generaciones. Pero ese proceso de reconstrucción ni siquiera ha empezado, y las últimas decisiones de los gobiernos central y autonómico contribuirán a que se demore todavía más. La razón es que, como dije, quienes se dicen abanderados de la meritocracia, están cometiendo errores muy semejantes a los de sus adversarios políticos. Transcribo unos párrafos elocuentes de Juan Antonio Rodríguez Tous en su columna de El Mundo:

En pro del ahorro, Rajoy podría haber optado por cobrar matrículas, o implantar un sistema de bonus/malus que castigara pecuniariamente a repetidores y absentistas. En cambio, ha elegido lo fácil, lo cutre: poner en la calle a una legión de interinos de lujo.

Y es que muchos profesores interinos, desde hace algunos años, no lo son por casualidad o por cuota. Han aprobado duras oposiciones varias veces, pero sin plaza. No se verían en esta situación de cesantía forzosa si el sistema de acceso vigente, de inspiración socialista, hubiera sido estrictamente libre y meritocrático: si apruebas, accedes al funcionariado. Pero no: amén de aprobar el concurso libre, debían acumular puntos por “experiencia docente”. Ahora no podrán. El mundo al revés: damnificados por un sistema de acceso que no premia a los que estudian son ahora castigados por los que defienden que se premie a los que estudian.

Sumemos a todo esto los recortes en las nóminas, la constante pérdida de poder adquisitivo, el incremento horario y el baile de asignaturas que se espera cuando la nueva Ley entre en vigor. Imagino que se hacen una idea del cuadro completo.

5. ¿Qué hacer, por tanto? En primer lugar, averiguar si aún pervive un rescoldo de resistencia en el cuerpo de profesores, y si estamos dispuestos a quitarnos la venda de los ojos. Si es así, hacernos oír en los Claustros y en los Consejos Escolares tanto como sea posible, decir en voz alta lo que sólo se murmura en los pasillos. Recordar lo que uno ha estudiado y para qué. Recuperar la dignidad perdida. Solicitar por escrito las órdenes e instrucciones que nos parezcan arbitrarias y no ajustadas a derecho. No asumir más tareas de las imprescindibles para realizar nuestro trabajo con totales garantías. Comprender que la degradación de nuestro desempeño profesional es inseparable de la degradación general de la enseñanza.

En segundo lugar, aquellas asociaciones y sindicatos que aún se tengan por independientes harían bien, como se ha sugerido en algún foro, en robustecer sus gabinetes jurídicos, cursar denuncias y demandar un Estatuto donde queden perfectamente claros los derechos y deberes de los docentes. Es hora de romper el silencio. Es hora de la verdadera Ley. Cualquier cosa antes que esta espera lacónica y vencida a las puertas de los urinarios.

Godot nunca viene, y menos si es para sustituirte en una guardia de recreo.

Colega.