El flamante borrador de la LOMCE va despejando algunas dudas acerca de los objetivos de la nueva ley, al mismo tiempo que alimenta otras, como si con cada revisión del articulado brotara un nuevo pólipo de indeterminaciones. Parece obvio que hasta su redacción definitiva no alcanzaremos a calibrar la auténtica dimensión de este texto, pero, entretanto, podemos hacernos una idea aproximada tanto de sus puntos fuertes como de sus debilidades.
En primer lugar, conviene que todo el mundo lea el borrador por sí mismo, sin atender a los infamantes calificativos que los sindicatos mayoritarios, la CEAPA y los medios afines le prodigan. Tampoco es aconsejable dejarse llevar por el entusiasmo de sus valedores, lo que podría conducirnos a la falsa creencia de que esta nueva ley supone un giro copernicano y el anticipo de algo así como una tierra promisoria educativa.
En realidad, la LOMCE tiene todo el aspecto de una criatura híbrida, un mutante que, conservando algunos rasgos fisionómicos de sus predecesoras, despliega formas orgánicas radicalmente distintas. Por el momento, es de agradecer la omisión de la jerga coeducadora, que, como la cópula y los espejos borgianos, sólo contribuía a la proliferación monstruosa de los seres. Adiós a los “alumnos y alumnas”.
Para quienes hemos reclamado un cambio sustancial en el modelo de enseñanza, sin embargo, el texto resulta insuficiente, medroso y más políticamente correcto de lo que hubiéramos apetecido. Da la sensación de que haya sido compuesto a cuatro manos, en una especie de confrontación dialéctica entre la vieja comprensividad logsiana y el espíritu selectivo del nuevo legislador. Una solución de compromiso. La aspiración de recuperar un Bachillerato fuerte de cuatro cursos queda, así, olvidada en el archivo de los expedientes imaginarios. Del mismo modo, el esquema de la ESO permanece, en su esencia, inalterable. Tampoco se abandona el discurso de las famosas “competencias básicas”, ese invento comunitario que se ha querido utilizar como excusa perfecta para rebajar los niveles exigidos en la etapa secundaria. De hecho, se insiste aún más en ellas, añadiendo una Disposición Adicional para cuadrar el círculo de su integración en el currículo.
Por supuesto, los instrumentos del sistema permanecen inalterables, empezando por el Consejo Escolar del Estado: sindicatos, AMPAS y “expertos” que suelen compartir el factor común de su inexistente experiencia en las aulas. Otros residuos del antiguo régimen son las inútiles evaluaciones de diagnóstico, que se conservan aun a pesar de la implantación de los exámenes nacionales, así como la matraca de la (falsa) autonomía pedagógica: una autonomía que es, en realidad, privilegio exclusivo del Director, concebido éste como líder pedagógico y contratador discrecional. En virtud de la nueva ley, los directores podrán establecer requisitos específicos para funcionarios e interinos, pudiendo rechazar las incorporaciones asignadas en la bolsa de trabajo. Asimismo, estarán facultados para promover el nombramiento de profesores adscritos a sus proyectos pedagógicos, dizque de calidad. Esto, que ya existe en algunos Reglamentos autonómicos, pretende hacer pasar por libertad e independencia lo que no es otra cosa que una invitación al nepotismo y la arbitrariedad. Resulta escandaloso que las veleidades de un director puedan estar por encima de los criterios de acceso a la función pública. O se liberaliza el sector, o los profesores serán rehenes de unos jefes plenipotenciarios, investidos de poder tanto para intervenir en sus métodos pedagógicos como en sus condiciones laborales.
En el haber de la ley, cabe señalar un mayor interés por la “excelencia”, una cierta voluntad por alejarse del talante mesocrático de la LOE. En este sentido, las evaluaciones externas constituyen uno de los puntos fuertes recogidos en el borrador. Sorprende, no obstante, que la evaluación al final de la etapa Primaria no tenga “efectos académicos” y se limite a la consignación del resultado en un informe orientador. Resulta difícil justificar que el esfuerzo organizativo y económico que requieren tales evaluaciones merezca la pena si no va acompañado de consecuencias objetivas. Una vez más, la etapa Primaria queda exenta de responsabilidad alguna en el devenir académico de los alumnos, lo cual no es de extrañar si se tiene en cuenta que el lobby sindical está compuesto en su mayoría por miembros del cuerpo de Maestros. Este brindis al sol no solucionará el problema de un Primer Ciclo de Secundaria en el que se acumula un gran número de alumnos que, precisamente, no han superado las competencias más elementales: leer y escribir.
La LOMCE asegura que tiene un remedio para este mal. Lo que antes era “Diversificación curricular”, pasa a llamarse “Programa de mejora del aprendizaje y el rendimiento escolar”. Habrá que ver en qué consiste, y, sobre todo, si estos alumnos tendrán su aula y currículo propio o seguiremos en la imposible comprensividad de los últimos tiempos. No parece, en cambio, que se aporte solución alguna para aquellos estudiantes cuyo problema no es que deban mejorar el aprendizaje, sino que renuncian voluntariamente al mismo. Tanto si repiten como si se favorecen de la promoción automática, seguirán siendo una fuente de conflictos para cuya resolución nadie ha aportado más que ideas roussonianas sobre la bondad innata del ser humano y el olor inefable de las nubes. Igualmente, se nos antoja tardía la edad de quince años para iniciar los cursos de FP Básica, sustituto de los actuales PCPI. Todo apunta a que la enseñanza en el Primer Ciclo seguirá siendo tan desalentadora como lo es en la actualidad.
La existencia del examen final en 4º de ESO es positiva, sin duda, tanto en su vertiente orientada a la FP como al Bachillerato, siendo así que existe la suficiente flexibilidad normativa como para presentarse a cualquiera de las dos pruebas, independientemente de la modalidad que el alumno haya cursado. Sin embargo, si se insiste en ignorar los cimientos, esa prueba puede ser un obstáculo insalvable para algunos. Es crucial que el ingreso en el Primer Ciclo de Secundaria sólo se haga efectivo en el caso de que el alumno tenga la base suficiente como continuar en el itinerario académico. Lo contrario es condenarle a un tedio y una humillación permanentes. A menos, claro está, que se habilite una senda alternativa para aquellos estudiantes cuya esperanza de promoción es prácticamente nula. Si esto no se lleva a cabo, la Secundaria continuará siendo tan deficiente como hasta ahora, con el agravante de que los alumnos no sólo tendrán que superar los cursos, sino una prueba nacional. Hagamos notar que, con la LOMCE, seguirá siendo posible promocionar con hasta tres asignaturas suspensas, lo que no dice mucho en favor de la “excelencia” pregonada en la introducción del borrador. Ojo con esto.
Otro aspecto positivo es la diferenciación nítida entre itinerarios académicos y profesionales, lo que acaba con el absurdo de que los egresados del PCPI – con una formación elementalísima – pudieran acceder a cualquier modalidad de Bachillerato (se han dado casos). Con la nueva ley, la FP Básica otorga un título de Técnico Profesional, cualificación pobre, sin duda, pero que el alumno puede mejorar si supera las pruebas de acceso a un ciclo profesional de grado medio.
Por otro lado, los temores acerca de un plan de estudios antihumanístico y antiartístico se disipan. No desaparecen las artes plásticas, como algunos temían. De hecho, podría decirse que ocupan una posición de privilegio, ganando aún más terreno a la Música, la hermana pobre de las disciplinas artísticas. La Educación para la Ciudadanía se reducirá a un curso, en 2º de ESO, y es de suponer que desaparecerán asignaturas tan vacías de contenido como “Cambios sociales y género”. La Religión concebida como catequesis, permanece, claro está, en el currículo, obligando a ofertar una, así llamada, “Alternativa” completamente inútil.
Quedan en el aire muchos asuntos, como el modo en que se va a ofertar el bilingüismo, tremenda patraña auspiciada por el anterior Gobierno, y que éste parece dispuesto a continuar, esperemos que con unos criterios de selección y de calidad más elevados. O el doloroso caso de la inmersión lingüística en las comunidades con lengua propia, cuyo resultado es que la lengua sumergida en las profundidades de la ignominia acaba siendo la española. Por no hablar de la adscripción territorial de las escuelas y la libre elección de centro.
Está claro que falta mucho aún para dar un diagnóstico definitivo, aunque todo apunta a que la LOMCE, siendo una ley decepcionante por su alicorta ambición, mejora en intenciones y objetivos a la LOE. Si por un lado mantiene casi intacta la estructura previa, la incorporación de exámenes externos puede contribuir a que aquella no se desplome del todo. Lástima que los legisladores no hayan podido sustraerse al ethos falsamente progresista que ha arruinado la escuela, pues, en ese caso, habríamos disfrutado de una ley compacta y coherente, en lugar de este Frankenstein que no sabe si quiere ser Finlandia o Alemania.
Dicho lo cual, las acusaciones que desde algunos foros se lanzan tachando a este borrador de excrecencia neofranquista y reaccionaria son totalmente infundadas y deben de responder a otros intereses distintos de los puramente educativos. Decir que la calidad se resentirá por la entrada en vigor de esta ley es vivir en un mundo paralelo, ajeno por completo a la realidad. De la misma manera, pretender que la demanda de excelencia constituye un rasgo diferencial de la derecha, diría muy poco de los valores que la izquierda asegura defender. Se dice que la LOMCE excluye, cuando tenemos un porcentaje de paro juvenil del 50%. Se dice que la LOMCE segrega, cuando los programas bilingües promovidos por la LOE propician la separación de alumnos por niveles. Se dice que la LOMCE adoctrina, pero la Religión ya estaba inscrita en los planes anteriores y las asignaturas de corte ideológico eran más y repartidas en más cursos.
Se dicen tantas cosas que es mejor cerrar la ventana y sacar conclusiones uno mismo.
Una de las indudables ventajas de empezar a trabajar es que, con el inicio de la vita activa, cesarán las hostilidades del convecino sarcástico y secretamente envidioso que cada mañana le recuerda a uno – a ser posible, con una sonrisa – el intolerable privilegio de vacacionar dos meses. Ocurre cada vez con más frecuencia y sin exclusión de ningún gremio. En la panadería, en el kiosco, en el café; en la misma calle, si uno se cruza con ese amigo bancario que, frente a nuestro desahogado atuendo canicular, esgrime su portafolio con un recuperado orgullo de hormiga calvinista.
Ni que decir tiene que tú, querido profesor, eres la cigarra.
Los recelos del ciudadano son el reflejo exacto de un descrédito institucional, o viceversa. Hace ya mucho que la sociedad dejó de ver a los maestros como transmisores de conocimiento y los redujo a una caricatura de funcionarios sin atributos. Para llegar hasta aquí han debido suceder muchas cosas, la mayor parte de ellas relacionadas con un imparable deterioro de eso que llamamos “cultura”. Como sabe cualquier lector de periódicos, lo cultural se cuece en la olla exprés del entertainmentmucho más que en el fuego lento de los edificios escolares o universitarios. Actores, cantantes, cocineros y diseñadores ostentan la representación de los más grandes logros de la Humanidad, aunque sus victorias tengan más repercusión en sus cuentas corrientes que en las generaciones futuras. Ellos encarnan la conversión debordianade la cultura en mero espectáculo, una huella en la arena que dura solamente lo que tarda en romper la nueva ola.
Así, la cultura se emparenta con lo efímero, con lo inmediato, con lo que es in y está de moda, indistinguible de cualquier otro producto confeccionado en una cadena de montaje. En los programas de televisión se entrevista, casi con carácter exclusivo, a una galería de estrellas cuya única ambición intelectual es promocionar su producto, sea este una película, un restaurante o una nueva colección de canciones pensadas – y prensadas – para mover los afectos más elementales de la audiencia adolescente. No es censurable este ejercicio de venta al público, sino el hecho de que tales manifestaciones se conviertan en el sustituto perecedero de un arte más elevado; aquel que, por su maestría, no es susceptible de encapsularse en fórmulas y que, por lo mismo, imprime su huella, no en las atestadas playas de lo fashion, sino en la memoria.
Pero el análisis sociológico no es la ambición de este comentarista, ya que excede tanto su cometido como sus capacidades. Nuestro deber es señalar cómo esa concepción de la cultura no es un sello distintivo de las masas, sino que tiene también sus valedores en la misma institución escolar.
Empezando, precisamente, por la memoria, esa hija denostada a la que, en efecto, no se le quiere dejar nada en herencia. Legiones de pedagogos ultramodernos han arremetido contra ella, identificándola con un mecanismo idóneo para el control y la represión de masas. Al cotejar las afirmaciones de estos gurús, es difícil saber dónde acaban las pretensiones científicas y dónde empieza la ideología. Lo cierto es que la postergación de la memoria es un ejercicio análogo al seguimiento cautivo de lo furiosamente actual: su consecuencia lógica es el olvido. La plétora de insignificancias habita el mismo campo semántico que el vacío más absoluto. Así, los neopedagogos parecen promover la existencia de esas masas acríticas que, cuando se ponen estupendos, no tienen ningún empacho en señalar como víctimas propiciatorias de la sociedad de consumo.
Prescindir de la memoria conlleva, claro está, desechar el pasado. A las escuelas se ha transferido la terminología de las pasarelas y los ecos de sociedad, de modo que el pasado, la Historia, están out. El legado cultural de Occidente es, para estas mesnadas transformativas, sospechoso de muchas cosas: de eurocentrismo, de antropocentrismo, de machismo, de racismo y, en general, de todos los ismos que uno pueda imaginarse. Siendo así, piensan, lo mejor es cubrir con un tupido velo – multicultural, a ser posible – un patrimonio tan desolador. Habrán de ser los propios niños quienes instauren este patri-matri-monio ex nihilo, sin el corsé de los discursos dominantes y atentos únicamente a los espasmos eléctricos de su intrínseca creatividad.
Quienes sostienen estos principios llevan muchos años difundiéndolos en facultades de Educación, conferencias, cursos y consejos áulicos para gobernantes con ambiciones de ingeniería social. El discurso ha calado tanto que de una lluvia fina ha pasado a ser el mantillo gnoseológico que alimenta la mayoría de sistemas educativos europeos. Un pensamiento semejante produce dos resultados nada sorprendentes.
El primero es la inversión de valores por la cual el sabio, el maestro reconocido en cualquier campo de conocimiento, queda relegado a un segundo plano frente a los verdaderos “expertos”, que son aquellos que no saben nada de ninguna cosa en particular. Así pues, lo que otorga re-conocimiento en la escuela moderna es justamente conocer lo menos posible, más allá de un par de teorías cuya validez no puede contrastarse de forma empírica. Los hombres ilustrados, los auténticos depositarios de un saber perdurable, deben dejar paso a una secta cuyos miembros recelan de que existan conceptos tales como la ilustración, la perdurabilidad o el saber.
El segundo resultado es que una idea semejante no puede ir, jamás, en beneficio de la selección. Si el saber acumulado no importa, si la maestría técnica y el cultivo del espíritu son entelequias sin fundamento, es de esperar que la tela del cedazo se haga menos tupida. Si lo prioritario es la resolución de conflictos, el manejo del PowerPoint o las técnicas motivacionales, resulta que saber de algo es cosa tan secundaria como aseguran los rótulos de los institutos de ESO.
Quien renuncia al pasado se ve, como las hordas de niñas que se abalanzan sobre Mario Casas, abocado a la inmediatez. Entendida esta no solo como acceso casi instantáneo a lo que está más próximo, sino también como ausencia de terceros. Igual que ocurre en la sociedad espectacular, la escuela ha tendido a empequeñecer la misión de sus mediadores culturales (es decir, de los, ahora sí, auténticos expertos: los profesores) para intentar reciclarlos en una especie de alcahuetes sentimentales. Se tiende a creer que el niño necesita de la figura docente para desarrollar sus emociones mucho más de lo que la necesitaría para desplegar sus capacidades cognoscentes, lo cual significa pasar del logos a la psicología barata y satinada del Cosmopolitan. Es lo que algunos llamamos PsicoLOGSía.
Pero, ¿qué es lo que ofrecen estos pedagogos a cambio de tanta renuncia?, se preguntarán. La respuesta les sonará tan atractiva como si tuvieran ante sus ojos el mismísimo becerro de oro: la Creatividad. Así, con mayúsculas. Una suerte de reacción instintiva, osmótica, semejante a la que ha conseguido que algunos garabatos infantiles (no es metáfora: me refiero a niños de carne y hueso) se muestren, como inatacables prodigios, en acreditadas galerías de arte contemporáneo. Del mismo modo que Rimbaud pretendía ser sublime, los niños deben ser creativos sin interrupción.
Cuando oigo hablar de esta incontinencia engendradora suelo acordarme de unas palabras que le oí a Albert Boadella – persona creativa donde las haya – y que he podido rescatar, parafraseadas, en Internet. Es el primer punto de su Decálogo:
Viniendo de un personaje como el maravilloso bufón catalán, hay que interpretar el punto de ironía que rezuman sus aforismos. Ese Dios es perfectamente intercambiable por algo que Boadella, iconoclasta impenitente, reivindica en cuanto tiene oportunidad: la tradición. Si hubiere un creador, en efecto, ese solo puede ser Dios, puesto que opera ex nihilo. Todos los demás debemos tantear tanto en lo creado como en aquellas zonas “iluminadas” por nuestros predecesores. La creatividad sería, pues, una mirada que se posa en la tradición para desentrañar aspectos inéditos del pasado e investirlos de una nueva forma. El gesto autosatisfecho de la creatividad per se, en cambio, no es sino puro exhibicionismo, afirmación del yo tan banal como un tuit en el que consignáramos la evolución de nuestros problemas intestinales.
Esta obsesión por lo creativo, a despecho de lo imitativo o lo técnico, tiene también algo de residuo romántico que confía las obras humanas a la inspiración y al golpe de genio. Los pedagogos New Age, más arrogantes e ignaros que los poetas decimonónicos, creen que esto puede hacerse sin leer a los clásicos. En sus textos fundacionales también palpita el convencimiento de que sólo mediante la expresión espontánea de los instintos podemos liberarnos de la pesada herencia de nuestros antepasados. Según se nos dice, al joven no le hacen falta esas alforjas para el viaje de hablar su propio idiolecto, tan libre de ataduras como esclavo de su propia libertad. Pero, al final, la evidencia es que nada que sea concebible como auténtico progreso, o como sublevación frente a lo establecido, puede alcanzarse sin un conocimiento previo de las normas que el artista o el científico pretenden subvertir. Más bien al contrario, este creativo adánico, sin modelos, acabará por incurrir en el plagio, en la copia burda y ayuna de maestría, limitándose al gesto mecánico del “corta y pega”. Cierto es que para ennoblecer el gesto tratará de recurrir a todo tipo de coartadas intelectuales, como el “apropiacionismo”:
Dadas estas premisas, la consiguiente demanda de esta pedagogía es el facilismo, la descabellada idea de que se puede aprender sin esfuerzo. Esta, como las anteriores, es una pretensión acorde con las peculiaridades de una sociedad acomodada, que concibe el saber como un producto más entre los muchos que se ofertan en el mercado. “Aprenda alemán en siete días”, como cantaba el grupo Derribos Arias. Paradójicamente, esa misma sociedad entroniza a deportistas como Rafael Nadal y los pone como ejemplo a seguir por los más jóvenes. Como no imaginamos a nadie tan necio como para suponer que se llega al número uno de la ATP sin unas buenas dosis de sufrimiento, debemos colegir que el único esfuerzo que, hoy en día, se considera legítimo y admirable es el que tiene que ver con las actividades físicas. No es de extrañar que los gimnasios, auténticos cubículos de autoflagelación, estén llenos de gente que quiere alcanzar, a fuerza de constancia y automatismos, una indiscutible virtud abdominal. Lo raro es que ese mismo empeño se considere innecesario cuando se trata de acometer tareas intelectuales.
Una escuela diseñada con estos mimbres sólo puede ser una escuela infantil, independientemente del nivel académico en que nos situemos. Una escuela dispuesta a satisfacer los deseos de sus alumnos, aun cuando esta complacencia suponga la renuncia consciente al mismo hecho de enseñar. Por increíble que pueda parecer, el sistema educativo contemporáneo sigue las mismas pautas que la sociedad consumista de la que pretende desmarcarse: inmediatez, actualidad, facilismo, inflación del yo y relación clientelar con el alumno. Partiendo de posiciones antagónicas, esta nueva pedagogía que asola las instituciones escolares de Occidente es un producto inequívoco de la sociedad capitalista en su vertiente más espectacular. Es obvio que, con tales armas, la escuela tendrá siempre la batalla perdida, pues no hay competencia posible con una industria del entretenimiento que incrementa de forma exponencial sus poderes de seducción.
Como ya advirtiera Neil Postman, la escuela se inoculó el virus de su autodestrucción el día en que quiso parecerse a los medios de comunicación de masas. Primero, la televisión. Ahora, internet. Lo malo no es que adoptase la tecnología, sino también la noción del aprendizaje como entretenimiento, como espectáculo superficial y lúdico que no debe dejar resquicio para la conversación o el silencio.
Fuera de los muros académicos, estas ideas han ido impregnando todas las capas de la sociedad, y cada vez serán más los individuos cuya experiencia escolar se reduzca a este sucedáneo de mass media con unas pinceladitas de Reader´s Digest. De ahí que no extrañe la aspereza del frutero, la ominosa mirada del vendedor de periódicos o la condescendencia atroz del ejecutivo hiperventilado. No encuentran una razón plausible para que uno esté ocioso. Por dos razones. En primer lugar, porque les han enseñado a desconfiar de la escuela como un lugar en el que pueda aprenderse algo útil. En segundo lugar, porque el desprestigio del conocimiento lleva aparejado el de sus presuntos portadores. El profesor es ya poco más que un canguro con ciertos rudimentos sobre alguna cuestión particular, los suficientes como para subsistir con un sueldo digno. Poco más se le concede, y, ciertamente, poco han hecho los propios profesores para rebelarse contra ese nuevo estatus que los rebaja a la categoría de babysitter.
Así las cosas, nadie piensa que uno pueda merecer ese tiempo de otium, entendido al modo que maravillosamente describe Marc Fumaroli:
El hombre moderno atareado, tal como lo vio Kierkegaard, se parece a esa mujer que en el incendio de su casa arriesga su vida para salvar las tenazas de la chimenea. Los negocios, tanto los de la ciudad como los del comercio, de la agricultura y de la guerra (los `negotia´, la `labor´, la `militia´, todas las formas de la `vita activa´ de los romanos), el trabajo asalariado de los modernos que ha liberado a la humanidad del trabajo servil, sólo tienen sentido en el descanso y el ocio fecundo que los griegos llamaron `schole, los romanos `otium´…
Por desgracia, cada vez parece menos propicio ese tiempo perdido que consiste en cultivar el espíritu, en posarse sobre las cosas en lugar de asistir a una acelerada concatenación de imágenes en la pantalla o emplearse en una serie de actividades recreativas tan fatigosas como el trabajo del que se huye. Ya pocos creen que el profesor tenga ningún crédito para entregarse a ese “ocio fecundo”. Tan es así que el gobierno especula con la idea de que invierta ese tiempo en algo, aunque no se sepa muy bien en qué. Seguir dando clases en Julio, animar campamentos juveniles, confeccionar programaciones absurdas. El caso es mantenerlo ocupado, por más que esa ocupación sea por completo improductiva.
De ese modo, el tendero, la panadera, el empleado de banca, la sociedad toda respirará aliviada de que, finalmente, nadie tenga un momento para fijar su mirada en «las cosas y los seres».
Es en el apartamiento del otium cuando se percibe en lugar de entrever, cuando se busca en lugar de repetir, cuando se contempla en lugar de agitarse, cuando se reconoce lo que el polvo de la impaciencia, los espejeos de las prisas y el peso del esfuerzo precipitado robaban a la mirada, aunque sea simplemente el hecho de estar uno consigo mismo, con los suyos, con los amigos, en el instante disfrutando por sí mismo. Este descanso en el que la vista se posa en las cosas y los seres, y que descubre lo cercano y el horizonte, siempre ha atemorizado a los tiranos, a los esclavos voluntarios, a los bárbaros. Éstos parece que no son menos numerosos hoy que en otro tiempo, pese a nuestros formidables avances científicos y técnicos y a la casi desaparición de la esclavitud involuntaria
Trabajo por dinero, es un hecho. Por más que algunos amigos intuyan en mí una loable vocación misionera, lo cierto es que me gusta ver recompensada mi obra con una buena inyección de pasta. Ya ven: soy un tipo de lo más extravagante. Y, por lo que se ve, comparto esta rareza con los fontaneros y los ebanistas, dos de cuyos más reputados expertos me han sugerido esta mañana que, si no tengo viruta, arregle las cañerías y me fabrique yo mismo los muebles. Después de apelar a su inclinación filantrópica, uno y otro me han colgado el teléfono.
Mis amigos dicen que no es lo mismo. Que yo soy un profesor de la escuela pública, no un fontanero o un ebanista. Y, además, funcionario. Que, siguiendo con la jerga apostólica, debería hacer un sacrificio y admitir sin mayores críticas otro recorte en el sueldo. Que, en los tiempos que corren, hay que ser solidario. Y aquí paz y después gloria.
Estoy convencido, claro está, de que mis amigos lo dicen de corazón. Creen que recortándome el salario se está contribuyendo a una causa noble, como es la de salir de la crisis. Hasta yo mismo me lo creí, la primera vez que nos anduvieron tocando la nominilla. Todo sea por la patria, pensé. En justa correspondencia, supuse que otras partidas de la cosa pública sufrirían idéntica y solidaria merma.
Pero no fue así. El monstruo administrativo, donde caben las agencias más inverosímiles y los cien mil sobrinos de San Luis, prosigue indemne y robusto. La sangre que lo mantiene en pie es la misma que se sustrae cada día a los ciudadanos, incluidos los servidores civiles a los que nadie regaló su plaza. Si se baja el sueldo de los profesores es sólo para mantener intacta la red clientelar que se ha tejido con el dinero de los contribuyentes, para seguir fomentando el nepotismo, la arbitrariedad y el compadreo. Eso no mejorará en nada la enseñanza, sino todo lo contrario: seguirá alimentando los mismos vicios que la corrompen.
Trabajo por dinero, vaya que sí. Hasta el divino Bach cobraba sus honorarios por concebir una música sublime en su puesto laboral de Leipzig. ¿Cómo no hacerlo yo, un insecto prosaico sin aspiraciones metafísicas? Lo que mis amigos no ven es que lo único que está menguando es la cartera de los ciudadanos, con el fin de preservar el chiringuito autonómico que una casta ha diseñado para su propio beneficio.
Y uno de esos chiringuitos es, precisamente, el del sistema educativo: un aparato tan clientelar como cualquier otro, en el que “mérito” y “transparencia” se han convertido en palabras proscritas. Cuando se le baja el sueldo a un profesor, mientras se conservan planes y proyectos estúpidos e improductivos, se le está enviando el mensaje de que su contribución es la más prescindible de todas. Se le está diciendo que es preferible apuntalar un caserón en ruinas que considerar la creación de un nuevo edificio.
Ese dinero que me van a quitar – y que yo, codicioso, echaré de menos – no va a servir para que los hijos de mis amigos reciban la enseñanza que sin duda merecen. Antes al contrario, irá a parar a los bolsillos de quienes alimentan el desastre. Primos, amiguetes, compañeros y demás conmilitones de la alegre mamandurria.
Y esos, creedme, no van a enseñarles nada a vuestros hijos. Excepto, quizás, a decir:
Hace dos años, publicamos en esta bitácora cuatro artículos en los que se desmenuzaba la filosofía pedagógica de las Comunidades de Aprendizaje. Recientemente, y como ya vaticinábamos aquí, la Consejería andaluza ha redactado una Orden que fomenta la adopción de este modelo por los colegios e institutos andaluces. He considerado oportuno rescatar y fundir aquellos cuatro artículos para que los profesores no avisados sepan cuáles son los principios que rigen este tipo de escuelas. Si a usted no le gustó la LOGSE y le horrorizó la LOE, prepárese para vivir una experiencia terrorífica: las Comunidades de Aprendizaje.
Próximamente, en los mejores cines.
I
El mejor de los mundos posibles aún está por llegar. Todo lo conocido hasta el momento pertenece al campo de la “superstición”, a juicio de los autores de Comunidades de aprendizaje[1], Ramón Flecha y Rosa Larena. Por descontado, las experiencias pedagógicas que ellos importan de Estados Unidos gozan del refrendo de una base “científica”. A diferencia del Ideario Logsiano, que es un Procrusto reductor, las Comunidades prefieren hacer justicia a la etimología clásica y prometen aumentar el éxito de todos los alumnos. No se declaran partidarios de la adaptación a la diversidad, pues, a su juicio, asume las desigualdades y contribuye a perpetuar la exclusión social. Aunque aún son pocos los centros que en España incorporan esta filosofía educativa, sus ideas son objeto de estudio en los CEPS y empiezan a calar en el solidario sentir de las Administraciones.[2]
Tales comunidades constituyen un modelo de enseñanza basado en el aprendizaje dialógico, la intersubjetividad, la inteligencia cultural y el principio de igualdad de diferencias, entre otras cosas. Sus propios defensores, quizá curándose en salud, describen esta realidad educativa como “utópica y posible”, lo que siempre es mucho más reconfortante para el espíritu que elaborar propuestas realistas y posibles. Su principal objetivo es, en apariencia, inatacable:
“La obtención de unos resultados académicos que posibiliten la inclusión con éxito a todas las personas, en los ámbitos sociales y laborales.”
Esto es lo que Robert Slavin llama Success for all y que los autores traducen por “Éxito para todas y todos”, felizmente conscientes de los usos segregacionistas del lenguaje. La equidad debe alcanzarse, pues, no sólo a costa de la gramática, sino también por la homogeneidad de los resultados académicos. Sólo de este modo se salvarán las desigualdades que son fruto del contexto sociocultural de los alumnos. Para lograr estos fines hay que “poner el énfasis en capacidades universales como el diálogo, y en la posibilidad de un aprendizaje intersubjetivo mediante la aportación de diferentes conocimientos en un plano de igualdad”. Se nos recuerda así que el profesor, educador, facilitador, o como quiera que se le designe, es sólo una más de las voces que interactúan en el espacio dialógico. El plano de igualdad está presente en muchos párrafos del libro como condición indispensable para ostentar carácter democrático y transformar el mundo. Con el fin de justificar estas tesis se invoca la autoridad de filósofos y pedagogos como Paulo Freire, Jürgen Habermas y Lev Vigotsky[3]. Del filósofo alemán se toman prestados los conceptos de racionalidad comunicativa y ética de la discusión. La base de esta ética puede resumirse en los siguientes puntos:
Ninguna norma puede permanecer al margen del debate, sin ser sometida a crítica.
La discusión debe tener carácter público.
Es deseable que se reúna el mayor número de interlocutores posible.
Los participantes en el debate deben ser iguales [4] y libres. No deben existir relaciones de autoridad, de dominación o coerción.
Principio de argumentación: toda afirmación es discutible.
Principio de consenso: Las decisiones y acciones justificadas son aquéllas fruto del entendimiento y el acuerdo argumentado.
Principio de revisabilidad: Cualquier acuerdo es cuestionable si aparecen nuevos argumentos.
Aplicado a la enseñanza, este diálogo ha de buscar el consenso del grupo y favorecer la comprensión de los diferentes saberes a partir de aquellos argumentos que demuestren una validez provisional. Sólo así, aseguran Flecha y Larena, podrán superarse “las relaciones de poder y los cambios definidos exclusivamente desde el colectivo experto en educación”. Siendo así que no tiene sentido hablar de tal colectivo de expertos a la hora de referirse a los profesores que deben coordinar el proceso de aprendizaje. Aquí radica, en nuestra opinión, el principal problema. Se toma de Habermas la condición necesaria de que los participantes en el debate sean iguales, así como de que estén excluidas cualesquiera relaciones de autoridad y dominio. De aquí, los autores deducen que tampoco debe existir una relación semejante entre profesores y alumnos. Nos parece que los autores confunden, y no son los únicos, autoridad con autoritarismo. Contrariamente a lo que ellos declaran, autoridad y democracia no sólo son compatibles, sino que necesitan una de la otra para subsistir. Si la autoridad carece de sustento legítimo, se convierte en poder arbitrario. De modo recíproco, la democracia no se sostiene sin el apoyo de aquellas instituciones cuya autoridad “emerge de una investidura espontánea y recaba sus fuerzas del reconocimiento”[5]. La diferencia entre poder y autoridad consiste en que esta última es respetada, reconocida y legítima. Tras años de aniquilación del sistema educativo, los profesores ya han perdido, en muchos casos, el respeto de los alumnos y el reconocimiento de las familias. Ahora se trata de poner en duda la licitud, no sólo de las materias que enseñan, sino también del propio cometido de enseñar. Los profesores son, por tanto, sospechosos de “imponer” un determinado tipo de saberes “de forma estratégica”[6]. Hacia qué fines puedan estar dirigidas tales argucias de la razón es algo que no queda muy claro.
La ética habermasiana, que acertadamente critica las actitudes sectarias y fundamentalistas, predispone al fracaso si se inyecta en las escuelas con un rigorismo parejo al que esa misma ética se opone. Otra objeción que puede hacerse a esta república igualitaria es que, si se trata de confrontar ideas, parece probable que una persona adulta e instruida (el profesor) esgrima siempre las más convincentes, con lo que el debate plural no sólo se descubre una utopía, sino también una falacia. Para que exista un debate digno de tal nombre, debe darse la circunstancia de que todos los individuos implicados en el grupo estén en condiciones de argumentar. Como todo argumento supone un discurso que refiere a unos contenidos concretos, es necesario manejar éstos para elaborar aquél. Dado que una de las finalidades de argumentar es dirigirse al entendimiento, conviene, si se persigue una mayor claridad expositiva, haberse ejercitado en la elocuencia. Por último, el discurso se desarrolla con el propósito de persuadir, finalidad inalcanzable para quien pretenda saltarse los anteriores pasos. Convencer a un grupo de menores de la absoluta paridad que mantienen con el adulto encargado de su instrucción no parece el mejor modo de que aquéllos valoren los beneficios del aprendizaje…
[1] Ramón Flecha y Rosa Larena, Comunidades de aprendizaje, Fundación ECOEM, Sevilla, 2008.
[2] La mismísima LOE se prologa con inflamados propósitos de enmienda: “Se trata de conseguir que todos los ciudadanos alcancen el máximo desarrollo posible de todas sus capacidades, individuales y sociales, intelectuales, culturales y emocionales, para lo que necesitan recibir una educación de calidad adaptada a sus necesidades.” Obsérvese el ya comentado matiz que separa a loesianos y comunitaristas. Éstos habrían colocado el punto final después de “emocionales”. Por lo demás, buena parte de los materiales educativos que premian y subvencionan las administraciones comparten muchos de sus presupuestos, como lo demuestra el ejemplar de Andalucía Educativa dedicado al Aprendizaje Cooperativo en octubre de 2006.
[3] Los comunitarios, como veremos, descreen de las voces autorizadas y del pensamiento científico, lo que no quita para que aleguen la validez científica de sus tesis y las defiendan con los argumentos de prestigiosos intelectuales.
[4] Nadie diría que esto entraña peligro alguno. Sin embargo, la trampa está en ese “iguales” aplicado a una institución, la escuela, en la que unos tienen como misión enseñar aquello que otros deben esforzarse por aprender.
[6] Ramón Flecha y Rosa Larena, Comunidades de aprendizaje, Fundación ECOEM, Sevilla, 2008.
II
Volviendo a Habermas, no cabe duda de que, en el mundo en que vivimos, el dogma y el antiguo principio de autoridad han sido felizmente destronados para dejar sitio a lo que el filósofo alemán llama “pluralismo epistémico”:
“Esta multiplicidad de perspectivas interpretativas es la razón por la cual el significado del principio de universalización no queda suficientemente agotado por ninguna reflexión monológica a partir de la cual las máximas serían aceptables, desde mi punto de vista, como ley general. Sólo como participantes en un diálogo inclusivo y orientado hacia el consenso se requiere de nosotros que ejerzamos la virtud cognitiva de la empatía hacia las diferencias con los otros en la percepción de una situación común. Se supone que debemos interesarnos por cómo procedería cada uno de los demás participantes, desde su propia perspectiva, para la universalización de todos los intereses implicados.”[1]
¿Debe esto asumirse como un planteamiento furiosamente relativista? En su charla con el filósofo Alain Renaut, éste pregunta a Habermas si el paradigma dialógico e intersubjetivo no habría de sustentarse sobre la base de la subjetividad y la conciencia, es decir, sobre una previa reflexión monológica. El profesor Renaut duda de que una decisión tomada como resultado de un debate pueda ser percibida como legítima por el sujeto si éste no la acepta y reconoce como tal. La respuesta de Habermas es tan prolija y lúcida como cabe esperar de su inteligencia, pero es de destacar, para el tema que nos ocupa, el siguiente párrafo:
“Por supuesto, la autoconciencia y la capacidad de adoptar una actitud reflexiva hacia las propias creencias, los deseos, las orientaciones axiológicas y los principios, incluso el propio proyecto vital en conjunto, son requisitos necesarios para el discurso práctico.”
Tales requisitos constituyen precisamente una de las principales razones por las que existe la escuela; pues en ellas se trata de preparar a los individuos para que, llegado el momento, puedan intervenir en el discurso práctico con las mejores garantías. Las llamadas Comunidades de Aprendizajese limitan a ofrecer un sugestivo marco de dialogante democracia que no delimita sino un discurso vacío. Cómo hacer fructífero ese diálogo sin instrucción preliminar es la pregunta que, más allá de sus buenas intenciones, jamás responden los partidarios del modelo. Como tampoco responden en qué medida la apuesta por dicho modelo repara las desigualdades socioculturales que detectan en el seno de la institución docente. Más bien se contribuye a extender esas desigualdades privando a los más desfavorecidos de las condiciones imprescindibles para integrarse en la comunidad real que les aguarda tras su paso por el instituto. Claro que las prioridades de Flecha y Larena van por otros derroteros. La escuela, aseguran, no debe basarse exclusivamente en preparar para un mundo laboral competitivo. Conforme. De hecho, la escuela no adopta exclusivamente esa pragmática perspectiva; más que nada, por la dificultad de otear tantísimos horizontes profesionales posibles. Algo que, a juicio de los autores, la escuela sí debería ser:
“…coeducadora y participativa para que permita y fomente el desarrollo de currículums donde la educación afectivo-sexual progresista sea una prioridad insoslayable (Gómez: 2004).”[2]
Ojo: la progresista. Prioridad. Insoslayable. No sé cuáles puedan ser los caireles de la rima sexual progre, pero mucho me temo que aquí no se andarán los padrinos comunitarios con zarandajas dialógicas e intersubjetivas.
La cuestión es que la política del consenso se aviene mal con las instituciones docentes. No todo lo que se demuestra razonable en un foro de personas adultas puede trasladarse con éxito al delicado microcosmos de una escuela primaria. Ciertamente, hay puntos que resultan innegociables cuando se habla de menores. ¿O es que los padres deben renunciar a su autoridad y pactar acuerdos sobre todos y cada uno de los asuntos que conciernen a la convivencia doméstica? Aunque así se lo propongan, habrá un punto en que deban establecerse límites, semejantes a los que la sociedad impone. Ya vemos que los propios partidarios del igualitarismo no cuestionan cómo haya de ser la educación sexual de los jóvenes, con lo que caen en el supuesto error que denuncian. Tampoco parecen muy inclinados al arreglo dialéctico cuando afirman:
“La obtención de unos resultados académicos que posibiliten la inclusión con éxito a todas las personas, en los ámbitos sociales y laborales, es una meta todavía sin alcanzar. En esto tiene mucho que ver la implementación de planteamientos, legislaciones, investigaciones y prácticas más conectadas con la superstición que con la ciencia.”
Tiene gracia que los campeones del diálogo igualitario arrimen el ascua del refrendo científico a su sardina pedagógica, al mismo tiempo que condenan a la hoguera nigromante cualquier propuesta alternativa. Digo que tiene gracia porque en el citado opúsculo se explica que uno de los pasos del proceso transformativo es la “fase del sueño”, en la que:
“… se favorece la comunicación igualitaria hacia la acción coordinada para lograr una utopía compartida y se crea y comparte ilusión.”
Ilusión. ¿Espejismo? ¿Fantasmagoría? Muy científico, sin duda. En esta fase romántica, la comunidad recoge las aportaciones de todos los colectivos para edificar la escuela soñada:
“El sueño: Todos los agentes sociales del centro (familiares, profesorado, alumnado, personal no docente, asociaciones, entidades…) sueñan aquella escuela ideal bajo el lema: «que el aprendizaje que queremos para nuestros hijos e hijas esté al alcance de todas las niñas y niños”.[3]
Insisto en que la exhibición de rigor científico no deja de ser paradójica si tenemos en cuenta lo que sobre la ciencia opinan los portavoces teóricos de Proyecto Atlántida, otra asociación dedicada a promover las teorías comunitarias:
“[…] la escuela, el sistema educativo, tienen que abandonar posiciones ilustradas que la han llevado a instalarse en una finalidad exclusiva y acríticamente socializadora; básicamente transmisora de conocimientos validados por la ciencia y útiles para la ciencia[4].”
La razón, pues, no está de moda y debe ser desalojada del edificio igualitario. Nos figuramos que las universidades e instituciones que sancionan la validez indiscutible de estas teorías pedagógicas creen en la ciencia; o, al menos, contemplan el principio de falsabilidad como un criterio necesario para no incurrir en el dogma.
Antes de comenzar a soñar, explican los autores, es preciso que todos pasen por una fase de “sensibilización”. Se trata, lisa y llanamente, de adoctrinar al grupo, aunque se prefiera emplear para ello un eufemismo muy caro a los políticos, que suelen referirse a sensibilidades cuando eluden hablar de ideologías. Forjar sensibilidades implica seguir unos cursos de formación dirigidos a toda la comunidad: profesores, padres, alumnos, personal no docente, voluntarios y asociaciones. Intuimos que en estos cursos sí se hace perentoria la figura del experto debidamente remunerado, tan denostada cuando se trata de materias distintas de la pedagógica. Es revelador que las dos “temáticas” que se proponen como objeto de estudio sean la “sociedad de la información” y las “desigualdades educativas”. Del análisis de la primera se deduce el papel central que las TIC deben tener en el sistema de enseñanza. De la segunda, que para paliar tales desigualdades hay que reducir la “brecha digital” que impide a ciertos sectores la posibilidad de seleccionar y procesar información. Ambas ideas se entrelazan para concluir que la solución a la segunda se halla en el conocimiento pormenorizado de la primera. Que esto sea científico es otro cantar. Y que de ello se derive un “aprendizaje de máximos para todas y todos” es, sencillamente, falso. Manejar ordenadores no garantiza nada, como vimos. Y en el mercado laboral no se demandan sólo competencias digitales, sino también aquéllas que son el resultado de una instrucción eficaz.
Por supuesto, las ambiciones de las comunidades de aprendizaje van más allá de esta supercherería instructora. El verdadero objetivo es “transformar la realidad que rodea al centro educativo”. Esto pasa por que todos los miembros del entorno adopten un compromiso de participación. Para que se entienda: la revolución consiste en que las aulas se pueblen de adultos sin ninguna acreditación profesional, con el fin de que sean éstos quienes dirijan y supervisen el estudio de los niños. Siempre, por supuesto, desde una perspectiva dialógica:
“Las comisiones de trabajo: De cada una de las prioridades acordadas por toda la comunidad se crea una comisión mixta de trabajo (compuesta por familiares, profesorado, voluntariado, alumnado, representantes de las entidades y asociaciones del barrio, etc.) que se encargará de tirar adelante con la transformación a la que hace referencia. De este modo se da una gran delegación de responsabilidades que ayuda a dinamizar todo el proceso, colaborando en la gestión democrática de los centros y potenciando, que no sustituyendo, la participación conjunta de toda la comunidad.”[5]
Tirar adelante. Así se las gastan los muy científicos promotores de la ingeniería social. Lo que no se aclara es qué ocurre cuando alguna de las partes decide, de modo unilateral, romper con dicho compromiso. Es decir, si para que esta utópica estructura funcione es forzoso que se involucren familias y voluntarios, ¿qué ocurre cuando aquéllas se inhiben y éstos no abundan? ¿Cómo reacciona el sistema ante tales contratiempos? ¿De qué modo se palian los efectos negativos que pueda provocar una temporal omisión de estos agentes en el proceso de aprendizaje? Ítem más, ¿qué examen científico avala el supuesto de que los niños modificarán su disposición hacia el estudio por el simple hecho de suscribir un pacto? La posibilidad de que, aun a pesar de ello, se muestren contrarios a abrir un libro, ¿es también una proposición discutible o negociable? ¿Hay alguien en dicha corporación de afines legitimado para hacer uso de la autoridad cuando la situación así lo aconseje? La pretensión de, pongamos, transformar el barrio en que se enclava, ¿es competencia de una institución escolar? Tan nobles ideales, ¿no postergan lo que debería ser función primordial de la escuela, como es transformar a sus clientes en mejores y más capaces personas?
[1] Jürgen Habermas, La ética del discurso y la cuestión de la verdad, Paidós, Barcelona, 2003.
[2] Ramón Flecha y Rosa Larena, Comunidades de aprendizaje, Fundación ECOEM, Sevilla, 2008.
[3]www.utopiadream.info. Red de Comunidades de Aprendizaje. Debemos suponer, en virtud de tan loables principios, que dichos voluntarios sociales no serán objeto de un humillante y elitista control de calidad.
Quizá el profesor Flecha tenga respuestas a todas estas preguntas. Desde luego, sí las tiene para las que se le plantean en ciertos coloquios. Aunque la cita es larga, merece la pena:
“El señor RAMOS CÁCERES: Quería pedir a don Ramón Flecha que explicara someramente, si es posible, las estrategias del aprendizaje dialógico o alguna estrategia en concreto.
El señor FLECHA GARCÍA (Experto en Formación Comunitaria. CREA. Barcelona): […] Una de las cosas que ocurre con los grupos por nivel es que se insultan y se descalifican, no sólo en el patio, sino incluso en el aula -estoy hablando de aulas en las que incluso se pegan patadas al profesor-. Con el grupo interactivo, que es un grupo heterogéneo, en el que hay un coordinador o coordinadora, a su vez coordinado por el profesor de aula, se fomentan las interacciones. El aprendizaje dialógico y las teorías sociales actuales dicen que el aprendizaje depende de las interacciones muchísimo más que de los conocimientos y conceptos previos, que incluso son facilísimos de cambiar con interacciones. Este coordinador no es un maestro en pequeño, que cuando un niño o una niña no sabe algo, se lo explica, sino que si hay otra niña del grupo que lo sabe, le pide que se lo explique. De esta forma, donde había habido insultos entre gente de diferentes niveles, se crea una solidaridad desde la base. Eso nos sirve para crear luego solidaridad entre las familias. El nombre de éxito para todos significa que cada niño se preocupa del éxito de todos los de su clase y de todos los de su escuela, y cada familia se preocupa no de que su niño tenga mejores notas que otro, sino del éxito de toda la gran familia, que es la comunidad educativa.”[1]
Más que científico: cartesiano. Como se ve, las familias que desconocen el Shangri-la cooperativo suelen preocuparse, no porque su hijo saque buenas notas, sino porque sean mejores que las del resto. Se da así una idea, tendenciosa, de que en otros modelos de enseñanza lo que prima es la competitividad feroz. Sorprende, asimismo, el que se explique la profusión de infamias y agresiones por el hecho de que algunos alumnos sean más brillantes o trabajadores que otros. Por no mencionar la desfachatez de elevar una anécdota a la condición de categoría, cuando habla de las coceaduras que los estudiantes propinan a sus profesores en aquellas clases no bendecidas por la inclusión dialógica y la diversa igualdad. Cómo no, en la comuna reina la bonhomía rousseauniana, y los niños se convierten en desinteresados benefactores del prójimo. Resulta que el éxito para todos radica en la buena voluntad de los muchachos, no en que un adulto capacitado para tal fin se preocupe de impartir su magisterio a los alumnos. Es lógico que así sea, si el aprendizaje depende más de las interacciones que de los conocimientos, los cuales, por lo visto, se mercadean entre los estudiantes como archivos de mp4. De qué venero mana esa fuente de ideas es materia mística. Tampoco se esclarece el modo en que el pequeño coordinador de aula progresa, cuando su función dominante es la de preservar la equidad del grupo. Poco debe esperar del profesional supuestamente encargado de su instrucción, puesto que éste delega buena parte de sus funciones en otros miembros del koljós académico. En todo caso, siempre puede confiar en que el conserje del instituto o la farmacéutica del barrio lo guíen, con mano maestra, por las espesas trochas del aprendizaje.
Es de admirar cómo, siempre que se habla de fomentar la igualdad se maldice a los demonios del neoliberalismo. La palabra misma actúa como una enzima que catalizase la reacción indignada de los invitados al conjuro:
“No es preciso reflexionar excesivamente para constatar que nos movemos en unas coordenadas existenciales francamente preocupantes. La revolución tecnológica y los cambios acelerados que provoca, la irrupción de la sociedad de la información, la globalización, el neoliberalismo galopante, la dualización social, la especulación financiera, etc., conforman un marco en cuyo lienzo destacan las pinceladas de la “crisis”. Crisis de valores, crisis de identidad, crisis generacional, crisis en la educación, crisis económica, etc. Y como ocurre en estas ocasiones, la sociedad vuelve su mirada a la educación como el ungüento mágico con el que sanar tanto disloque.”[2]
Quizá habría que hacer el esfuerzo de reflexionar un poco más. Primero: es un lugar común absolutamente impugnable considerar que la sociedad en que “nos movemos” se rige por las pautas de un libre mercado irrestricto. Cualquier investigador conoce bien el papel crucial, y a menudo errado, que los gobiernos y los bancos centrales juegan en el desarrollo económico. Baste citar como ejemplo las trabas aduaneras con que los países ricos reprimen las exportaciones procedentes del Tercer Mundo. O, a escala menor, el intervencionismo estatal en precios y horarios comerciales. Si la supresión de aranceles es síntoma de algún virus galopante, habría que dar vivas y plácemes a la enfermedad, pues significaría un alivio para las cerradas sociedades del África negra. Segundo: la revolución tecnológica, lejos de ser un indicio preocupante, es sinónimo de apertura para muchos de esos países que han sufrido el expolio de sus jerarcas y las consecuencias de aplicar políticas marxistas durante más de tres décadas. Tercero: la globalización efectiva sería aquélla en la que se conjugaran las dos premisas citadas, a saber: libre comercio y desarrollo tecnológico. Por lo que no debería provocar tanta zozobra aquello que precisamente garantiza el bienestar de mayores masas de población.
La defensa de las comunidades, en realidad, no se funda exclusivamente en unos presuntos beneficios pedagógicos. Como queda dicho, su objetivo es transformar la realidad, y, para ello, no basta con las ideas, sino que se hace necesario recurrir a la ideología. En casi todos los manifiestos afines a la escuela comunitaria, se denuncia el poder hegemónico de un sistema liberal que es causa última de iniquidades y desafueros. Aceptado este principio, la educación, como asegura el profesor Michael W. Apple, es siempre “política”[3]. No seré yo quien discuta este punto, al menos hasta que el Estado deje de atribuirse el monopolio de la enseñanza. Así las cosas, no se entiende la dura condena que este profesor norteamericano hace de los modelos liberales, contrarios a que el poder coercitivo del gobierno restrinja las libertades civiles. Según Apple, los partidarios del capitalismo se inscriben en un “bloque” supremacista que comparten con los neoconservadores, los populistas autoritarios[4]y una cuarta especie, innominada, cuyo particular estigma se manifiesta en la importancia que conceden al “examen, la medición y la responsabilidad”[5]. Todos ellos, sostiene, son “enemigos de la democracia”. Y, a su juicio, estos grupos de poder controlan la enseñanza enarbolando la divisa de una “modernización conservadora”. Aun cuando tal cosa fuera cierta, parece que lo que disgusta a Apple no es la politización educativa, sino que las ideas políticas supuestamente divulgadas en colegios e institutos no coincidan con las suyas[6]. Si de verdad creyese en la democracia y en el poder de la crítica, tendría algo que decir acerca de que sean las administraciones quienes deciden lo que es mejor para los ciudadanos.
Que aquí se pongan en duda los planteamientos de las Comunidades de Aprendizaje no equivale a censurar sus prácticas y experimentos pedagógicos. En una sociedad libre, deberíamos poder elegir aquellos centros que considerásemos más adecuados para la formación de nuestros hijos. El problema es que los teóricos de la comuna no aspiran a que esa libertad se haga efectiva, sino a constituirse en el modelo oficial de enseñanza que supere o reemplace los estatutos loesianos. Y, cada vez más, las administraciones animan a que así sea. Por medio de los llamados Proyectos de Innovación Educativa, los gobiernos autonómicos dotan económicamente a determinadas escuelas para que se implanten en sus aulas los métodos de una Comunidad de Aprendizaje. A la par, cada vez es más evidente que quien no se acoge a esta clase de experimentos es oficiosamente repudiado por la mostrenca burocracia de las Consejerías…
[4] Si con ese título se les ha venido a la cabeza la imagen de un caudillo chaviano o castrista, yerran. En este grupo, Apple sólo considera antidemócratas a los “conservadores religiosos”.
[5] Conceptos también repudiados por las autoridades educativas españolas.
[6] El profesor Apple podría haber aprovechado este artículo, publicado en una web patrocinada por el anterior ejecutivo vasco, para alertar de la amenaza que para la democracia comportan los planes educativos de normalización lingüística.
IV
“Hasta ahora las reformas educativas se han orientado hacia la intervención curricular por parte del profesorado, sin tener en cuenta a los y las participantes, a las familias y a las comunidades —entendidas éstas como entornos eco-sociales próximos— para participar en el proceso.”[1]
Participantes que participan, entornos eco-sociales, loslas y laslos. La música suena bien, hímnica y solidaria. Sólo disuena ese perverso demiurgo que se empeña en transmitir conocimientos sin tener en consideración las objeciones que los niños de primaria o el tendero de la esquina puedan plantear a la sospechosa vigencia del Teorema de Pitágoras. Hablamos, claro, del profesor. Actante que representa los viejos y denostados valores tradicionales, asociados aquí con una concepción positivista de la enseñanza. Ya les aviso que la lectura de los siguientes fragmentos, escritos en un insufrible lenguaje coeducativo, puede perjudicar gravemente la salud:
“Desde el positivismo, la importancia de los contenidos es independiente de los y las estudiantes. Desde esta perspectiva el profesorado debe poseer conocimientos sobre los contenidos que imparte y las habilidades metodológicas para enseñarlos (de aquí el dicho: sabe pero no sabe enseñar).”
Extraviada perspectiva, por lo que parece, aquélla que obliga a los profesores a dominar la ciencia que imparten. No se comprende la oportunidad del proverbio, cuando en la frase antepuesta el autor concede que semejantes fósiles también indagan las metodologías idóneas para enseñar su asignatura.
“Esta concepción (la positivista) es la que denuncia Paulo Freire al exponer su concepto de “educación bancaria”, es decir, la visión del o de la alumna como seres con mentes virginales en las que una persona con conocimiento, el o la profesora, ha de depositarlo. Encontrándonos, por otra parte, que ese saber a transmitir se parcializa a través de la asignaturización y de la especialización del profesorado, dejando en manos del alumnado la parte más compleja del conocimiento, cual es la de su construcción y reconstrucción por la vía de la síntesis.”
Este engendro, aunque parezca increíble, está escrito por individuos a los que se les supone una formación universitaria. Concepciones conceptuosas y más lolailos. Sintaxis descoyuntada. Elegantes neologismos. Todo el texto es una apoteosis del anacoluto y el desaliño prosódico. Hemos de suponer que tales hábitos de escritura no hacen sino respaldar el argumento de que los contenidos (como la Gramática, sin ir más lejos) son baratijas intelectuales que deben ser superadas con un dialógico esfuerzo de síntesis. Por cierto, el concepto bancario de Freire es acaso tan viejo como la pizarra y la tiza. Y esas técnicas basadas en el mito de la tabula rasa no constituyen el enemigo que los comunitarios pretenden, pues nadie que desconozca por completo los avances de la psicología cognitiva sostiene aún que el cerebro sea un simple recipiente en el que depositar ideas.
Los heraldos de la comuna también consideran rebasado el constructivismo, al que acusan de adaptar el currículo al contexto (presumimos que eco-social) del alumno, cuando de lo que se trata es de transformarlo. Con lo que sí comulgan es con el relativismo extremo:
“Desde el constructivismo, lo que es más importante no es la formación del profesorado […] sino el proceso de aprendizaje de los y las estudiantes. Desde esta posición, cada estudiante construye un significadodiferente. […] Desde este enfoque, la formación del profesorado se orienta hacia el conocimiento de los procesos de aprendizaje de las personas y de los procesos de construcción del conocimiento, siendo priorizados los aspectos psicológicos relacionados con la cognición. Una de sus consecuencias es la reducción del proceso de construcción de significado al nivel individual.”
Esto quiere decir que la posición privilegiada del profesor era exactamente eso: una suerte de fuero medieval que debía ser abolido. Lo importante no es que un maestro sepa mucho o poco de su asignatura, sino que averigüe de qué esotérico modo se construyen los significados[2]. Tampoco puede ignorar el hecho de que cada construcción individual es tan válida como cualquier otra, lo que convierte la evaluación, como veremos, en un trámite innecesario.
“Desde esta perspectiva, el profesorado debe ser capaz de analizar las diferentes estrategias de aprendizaje conjuntamente con los conceptos que ya conocen los y las estudiantes y que los y las ayudarán a aprender más.”
Dejando al margen que lo arriba declarado no es español, se infiere que las funciones del profesor constructivo se limitan a investigar cómo aprende el alumno. Enseñarle algo más allá de lo que ya conoce significa cometer un pecado mortal de inmodestia. Lo que es seguro es que el redactor de este palimpsesto no va a invertir sus horas en estudiar las reglas de la concordancia o en pulir esa redacción anafórica desde ya.
El profesor del siglo XXI ha de ser, por supuesto, el comunicativo:
“La concepción comunicativa incluye y supera la concepción constructivista, haciendo una importante precisión: el proceso de formación de los significados no sólo depende de los y las profesionales de la educación, sino también de todas las personas y contextos relacionados con todos los procesos de aprendizaje de los y las estudiantes.”
Así, la pedagogía comunitaria podría catalogarse como un postconstructivismo, o un constructivismo social que sueña el fin de las desigualdades a fuerza de igualar lo desparejo. La mayor diferencia con el constructivismo clásico reside en que los alumnos “construirán los significados” al calor de “todas las personas y contextos” que forman parte de sus vidas. Acertadamente, se condenan las compensaciones a la baja del pedagogismo logsiano, pero sólo para proponer un escenario aún más delirante. Nada hay que compensar, sostienen, puesto que cada miembro del colectivo es depositario de una inteligencia cultural distintiva. Privilegiar una cultura determinada a expensas de cualquier otra supondría un atavismo etnocéntrico que condenaría toda posibilidad de diálogo. Puesto que “la aportación que hace cada uno es diferente al resto”, lo esencial son las formalidades democráticas, muy por encima de que los argumentos debatidos en el foro estén justificados. La sociedad entra por aluvión en la escuela, y, a su vez, la escuela se plantea el reto de transformar la sociedad. Lo malo de tan nobles intenciones es que por el camino se quedan quienes deberían ser los principales beneficiarios de toda institución docente: los alumnos. En consonancia con los principios que la sustentan, la pedagogía comunicativa apuesta por una evaluación de “proceso”:
“La evaluación, en cuanto al proceso de aprendizaje dialógico, se centrará en la totalidad del mismo, teniendo en cuenta todos y cada uno de los aspectos que condicionan, facilitan o entorpecen este tipo de aprendizaje. Será, pues, una evaluación de proceso. La metodología a utilizar sería importante en este caso, puesto que no sería posible separarla de la evaluación misma; siendo, en consecuencia, de tipo dialógico y comunicativo.”
Lo que es lo mismo que prescindir de unos medidores objetivos que certifiquen la calidad de la enseñanza. De este modo, la antigua misión de impartir conocimientos se convierte en una tarea autorreferencial o metapedagógica, en la que se descubre más importante evaluar los procedimientos didácticos que a los propios alumnos. Sociólogos y psicopedas campan por sus respetos, mientras los profesores quedan relegados a funciones subsidiarias.
En realidad, la igualación por arriba no es tal. Si los comunitarios son fieles a su propio discurso, la igualdad existe desde el mismo instante en que el niño pisa la escuela. No se trata de una mera igualdad de derechos, sino de un factor común a todos los individuos, como es la posesión de una personalidad distintiva. La propia índole de cada alumno se presenta como el hecho diferencial que todos comparten. Lo que resulta muy discutible es que la manera de ser constituya un mérito objetivo. O que la naturaleza de cada cual se conciba como una pieza acabada que es necesario preservar frente a posibles y malintencionados agentes externos. Como el profesor representa el mayor de estos peligros, y, puesto que los saberes están bajo sospecha por reducirse a la selección interesada de una elite, es preferible que enseñantes y enseñanzas se pongan en cuarentena hasta que se convenga la oportunidad de eliminarlos. Con todo, lo que vale para los contenidos académicos no se extiende a la transmisión de ciertos valores prioritarios que se toman como axiomas, y entre los que figura una condena más o menos explícita de las sociedades capitalistas. Con estos mimbres, resulta difícil creer que todos los alumnos puedan alcanzar resultados excelentes[3]. El “éxito para todos y todas” podría no referirse a la formación de cada alumno particular, sino a la forja de una difusa conciencia colectiva. Como la evaluación es “dialógica”, los resultados deberán consensuarse con el resto de la comunidad, incluidos los alumnos. Y, puesto que es “de proceso”, los mismos resultados son irrelevantes, puesto que lo que se valora no es el producto final, sino el conjunto de actividades conducentes a tal fin. Quiere esto decir que en las calificaciones tendrán un peso semejante los criterios de un Doctor en Física y los de un jovezno que no ha oído hablar de Newton. En cualquier caso, en ese diálogo entre el profesor y su pequeño emilio no se estará debatiendo el alcance de los saberes conquistados, sino la implicación del chico en la tarea colectiva de cambiar el mundo.
Así que los padres pueden dormir tranquilos: aunque su retoño no sepa sumar fracciones, al menos les quedará el consuelo de haber alumbrado a un futuro valedor de la justicia.
[2] Los profesores de Lengua no deben emplear demasiado tiempo en investigar nuevos modelos de análisis sintáctico, ni los de Matemáticas insistir en el cálculo de derivadas. El biólogo habrá de abstenerse de genomas mitocondriales, lo mismo que el filósofo renunciar a la mucilaginosa plasta del imperativo categórico kantiano. Sus lecturas las acordarán con solícitos psicólogos de cámara; pues todo será, ya, psicología.
[3] Así, el Procrusto de máximos es, a la hora de la verdad, un Procrusto de mínimos. O, de un modo más rebuscado, un simple espectador que constata la consustancial igualdad que anida en la diversidad humana. Así pues, no hay nada que igualar, pues el trabajo está hecho. El bien y el mal son indistinguibles. No hay personas más brillantes, ni más trabajadoras, ni más sensatas que otras. Simplemente, desarrollan su propia inteligencia cultural distintiva en un plano de igualdad. Sé tú mismo, es la lección a que podría reducirse esta filosofía de la enseñanza. Según esta interpretación, las Comunidades no tendrían nada de Procrusto. El mundo en su totalidad sería Procrusto.
Hoy, Aguirre será noticia por su comentario a la hipótesis de que una pesada y hostil trompetería acompañe los sones del Himno en la final del Campeonato de España. Las charlitas de altramuces y botellines, los desahogados foros digitales y los debates televisivos (donde a menudo parece que también despachen birra) harán cumplida glosa del último esperancismo. Desde esta bitácora no queremos alimentar la querella, pero baste recordar la feliz provocación de un buen amigo – barcelonés, para más señas – de la insigne chulapa: “No hay nada más español que un catalán.”
El ruido y la furia de las dossespañas no permitirán un minuto para el análisis de otras frases pronunciadas por la Presidenta, referidas al horario y las sustituciones en los centros educativos. Pero aquí estamos nosotros para transcribirlas:
20 horas son las lectivas, pero las otras 37 (sic), hasta 37, que son 17 y media (sic), tendrían que estar en el centro. ¿Qué van a estar, leyendo una revista? No, no… Hay un profesor que está de baja, tendrán que dar su clase… Eso es lo que ocurre en la concertada y eso es lo que ocurre, en general, en las empresas.
Mire, Doña Esperanza: para portar con chulería castiza la bandera del mérito conviene empezar por uno mismo. Sin ir más lejos, por leerse las leyes vigentes en su propia Comunidad. Si usted misma desconoce en qué consiste la jornada de sus empleados, ¿cómo va a promover su eficiencia? Ningún profesor está 37 horas y media en el centro. Ninguno. Ni en España ni en ninguna otra parte del planeta. Y mucho menos dando clase de cualquier asignatura que se le antoje, como si fuera un ser omnisciente o un Google bípedo dotado de discernimiento. La posibilidad de que a un profesor de Latín se le exija impartir una clase de Matemáticas dice muy poco en favor de una enseñanza supuestamente orientada a la excelencia, como es la que usted asegura defender. Y es que el oficio de enseñar no consiste en apretar tuercas o recoger melones. Tal vez no sea usted consciente, pero con afirmaciones semejantes no hace otra cosa que autorizar el mismo modelo pedagógico del que se declara enemiga. Sí, Sra. Aguirre: el de la malhadada LOGSE. Por cierto, permítame una duda razonable: llámeme loco, pero no estoy seguro de que en una empresa todos los roles sean, como usted sugiere, intercambiables. Me cuesta imaginar que, en un hospital privado, un nefrólogo deba operar a corazón abierto porque el cirujano tiene gripe. O que al contable de Facebook lo ponga Zuckerberg a desarrollar el Sinapsis Media Player.
No voy a explicarle cómo se distribuye el horario de un docente, por dos razones: porque ya lo hice una vez y porque estoy fuera de mi horario lectivo. Si le pica la curiosidad, estudie.
Otra cosa le diré, Presidenta; y, para ello, me voy a poner, con su permiso, más castigador que el mismísimo Pichi: Yo no leo revistas. Leo a Karl Popper, a Revel, a Isaiah Berlin, a Hayek, a Oakeshott, a Nozick. Salvando las galácticas distancias, ¿sabe lo que tienen en común conmigo? Que todos fueron profesores. Piense en lo que usted comparte con ellos, y, si reúne el suficiente valor, decídase a aplicarlo.
Pero no me haga demagogia, Doña Esperanza, que se pone usted muy fea.
Xavier Pericay ha escrito una Tercera de ABC que merece un escolio, aunque sólo sea por su incorrección política y la temeraria actitud de quien llama a las cosas por su nombre. Se le podrán reprochar ciertos maximalismos, es cierto, pero ello no es achacable tanto a la calidad de sus argumentaciones como a la necesaria brevedad que es inherente a todo artículo periodístico.
Tres son las ideas principales que trata Pericay:
1. La responsabilidad de los sindicatos docentes en el fracaso educativo desde la implantación de la LOGSE.
2. El preocupante estado de la enseñanza Primaria.
3. La aquiescencia de los padres ante la consolidación de una escuela felizmente ignorante.
Los sindicatos de la enseñanza han considerado siempre la educación como algo propio, lo mismo en relación con el mantenimiento e incremento de puestos de trabajo que en lo tocante a los criterios pedagógicos imperantes. En este sentido, la aprobación en 1990 de la LOGSE puede estimarse, sin duda alguna, como su gran victoria. En lo sucesivo, los puestos de trabajo no han hecho sino crecer en general, con el acceso apañado de interinos a la condición de funcionarios, mientras que los valores tradicionales de la enseñanza el esfuerzo, el conocimiento, la excelencia no han cesado de declinar.
Pericay no dice nada que no hayan dicho otros – y él mismo – desde hace muchos años. La peste igualitaria (Albiac), la derrota del pensamiento (Finkielkraut) y, en fin, la conversión de la escuela en una inmensa guardería donde las nociones de autoridad y mérito se han jibarizado a la medida de sus jóvenes clientes: nada de esto es noticia.
La noticia, hoy, es que mañana está prevista una huelga estatal en defensa de la enseñanza pública. Promovida, entre otros, por quienes más han contribuido a su destrucción. No habría nada que objetar si los convocantes incluyeran en el manifiesto una retractación sincera de sus tropelías. Pero no lo han hecho. Leyendo sus alegatos, uno comprende que nada puede haber de veraz en sus exigencias, que todo es la misma impostura gatopardiana, consistente en “que todo cambie para que todo siga igual”. Da la impresión de que la LOGSE nunca existió, y de que las escuelas españolas son un reducto angélico, mezcla de Stanford y Euro Disney.
A pesar de su baja representatividad, los profesores han confiado en los sindicatos como quien se deja llevar por una vieja inercia mecanicista. Las pocas veces que las protestas obedecieron a demandas pedagógicas, nada se movía en los venerables claustros más allá de un puñado de irreductibles a los que era fácil tachar de locos. Ocurría entonces que las grandes momias sindicalistas no habían salido de sus tumbas para hacer una pancarta con el sudario y las vendas de lino. No pasaba nada.
Ante este panorama, si algo sobra es una huelga de enseñantes. Cuando uno forma parte de un colectivo que arroja semejante balance, por más que la responsabilidad del desastre quepa imputarla también al resto de la llamada comunidad educativa y, muy principalmente, a quienes han legislado en la materia, lo que se impone, aunque sólo sea por una cuestión de decencia, es la reflexión. Y, como consecuencia de ella, la oportuna rectificación.
La tragedia para muchos profesores es que quienes dicen defenderlos son en realidad aquellos de los que más les valdría guardarse. No cabe duda de que habrá muchos que se sientan cómodos con un sistema cuyo igualitarismo a la baja no es exclusivo de los alumnos, sino que afecta, asimismo, a los enseñantes. Más allá del éxito que tenga la convocatoria, algo habrá fallado si entre las consignas que se griten no está la de cambiar un modelo pedagógico que es causa, entre otras cosas, de las cada vez más precarias condiciones laborales que padecemos.
De forma oportuna, Pericay plantea el caso de la maestra despedida por excederse en el cumplimiento de su labor pedagógica, esto es, por tener la impudicia de enseñar más de lo debido. Ahí se condensa toda la filosofía LOGSE: la que concibe la escuela como un lecho de Procrusto. Poniendo el énfasis en la etapa Primaria, Pericay no hace otra cosa que ratificar el valor de una enseñanza que tenga como principio básico el “amor por el conocimiento”.
Y es que es en esa edad primaria, en esa parcela reservada de punta a cabo al maestro, donde se juega en verdad la partida. Es en ese periodo donde hay que sacar lo máximo de cada alumno, donde hay que inculcarle el amor al conocimiento, donde hay que empezar a poner las bases de ese ciudadano en ciernes.
He escuchado a muchos maestros quejarse de la legislación vigente, de ciertos métodos que se aplican sin haber constatado la bondad de sus frutos, de las presiones recibidas por jefes y padres. Es hora de hacer oír esas quejas en otros foros, pero no para preservar la misma fruta podrida que ahora mordisqueamos con desgana, sino para exigir de quienes nos gobiernan, y de nosotros mismos, una reflexión más profunda.
Más allá de coyunturas económicas, la última rebaja salarial a los funcionarios andaluces es un nuevo síntoma de dos enfermedades que aquejan a la sociedad española: la proscripción del mérito y el auge del clientelismo. La excusa oficial es que, con la tala, se preservan el empleo público y la calidad de los servicios sociales. Sin embargo, una buena parte de esa ocupación responde al principio de la designación digital, esto es, al ejercicio inflexible del puro dedo. Y mencionar la calidad en servicios como el educativo es como decir que Operación Triunfo contribuye a la indagación de nuevos lenguajes artísticos.
Esperar otra cosa era un alarde de candor. La Junta de Andalucía es lo que es: una Organización al servicio de las familias. Propias, claro está. Un lugar fresquito donde hibernan empresarios ineficaces y burócratas nepotes. El gobierno andaluz no ha hecho nada que no hiciera un buen padrino calabrés: cuidar de los suyos. Así, resulta perfectamente lógico que días antes del 25-M regaran con generosas subvenciones a sindicatos, patronal y oenegés afines. Tan generosas que la cuantía de la dádiva equivale a la anunciada mengua de los sueldos públicos.
Los funcionarios de carrera no pertenecen a la familia, ni siquiera los que sienten una filiación sentimental por la doctrina imperante. Los funcionarios son un cuerpo independiente, que se debe al ciudadano antes que al partido en el gobierno. Civil servants los llaman, de modo ilustrativo, en las Islas Británicas. Aquí, por lo que se ve, conviene mantenerlos a raya, y emplear con ellos el simpático y pendular juego del palo y la zanahoria.
La Junta ha preferido mantener todas y cada una de las mamandurrias que se hacinan en el gigantesco aparato de la taifa andalusí. Todas. En un escenario semejante, en este paisaje moral, ¿quién puede esperar que se valoren el mérito, la competencia y el esfuerzo? Tanto es así que la figura del profesor, por ceñirnos a nuestro gremio, se ha convertido en una estantigua, un anacronismo andante. Donde antes se solía reconocer a un hombre de estudios, depositario de una herencia que merecía ser compartida, ahora sólo se identifica al funcionario de medio pelo, vividor y tarambana.
El funcionario-profesor, afirman, es un privilegiado; aunque temo que los acusadores no tengan conciencia exacta de lo que dicen. Como siempre, la etimología nos sacará de dudas. Privilegio significa, literalmente, «ley o medida privada, excepcional». Como hay millones de funcionarios en España, parece fácil colegir que no hay nada de excepcional en ello, excepto el monstruoso número al que nos han conducido las duplicidades de las diecisiete facciones en liza. Los sinónimos de privilegio son «prebenda» o «prerrogativa», es decir: ventaja o beneficio que se concede arbitrariamente a una persona. Sin embargo, las oposiciones al cuerpo de funcionarios deben responder a los principios de mérito, transparencia y objetividad. Todo lo contrario, pues, de las designaciones consanguineas que tanto abundan en las empresas públicas. Cosa distinta es que la estupidez reinante haya consentido el crecimiento indiscriminado de funcionarios, cuyo costo para el contribuyente es más gravoso que los beneficios que reportan. Pero esto es sólo el reflejo de una sociedad caduca, que gustaba de conducir Audis en los tiempos de vacas gordas y se permite, entre otros lujos, ignorar el verdadero significado de las palabras.
Los profesores, por nuestra parte, somos responsables pasivos del retrato que se nos dibuja. Hace veinte años, por creer en falsas utopías y atender las consignas de unos, así llamados, expertos que no eran sino burócratas faltos de experiencias reales. A lo largo de ese tiempo, por consentir las sucesivas degradaciones a las que se sometía el complejo oficio de enseñar. Hoy, por el silencio, la pasividad e inacción de aquellos a quienes se les supone un trato familiar con las ideas y una cierta capacidad de crítica. Todo empezó a fallar, no hay duda, cuando nos negamos el mismo mérito que exigimos a los alumnos. Cuando pensamos que las sucesivas iniquidades del sistema educativo no iban a repercutir en nuestras condiciones de trabajo.
Ahora sabemos que la postergación del mérito, el cultivo de la incuria y el facilismo, nos han llevado al punto de que nadie considere un agravio el que nos pateen las muy privilegiadas posaderas.
Mi propuesta es muy sencilla. Dejemos de hacer todo aquello que no redunde en una más alta estimación de nuestro oficio. Digamos:
1. No somos guías de viajes. Se acabaron las excursiones sin fines académicos.
2. No somos archiveros. Se acabó recoger, sellar y supervisar los libros del costosísimo, injusto y populista Plan de Gratuidad.
3. No somos informáticos. Si se estropea un portátil de la Junta, que venga un especialista y que lo arregle.
4. No somos vigilantes de letrinas. Un Doctor de Filosofía que husmea excusados ya no es nunca más un Doctor en Filosofía.
5. No somos un rebaño de ovejas. Nos negamos a hacer los cursos de formación impuestos por un Departamento carente de toda legitimidad. Cada individuo debe formarse de acuerdo a sus necesidades, y no a las de la masa lanar.
6. No somos expertos en seguridad. Los Planes de Autoprotección debe confeccionarlos un experto en edificios, del mismo modo que la Lengua la enseña un maestro de la palabra.
7. No corregimos pruebas inútiles y carentes de todo control externo. Las Pruebas de Diagnóstico que las corrija la AGAEVE.
8. No somos charlatanes de feria que pueden vender cualquier cosa a los incautos. Se acabó que el de Música imparta Plástica; y el de Cocina, Música.
9. No somos marines. Si un alumno nos agrede o amenaza, exigimos que se tomen medidas inmediatas.
10. No somos amas de llaves. Que un aula no esté abierta no debe alterar nuestro ánimo. Ya la abrirá alguien.
Con las excepciones de los apartados 2, 7 y 8, estas medidas pueden aplicarse desde mañana mismo, sin ningún grave perjuicio laboral. No suponen ninguna merma para el aprendizaje de los alumnos, contribuyen al ahorro y, por encima de cualquier otra consideración, nos ayudarán a recuperar la dignidad perdida.
Pongamos que Wert es el Diablo. No es pedir mucho a la imaginación, teniendo en cuenta los términos empleados en las redes sociales para referirse a su persona, así como las encuestas que lo sitúan como uno de los políticos menos queridos por la ciudadanía. El mismísimo demonio, pues. Pongamos que yo soy su abogado, uno de esos que tiene que taparse las narices para litigar en pro de su defendido.
Un gran sector de eso que se llama “comunidad educativa” se refiere al sociólogo como el ministro que pasará a la historia por destruir la enseñanza pública. Palabras mayores. Aceptemos, por ahora, que las medidas adoptadas por Wert son gravemente perjudiciales para el normal desarrollo del sistema educativo. ¿Le convertiría eso en promotor principal de la hecatombe? No, Señoría.
Algunos de los convocantes de las movilizaciones y huelgas previstas, sostienen, sin embargo, lo contrario. Según ellos, España goza de “un buen sistema público educativo”, contra todas las evidencias e informes, nacionales e internacionales, que lo desmienten. Asimismo, declaran no estar dispuestos a renunciar a la “herencia recibida”. Pero, ¿qué herencia es esa? ¿La que incluye un fracaso escolar elevadísimo? ¿La que alcanza un porcentaje del 30% de niños que no saben leer al concluir la Primaria? ¿La que ha recrudecido el acoso escolar y los problemas disciplinarios? ¿La que exhibe el bachillerato más corto de Europa? ¿La que consiente dispensar un título hasta con tres asignaturas suspensas? Es un legado como para estar muy orgullosos, no cabe duda.
Wert no puede ser culpable de un crimen que aún no ha cometido, a menos que los miembros de la Plataforma dispongan de instrumentos anticipatorios como los de Minority Report. El fiambre lleva muchos años en la bandeja del forense, por lo que al Ministro le restaría, como mucho, oficiar las exequias. Ya hemos hablado aquí de horas y ratios, y de cómo podrían arbitrarse reducciones en el gasto que compensaran los perjuicios de aquellos aumentos. Lo que resulta difícil de admitir, por hiperbólico, partidista y sesgado, es que los tijeretazos de Wert supongan el mayor ataque conocido a la enseñanza pública. ¿Que puede haber 36 alumnos en un aula de la ESO? Terrible, sin duda, pero no tanto por la cifra como por la ESO. ¿Que el aumento de horas conlleva la no contratación de interinos? Cierto y doloroso, sobre todo para aquellos que aprobaron las oposiciones y se vieron relegados por unos criterios de selección pensados a la medida de los eventuales “pata negra”. Muchos profesores sin plaza se beneficiaron de concursos restringidos, en los que la nota del examen no pasaba de nota a pie de página, y, entonces, no oí a (casi) nadie poner el grito en el cielo. ¿Que para completar horario habrá que dar clase de asignaturas que no son de nuestra especialidad? Como si eso fuera algo nuevo. ¿Que no se cubrirán las bajas hasta pasados diez días? Plugo a Dios (disculpe, Sr. Wert, por mencionarle la bicha) que no sobrepase tal plazo. No, la Enseñanza Pública no se va a morir en las próximas fechas, por la sencilla razón de que ya está muerta. Y ni la CEAPA (esa simpática asociación de padres progres que está contra los deberes escolares porque fomentan la desigualdad), ni CCOO ni UGT movieron un dedo hasta que les han tocado las subvenciones.
Por esa razón, no iré a la huelga del día 22: no se va de la mano de quien le procura a uno la desgracia. Seguiremos analizando, criticando lo criticable y apoyando movilizaciones que tengan como objetivo básico promover una reforma profunda del sistema. Para perder el tiempo con los conformistas, prefiero entrar en el aula y pelearme con 36 adolescentes irrationales.
Será que soy muy raro.
P.S.:
1. Este año imparto clase sólo a grupos del Primer Ciclo de la ESO. Los tres segundos tienen todos entre 32 y 33 alumnos matriculados.
2. Desde hace años doy clase en un sótano, al lado de la caldera, sin apenas ventilación. No es infrecuente ver alguna que otra cucaracha bailando La Cumparsita.
3. No pudiendo asumir las horas de 4º de ESO, se las han adjudicado a una nueva profesora cuya especialidad es… Cocina.
4. Desde que tengo uso de razón docente, me he comido guardias y más guardias en espera de que llegara el sustituto del profesor X o la maestra Y.
5. En mi centro es normal que, cada año, se registren unas 1500 sanciones disciplinarias sólo en el Primer Ciclo de la ESO.
6. Todo esto sucedió – y sucede – antes de Wert, aka El Diablo.
Desde su tarima universitaria, el profesor José Saturnino Martínez moteja de sensacionalistas a los críticos del sistema educativo vigente. Como el ministro Wert, el profesor Martínez es sociólogo, por lo que gusta de acompañar sus juicios con estadísticas y comparativas varias. Bien está.
Don José achaca el aumento del abandono escolar en la etapa LOGSE a que “es difícil aprobar la ESO”. Razona que el aumento de la escolarización en dos años durante la etapa obligatoria supuso un mayor esfuerzo para alcanzar los estudios post-obligatorios. Lo que parece una deducción lógica es, al mismo tiempo, una asunción de presupuestos pedagógicos equivocados. Antes de la LOGSE, la tasa de abandono no hacía sino disminuir, precisamente porque a los alumnos no interesados en seguir un itinerario académico se les permitía el acceso a una formación profesional. El espíritu de la LOGSE concebía esta bifurcación temprana como un ejemplo de “segregación”, por lo que aumentó la obligatoriedad hasta los 16 años, supeditando el tránsito de una etapa a otra a la obtención del título de la ESO. Pero, lejos de eliminar esta circunstancia supuestamente discriminatoria, la LOGSE ha sido siempre un sistema con tres vías diferenciadas ocultas en su hipotética comprensividad:
1. Los alumnos que no repiten nunca, y que acaban cursando estudios de Bachillerato.
2. Los alumnos que repiten en 3º o 4º y que suelen optar por un ciclo profesional.
3. Los alumnos que repiten en el Primer ciclo de la ESO y que abandonan la escolarización a los 16 años.
No es que la ESO sea más difícil que el antiguo Bachillerato (cualquier profesor que haya ejercido en ambas etapas podrá certificar justamente lo contrario) sino que el sistema confina en sus estrechos límites, y por más tiempo del aconsejable, a un tipo de alumnos sin interés alguno por las disciplinas propias de la enseñanza media.
En el párrafo siguiente, y dando un giro espectacular a su argumentación, el profesor Martínez vincula el supuesto y publicitado fracaso de la LOGSE con la burbuja inmobiliaria y el aumento de la población escolar inmigrante. Sin embargo, otros estudios, como el del profesor Lacasa (páginas 27-28) sugieren que no existe tal correlación y que el hundimiento de los indicadores es anterior a esta explosión demográfica.
Como otros logsistas de pro, Don José Saturnino celebra la equidad del sistema. Lo hace en unos términos curiosos:
Y además, las diferencias entre los peores y los mejores alumnos son menores que en otros países, pues las puntuaciones del mejor alumnado son más bajas en España.
O cómo convertir una mala noticia en un motivo para el regocijo. Claro que, según el sociólogo, este bajo desempeño de los aristos se debe a la mala calidad de la enseñanza concertada y privada, con lo que todo se explica, gracias a Dios, por los efectos perniciosos del mercado.
El profesor Martínez, en su afán por derribar todos los tópicos que ponen en duda la ley inmarcesible, efectúa un inesperado viraje hacia el concepto de excelencia, arguyendo que su búsqueda no implica necesariamente un aumento de la desigualdad. Para ilustrar su tesis, pone tres ejemplos: Finlandia, Japón y Corea del Sur. Lo que el sociólogo obvia es el grado de cohesión social y la escala de valores que rigen en esos países, tan parecidos a España como Boadilla del Monte a Shibuya. No siempre lo que funciona en un sitio es extrapolable al resto, como debe saber quien ocupa su tiempo en estudiar las sociedades humanas.
El profesor funda su defensa en un dato esperanzador:
Por ejemplo, no se reconoce la importante disminución de la tasa de abandono educativo en los últimos años: nunca había estado tan baja (26% en 2011). Estamos lejos del promedio de la UE, pero también del 40% de comienzos de los 90 o antes.
En efecto, los últimos años evidencian una mejora de los números. Pero, claro, no todo han de ser cifras. A veces lo que no se ve es mucho más importante que lo que se muestra en primer plano. En un alarde de trilerismo, Martínez nos escamotea el hecho de que, sin la LOGSE, la tendencia anterior a su implantación nos habría conducido, con toda probabilidad, a cifras cercanas a la media de la OCDE. Tampoco trata de averiguar por qué se ha producido esta mejoría. Él lo atribuye a la crisis y al consecuente aumento en la matriculación, lo que, por otro lado, no hablaría en favor del sistema educativo más que de la actual coyuntura económica. Sin embargo, hay otras posibles explicaciones. El profesor Lacasa apunta la posibilidad de que ciertos planes de refuerzo (PROA) hayan contribuido a mejorar los resultados:
Centrándome en la anotación, que va sobre cómo un cambio mínimo de sistema ha bajado el fracaso escolar, aunque no lo parezca. Bien, desde hace algo más de un año ya se intuía que el fracaso escolar de la LOE iba a ser algo más bajo que el de la LOGSE. La LOE no eliminaba los problemas de la LOGSE, pero hacía una cosa “prohibida” por la LOGSE: reforzar a los alumnos que iban peor. La medida más importante que entró en vigor el curso 2007-08 era el Plan PROA en su versión autonómica (mientras dependió del ministerio apenas tuvo resultados), en el que cada Comunidad establecía un plan de refuerzo de los alumnos que tenían dificultades al final de la ESO. El Ministerio se encargaba de las líneas generales y de poner parte del dinero, y las comunidades se organizaban con planes adaptados a sus necesidades.
Es decir, las diversificaciones (lo que si viniera de otros púlpitos no dudaría en llamarse “segregaciones”) cada vez más frecuentes en los últimos cursos de la ESO, pueden estar detrás de la mejora. Lo que viene a confirmar la existencia de varios itinerarios ocultos, a los que se podría sumar el que fomenta la separación de estudiantes en razón del bilingüismo. La LOE es, en realidad, un apósito sobre la herida que dejó la LOGSE. Pero no está curando tanto la escasa formación de nuestros estudiantes como la brecha abierta en las estadísticas. Lo que las cifras esconden es una progresiva devaluación de los títulos de la ESO, hasta el punto de que los cursados a través de los PCPI tienen exactamente el mismo valor que los obtenidos para ingresar en Bachillerato. Lacasa no ignora esto:
Aunque hay que ver qué es buena gestión: en al menos tres comunidades –Cataluña, Andalucía y Extremadura– se han establecido planes donde los profesores tienen oportunidad de ganar más dinero si aprueban a más gente, sin evaluación externa que valga.
El problema es si no es un cambio de tendencia, sino un escalón: ahora que se han aplicado algunas medidas y que el fracaso parece ser preocupación política de nuevo, se produce una bajada repentina del fracaso, que puede durar un par de años. Pero sin un cambio de sistema, nos podemos quedar de nuevo estancados alrededor de un 25% y, por tanto, avanzar muy poca cosa. Demasiadas veces, el triunfalismo va unido a la falta de ambición, al conformismo.
Y hay algo más: los números del Bachillerato no participan de este brevísimo repunte:
Me pregunta Karkos, con buen criterio (gracias), la razón de la leve mejoría de los últimos años. Se debe, como se puede ver en la siguiente tabla, a la mejora de la tasa de graduación de la FPGM. Y esa mejora es el último coletazo del retraso en dos años del inicio de la FP Media (de FP I a FPGM) que se produjo con la implantación de la Logse.
Variación de la media quinquenal de la tasa bruta de graduados en Secundaria superior
Bach+FPGM
Bach.
FPGM
1999-2003
58,4
45,8
12,6
2000-2004
58,6
45,6
13,0
2001-2005
59,9
45,4
14,5
2002-2006
60,8
45,1
15,6
2003-2007
61,3
45,1
16,3
2004-2008
61,3
44,8
16,6
2005-2009
61,7
44,9
16,8
Fuente: Ministerio de Educación
De modo que conviene ser prudentes, y no fiar a los porcentajes la interpretación última de un sistema que nos ha conducido a los peores niveles educativos de la década:
Para los amigos de las estadísticas, les recomiendo una visita al Blog del IFIE, de donde se han extractado los datos que acompañan a este artículo.
Los recortes educativos – ya saben: aumento de ratios, disminución de profesores et alii – acarrean un problema mucho más grave que el que se deriva de su inmediata aplicación. De hecho, los, así llamados, recortes ni siquiera constituirían un problema si antes se hubiera buscado un remedio para los verdaderos males de la enseñanza pública. No nos veríamos discutiendo estas fruslerías porcentuales, ni tendríamos que lamentar disminuciones de las tasas de reposición. Asumiríamos la coyuntura económica como una justificación plausible de los ajustes.
Este aplazamiento de las preguntas esenciales es, precisamente, el inconveniente añadido. Nos esperan meses de eternas disputas, manifestaciones y debates en torno a si treinta niños en un aula son más aconsejables que treinta y cinco. Mesas cuadradas sobre el quebranto pedagógico que comporta la supresión de los desdobles. Innumerables desfiles de penitentes desollándose el lomo por el paraíso perdido.
No digo que el malestar no esté justificado. Claro que lo está. Pero no porque las medidas de Wert sean intrínsecamente perversas, sino porque no se inscriben en un proyecto que las haga asimilables. Wert, como la izquierda, como la inmensa mayoría de sindicatos y profesores, como la sociedad española, ha preferido diferir las cuestiones de principios, aquellas que no tienen que ver con números y presupuestos sino con una concepción de lo que pueda o deba ser la enseñanza.
La desazón de muchos profesionales se vería mitigada si la dureza de las medidas se acompañase de un discurso argumentado, de un planteamiento intelectual con el que corresponder, al menos, a la supuesta inteligencia de sus interlocutores. Pero Wert actúa como un chamarilero de la retórica, más proclive a la quincalla tuitera que a la diamantina solidez de la reflexión. Nos dice que los niños “socializan en la escuela”, lo cual que viniendo de un sociólogo no tiene más altura lógica que aquello de Checoslovaquia está checoslobolcheviquizada. Cabría replicar que la “socialización” no es el objetivo primordial de las escuelas, pues, si así fuese, habría que reconvertirlas en campamentos de verano.
En sus primeros meses de ministro, Wert ha dejado caer muchos lugares comunes, alguna chorrada como la descrita y muy pocas ideas que puedan merecer tal nombre. Todo apunta a que su proyecto consistirá en un maquillaje de la LOE, que dará en LOEWERT y seguirá siendo una ley tan ineficaz como ha venido demostrándose en estos últimos veinte años. Con ello estará reconociendo los presupuestos pedagógicos de su adversario – comprensividad, igualitarismo, infantilización – sin oponer más que un par de enmiendas relativas a un curso propedéutico, una miaja más de latín y la consabida cantinela del esfuerzo, que, de tan repetida, se la saben hasta los acólitos de Marchesi.
Aunque se daba por hecho que la oposición sindical iría de suyo, el ministro se habría ahorrado inquinas entre el gremio docente si, por lo menos, hubiera presentado un plan capaz de reconducir la penosa situación de los colegios e institutos españoles.
En su caso, lo grave no está en lo que ha hecho, sino en lo que – mucho me temo – no tiene pensado hacer.
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